Suecia: el racismo de cristal

A comienzos del siglo XX, un millón de suecos, el 25 por ciento de su población de entonces, huyó del hambre y la pobreza emigrando principalmente a los Estados Unidos. A comienzos del siglo XXI, el parlamento sueco ha negado una amnistía para legalizar a los miles de refugiados que han llegado a Suecia buscando un futuro mejor, impulsados por un sueño similar al que ya tuvieron los padres de los padres de los suecos de hoy.
Suecia, un país que se consideraba en algunos círculos como un ejemplo de solidaridad y de política de migración, votó en el parlamento (el pasado 14 de septiembre) contra una propuesta de amnistía general para refugiados en situación irregular. El resultado fue de 172 votos en contra y 134 a favor. Paradójicamente, el partido de gobierno, socialdemócrata, hizo bloque con los “moderados” de derecha para votar en contra. Todavía se recuerda cuando hace pocos años, uno de los líderes de esos mismos “moderados” dijo, en tono racista, que los refugiados chilenos “eran aquellos que Pinochet no alcanzó a matar”.
El proyecto de ley, respaldado por el resto de partidos- como el Partido de Izquierdas (el antiguo Partido Comunista), los Verdes, la Democracia Cristiana , el Partido del Pueblo y la nueva Iniciativa Feminista- abogaba por restablecer los principios de humanidad y seguridad jurídica dentro de la política de inmigración sueca. Una pretensión que también había movilizado unos días antes de la decisión del parlamento a miles de manifestantes en varias ciudades suecas, en respuesta al llamamiento de 110 organizaciones sociales.
Al enfocar el problema generado en torno a este colectivo de refugiados, el primer elemento a considerar es el largo proceso que media entre su entrada al país y su regularización. No sólo puede durar años, sino que puede terminar con el rechazo de su petición de asilo y con su consiguiente expulsión, aun a pesar de tener hijos que hayan nacido y crecido en Suecia. Un segundo elemento a destacar es la demora en la respuesta a las apelaciones presentadas por quienes han sido rechazados. Y, por último, también es preciso tomar en cuenta el problema que plantea la situación de ilegalidad en la que se sitúan quienes, rechazados en dichas apelaciones, deciden permanecer en Suecia. En su conjunto, esos diferentes factores van configurando un problema que pone de manifiesto la ineficacia estatal y los efectos negativos de una burocracia escasamente preparada e interesada en hacer frente al fenómeno.
Al igual que ocurre en otros países, se repiten aquí situaciones que llevan a estos refugiados a vivir, incluso durante años, al margen del sistema. Literalmente se trata de clandestinos que procuran evitar a la policía y que, en caso de enfermedad, temen ir a los hospitales (su posición como irregulares los coloca fuera del sistema de registro para ser atendidos y, además, podrían ser detenidos y deportados). Su precariedad e irregularidad es, como por desgracia ocurre en tantos casos, una buena oportunidad para que otros se beneficien de su situación. A modo de ejemplo basta señalar como, en el ámbito laboral, su imposibilidad para integrarse legalmente alimenta un mercado clandestino de trabajo mal remunerado y sobreexplotado. Una amnistía como la que acaba de ser rechazada sería, evidentemente, una medida eficaz contra su explotación e incluso contra la evasión de impuestos que hacen quienes les contratan a cambio de salarios miserables.
Casi una quinta parte de la población sueca es inmigrante de primera o de segunda generación y el país cuenta con un ministerio específico para asuntos de inmigración. A pesar de eso, hay graves problemas de racismo. Un racismo más sutil si se quiere, no tan abierto como en España u Holanda, pero no por ello menos perverso.
En esas condiciones no es de extrañar del todo el voto contrario a la propuesta por parte de la socialdemocracia. Lo que no hicieron los gobiernos de derecha a comienzos de la pasada década, en materia de desmontaje del Estado de bienestar, lo está llevando a cabo ahora la socialdemocracia. Suecia está empezando a atravesar una crisis del Estado social, no tan grave ni comparable obviamente como la que atraviesa América Latina, pero sí en el mismo sentido. En materia de empleo, por ejemplo, si bien las cifras oficiales son optimistas, los críticos sostienen que hay un subregistro del desempleo nada despreciable, mientras diversas fuentes sostienen que en los años noventa alrededor de 500.000 personas perdieron sus empleos. En materia de salud, varias de sus políticas apuntan a la aplicación del modelo que impulsa el Banco Mundial, lo que ha representado recortes en servicios y en contratación de personal en clínicas y hospitales. En ese panorama, Suecia rechaza inmigrantes al tiempo que necesita mano de obra para su economía. Por otra parte, la sociedad sueca es cada vez más vieja, lo que amenaza su sistema de seguridad social y, como reacción paralela a la de otros países europeos, quiere trabajadores pero no personas con derechos.
En las elecciones de 2006, sin duda, los temas de la agenda serán la política laboral, el modelo sueco y la inmigración. Dado que en los dos primeros pierde claramente la socialdemocracia, es en el tercero en el que ésta trata de ganar votos entre sectores de la población que no están de acuerdo con la inmigración. El modelo sueco de bienestar y solidaridad se desvanece y los responsables son los herederos directos de quienes con su esfuerzo, desde los años 30, construyeron un modelo de justicia que algunos no dudaron en llamar “socialista”.
Más allá de la ley de amnistía rechazada ahora por el parlamento está un debate pendiente sobre la inmigración en Suecia, un debate que debe incluir, entre muchos otros temas, la existencia de listas “negras” para impedir que los inmigrantes puedan alquilar apartamentos en igualdad de condiciones con los suecos o las políticas de contratación, que excluyen personas solamente sobre la base de un apellido extranjero. Estas prácticas cotidianas representan apenas dos ejemplos de un racismo soterrado que la sociedad sueca se resiste a reconocer, imponiendo un “techo de cristal” que limita a los inmigrantes el acceso a ciertos trabajos o roles sociales. Aunque no se vea, precisamente por ser de cristal, es una muestra evidente de ese perverso sutil racismo de algunos suecos.