Sin comunidad internacional, no habrá paz en Colombia
El proceso de paz de Colombia logró revivirse cuando ya la inmensa mayoría de la opinión pública internacional lo daba por muerto. Para lograrlo, el Estado colombiano no envió esta vez a sus propios emisarios ni propuso nuevas reglas para la zona del despeje, ni tampoco convocó a la nación sino que, en su lugar, llamó a las Naciones Unidas, y fueron éstas, que no habían estado presentes hasta ahora en las mesas de diálogo, las que apagaron el incendio.
Los otros actores centrales fueron los llamados «países amigos», ese grupo compuesto por Canadá, Cuba, España, Francia, Italia, México, Noruega, Suecia, Suiza y Venezuela, quienes se reunieron tanto con el presidente Pastrana como con los comandantes de la guerrilla en la zona del despeje.
Pero no sólo ha sido o podría ser crucial la presencia de la comunidad internacional para resucitar realmente el proceso cuando éste desfallezca en el futuro, sino que su presencia permanente es la única garantía de que los que hacen la guerra en Colombia- el Estado, la guerrilla y los paramilitares- dejen de mentirle al país, se comprometan a respetar a la población civil y asuman que los acuerdos deben trascender lo eminentemente político-militar, a diferencia de lo que tanto las FARC como el gobierno plantean, para integrar asimismo aspectos socio-económicos, sin lo cual no se logrará superar la larga etapa de conflicto armado. Por ejemplo, el tan mencionado «Acuerdo de San Francisco de la Sombra (5 de octubre de 2001)» entre el gobierno y las FARC, menciona el derecho de la población civil, en la zona del despeje, a desarrollar acciones políticas y campañas electorales de cara a las próximas elecciones presidenciales, pero no dice nada de sus otros derechos fundamentales como la vida y la libertad, y menos aún sobre los derechos económicos y sociales.
Un problema que ha sido común a todas las partes del conflicto (menos al ELN), incluyendo a las fuerzas de seguridad del Estado, es el rechazo a la creación de mecanismos internacionales y a la participación de actores exteriores- como una eventual comisión de la Unión Europea, de las Naciones Unidas o de organizaciones internacionales como Human Rights Watch- no sólo en el proceso de paz, sino incluso en la evaluación de las denuncias contra violaciones de los derechos humanos por parte del Estado y en la supervisión de las condiciones de vida de la población civil en la zona del despeje.
El futuro no es más sólido que el momento actual, el 20 de enero vence el plazo para la renovación de la zona de despeje (42.000 Km2), y esta decisión depende de que las FARC den muestras de avanzar realmente hacia el cese de hostilidades. Ahora, después de este aparente “triunfo” del gobierno sobre una guerrilla que, en parte influida por la nueva coyuntura internacional posterior al 11 de septiembre, cedió en sus términos de negociación con relación a la zona (por ejemplo, México advirtió que retiraría los visados a los portavoces de las FARC en su país), se producirá un nuevo período de tensión, para lo cual no faltan motivos ni pretextos: investigación de la relación entre paramilitares y militares, control del creciente número de paramilitares en las cercanías de la zona desmilitarizada, suspensión del secuestro como fórmula de actuación y liberación de los secuestrados, acuerdos humanitarios… Es definitiva, se puede afirmar que, momentáneamente, se ha logrado destrabar el proceso pero aún se está lejos de haber resuelto el conflicto.
Un punto importante a considerar en esta nueva etapa es el descenso en la arrogancia de las guerrillas, quienes durante estos tres últimos años se habían habituado a manejar una agenda diseñada en plazos de semanas y que, ahora, han tenido que aprender a pensar en horas; una nueva lógica que va a predominar en los próximos pasos del proceso y que les obligará a mejorar su nivel de eficiencia. Desgraciadamente, a este descenso parece contraponerse un ascenso de arrogancia, esta vez del gobierno.
Mientras tanto, se percibe la aparición de una oportunidad para reformular por completo el proceso, para establecer reglas y términos claros, para avanzar hacia un acuerdo humanitario. Si esto no se logra concretar de manera inmediata, habrá que concluir que el incendio actual será sólo el anuncio de épocas peores. Se abre ahora un estrecho margen para que la comunidad internacional llegue a ser algo más que bomberos ocasionales. La primera prueba será el papel que para los próximos días tengan reservados los dos delegados de los países amigos y el delegado de la ONU, que participarán en las mesas de diálogo hasta el 20 de enero.
La conclusión parece clara: sin comunidad internacional, entre la arrogancia y la impunidad, las partes del conflicto armado colombiano parecen carecer de la seriedad y la madurez suficientes para cumplir la palabra empeñada. Pero, los que hacen la guerra, ¿habrán aprendido la lección?