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Gustav versus los monzones

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Las inundaciones provocadas por el monzón en el último mes han dejado a miles de personas sin hogar en Paquistán, India, Bangladesh y Nepal. Foto: Adnan Sipra/IRIN

(Para Radio Nederland)
El enorme interés mediático que ha despertado el huracán Gustav, con el morbo añadido de su coincidencia con la Convención republicana en los Estados Unidos, ha hecho que se haya prestado escasa atención a uno de los mayores desastres de componente natural de los últimos años y que más afectados está causando: las inundaciones provocadas por la temporada de monzones en la India, especialmente en los estados de Bihar y Uttar Pradesh. Más de 1.000 muertos, tres millones de desplazados, 100.000 hectáreas de cultivo destruidas, cifras bíblicas de destrucción, parecen ya tan habituales en el continente asiático que dejan de ser noticia en occidente. Incluso en ReliefWeb, la página de referencia de la ONU para estas cuestiones (siempre al día y con excelente información habitualmente), apenas se encuentra citado el desastre causado por los monzones en el listado de emergencias recientes. La cronicidad de estos eventos les hace perder gancho mediático y su repetición y su siniestra «normalidad» oculta su carácter de emergencia. Y sin embargo, un somero análisis de los desastres recientes, Gustav incluido aunque afortunadamente sus efectos no hayan sido tan destructivos como se esperaban, nos permite extraer algunas enseñanzas para situaciones futuras.

En primer lugar, al margen de que aún haya posiciones «negacionistas» sobre los efectos del cambio climático sobre los desastres y las hemos escuchado en la propia Convención republicana, las evidencias y constatación sobre el agravamiento de los fenómenos hidrometeorológicos como huracanes, inundaciones, tormentas tropicales, entre otros,  son cada ve más claras. La temporada de huracanes en el Caribe, por ejemplo, está siendo particularmente dura y la cantidad de agua que se acumula en ellos, debido al calentamiento de las aguas marinas y su evaporación, se ha elevado considerablemente. Lo mismo podríamos decir de los efectos del deshielo en las cumbres del Himalaya sobre las inundaciones en Bangladesh y la India, o sobre los propios episodios climáticos extremos con consecuencias catastróficas en Centroeuropa. La expresión «vivir con el riesgo» que acuñara el sociólogo alemán Ulrich Beck hace una década y que hiciera suya la ONU, parece encajar perfectamente en lo que estamos viviendo. Y evidentemente, junto a los riesgos derivados del cambio climático, hay otros.

Sin embargo, las acciones emprendidas para enfrentar estas amenazas siguen sin estar a la altura de las necesidades. En el año 2005 se aprobó por un gran número de países el llamado Marco de Acción de Hyogo sobre reducción de riesgos de desastres naturales. En él, se proponían numerosas medidas para incorporar estas cuestiones en las políticas públicas de todos los países, de modo que se disminuyera la vulnerabilidad ante los fenómenos naturales y se aumentara la resiliencia de las poblaciones afectadas. Es decir que se entendiera que ciertos desastres pueden evitarse y otros, al menos, pueden prevenirse, predecirse y mitigarse sus efectos. Algunos países, sobre todo del mundo en desarrollo, han hecho grandes avances en este sentido, pero si uno se pregunta qué hubiera pasado si el huracán Gustav hubiera tenido categoría 3 a su paso por Nueva Orleáns, se puede ver que los esfuerzos de preparación, prevención y fortalecimiento ante estos eventos no han estado a la altura de lo requerido. Y lamentablemente eso sucede en algunos países desarrollados que no están prestando suficiente atención a la reducción de riesgos. Incluso tras el devastador huracán Katrina de hace tres años no parece que las autoridades estadounidenses sean conscientes de los riesgos y que hacer frente a ellos para prevenirlos. Las acciones de respuesta, el envío de ayuda tras el desastre, la inevitable foto del político de turno sosteniendo entre sus brazos un niño víctima de la catástrofe, o presenciando el despegue de un avión con suministros humanitarios, o «comandando» a los dispositivos de protección civil en mangas de camisa, son tristemente más populares que la inversión en fortalecimiento de capacidades, formación de la población, construcción de infraestructuras resistentes, o la elaboración de planes de contingencia. La prevención tiene, aún, menos «sex appeal» que la banal idea de la solidaridad posterior al desastre que tanto nos gusta en occidente.

El año 2007 marco un hito en la conciencia global sobre los efectos catastróficos del cambio climático. Pero este cambio en la toma de conciencia no está reflejándose aún en medidas concretas para enfrentar el problema desde la prevención. La temporada de huracanes en el Caribe, la época de monzones en Asia, las crecidas primaverales de los ríos en Europa, la alternancia de sequía e inundaciones en ciertas zonas de África, nos recuerdan cada año que los efectos de estos eventos se van agravando. Datos recientes del CRED (Centro de Investigación sobre Epidemiología de Desastres de la Universidad de Lovaina) muestran que la tendencia de estos fenómenos es hacia un crecimiento muy rápido. Por tanto, no se trata de sembrar catastrofismo ni de aparecer como profetas de la catástrofe, sino de ser de verdad conscientes de los riesgos y hacer algo para enfrentarlos ¿Es mucho pedir?

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