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En busca del humanitarismo perdido

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(Para Temas para el debate. Junio 2010)

« Chaque siècle a sa marotte ; le nôtre, qui ne plaisante pas, a la marotte humanitaire. » (Sainte-Beuve)
(Cada siglo tiene su manía: el nuestro, que no se tome a broma, tiene la manía humanitaria)

Esta frase, escrita por el feroz crítico literario francés Sainte-Beuve, nos da algunas de las claves que pretendemos analizar en este artículo. Y fue escrita a mediados del siglo XIX. Desde aquella época, y desde la creación del propio término «humanitario» como derivado de humanidad bajo los efectos aún de la Revolución, la potencia del mismo ha hecho que, desde muy diversas posiciones, se comenzara a adjetivar como humanitarias numerosas acciones que poco tenían que ver con el origen del mismo y con su contenido esencial. La manía por utilizar un término que parece conceder legitimidad y carácter bondadoso a aquello que adjetiva, se extendió rápidamente en el siglo XIX y de ahí la diatriba de Sainte-Beuve. Y mucho nos tememos que esta manía ha cobrado nuevos bríos desde finales del siglo XX y primera década del siglo XXI. ¿De dónde viene esta manía y esta obsesión por utilizar ad nauseam esta palabra? ¿De dónde este manoseo de un término que lo mismo se usa para adjetivar una rama del derecho, que una acción filantrópica, la invasión de un país o, incluso, el bombardeo de población civil, o el cerco a combatientes del bando enemigo? Que quede claro, desde el origen de la puesta en circulación de la palabreja, nadie parece ser neutral en el uso de la misma. Unos por considerar que, como el detergente milagroso, todo lo limpia, y otros por lo contrario, por pensar que equivale a mero asistencialismo caritativo. En cualquier caso, nadie la usa de modo neutral, cuando precisamente debiera ser éste uno de los elementos distintivos del término. ¿Es posible aclarar, más allá de las palabras, los elementos diferenciales del humanitarismo frente a otras formas de actuación? ¿Es posible recuperar las dimensiones esenciales que dieron lugar al surgimiento de una de las ideas más sugerentes en la historia?

Tras el surgimiento literario  y la profusa utilización de la palabra en la primera mitad del siglo XIX, el término se incorpora con fuerza al ámbito internacional de la mano del derecho. En efecto, tras la batalla de Solferino en 1859 y el impacto que tuvo sobre el ginebrino Henri Dunant, la publicación de su libro «Un recuerdo de Solferino», provocaron un gran impacto en la opinión pública suiza de la época que se plasmó en la creación de lo que podríamos llamar el primer actor humanitario, el actual Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en 1863, y la aprobación del I Convenio de Ginebra en 1864. Nacía así el Derecho Internacional Humanitario (DIH) y el término se incorporaba, volvemos a decirlo, de la mano del derecho, al ámbito de las relaciones internacionales. Evidentemente, el término, desde estos orígenes, ha sido utilizado con muy diversas acepciones en muy diversos contextos, y basta un garbeo por la propia literatura en lengua castellana para ver que diferentes autores lo emplean con muy diversas finalidades. Unas de carácter positivo y otras, menos. Pero desde la perspectiva de la actuación en situaciones de conflicto armado, el término se consolida de modo más claro para referirse a las acciones de asistencia y protección hacia las víctimas de estos. Y lo hace, ya desde su origen, para referirse no a cualquier actuación de ayuda, sino para designar a aquellas que intentan prevenir y aliviar el sufrimiento humano sobre la base de las necesidades de las víctimas y no de ningún otro criterio. La acción humanitaria define un gesto que no tiene otra finalidad que el ser humano. Por ello, consciente de que ningún Estado ni entidad política puede ceñirse a este interés, el DIH indica con precisión las diferencias entre las obligaciones y responsabilidades que afectan a los Estados (no lo olvidemos, sujetos firmantes de los Convenios de Ginebra y sus Protocolos adicionales) y aquellas que incumben a las organizaciones humanitarias imparciales. Como ha defendido brillantemente Françoise Bouchet-Saulnier el DIH «ha clarificado las responsabilidades de las organizaciones humanitarias, ofreciéndoles así un marco de legitimidad cuando hacen uso de la palabra». Y más aún, cuando tratan de ofrecer asistencia y protección humanitaria de modo neutral e independiente y al margen de los inevitables intereses políticos de los Estados. Pero como muy brevemente estamos indicando, ya desde los orígenes, los Estados han tenido alguna vinculación con el humanitarismo y a lo largo de las décadas han tratado de apropiarse, de instrumentalizar y, en ocasiones manipular, esta idea.

Las numerosas guerras y atrocidades cometidas a lo largo del siglo XX fueron marcando la evolución del humanitarismo y provocando nuevos debates entre los diversos actores. Así, la Guerra Fría puso a prueba las posibilidades de acción humanitaria neutral y alentó nuevas visiones del humanitarismo más comprometidas, que comenzaban a conceder mayor papel al testimonio y las acciones de incidencia política. Nacieron así organizaciones como Médicos sin fronteras, OXFAM, y otras muchas que, compartiendo muchas cuestiones con el humanitarismo tradicional, discrepaban en otras, y proponían nuevos compromisos para la acción humanitaria. Pero no fue hasta mediados de los años noventa, tras el fin de la Guerra Fría y tras el jarro de agua, también fría, que supusieron las tragedias de Ruanda, Yugoslavia o Somalia, cuando se plantearon con fuerza algunos de los dilemas que seguimos sin resolver al día de hoy.

En primer lugar, la necesidad de adaptación. El andamiaje jurídico, teórico y conceptual de la acción humanitaria ha evolucionado poco. Como se ha dicho en una conocida broma «siempre vamos con una guerra de retraso», pero no hemos sabido adaptarnos a las nuevas formas de violencia y a los nuevos tipos de demandas y necesidades que nos plantean las nuevas tipologías de desastres en el siglo XXI. Y cuando lo hemos hecho, lo hemos hecho de modo oportunista. ¿Qué quieren ustedes darnos más fondos porque no tienen ningún interés en actuar sobre las causas de la violencia y el sufrimiento en Bosnia, Darfur, Somalia, Palestina, Myanmar o Haití? estupendo. ¿Qué quieren convertirnos en la respuesta facilona para aparentar que la comunidad internacional hace algo en las actuales emergencias complejas?, ¿dónde hay que firmar? ¿Qué nos utilizan para lavar sus conciencias, o para esa automplacencia y esa banalización de la solidaridad tan del gusto de los medios de comunicación o las propias opiniones públicas en crisis como la de Haití o el tsunami asiático? fantástico, pero pasen ustedes primero por caja. Esa ha sido muchas veces nuestra adaptación.

En segundo lugar, la arquitectura del sistema internacional para hacer frente a conflictos y desastres de todo tipo. La irrupción de la ONU en el ámbito humanitario en 1991 mediante la Resolución 46/182, en la que se autootorgaba las funciones de coordinación y liderazgo de la respuesta humanitaria global, ha tenido un impacto que aún no hemos sabido valorar suficientemente. Nadie niega la legitimidad del organismo multilateral por excelencia para estar presente en éste como en cualquier otro sector. Pero ese protagonismo de las instituciones públicas que continúa con la creación de ECHO (Dirección General de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea), o el auge de las cuestiones humanitarias en los países donantes de ayuda al desarrollo y sus tomas de posición en declaraciones como la Buena Donación Humanitaria, han contribuido de facto a la instrumentalización de la ayuda y a su utilización como uno más de los instrumentos en la gestión de crisis, haciéndole, en ocasiones, perder su carácter y los principios y valores que dice respetar. Qué no decir de la creciente utilización de medios militares para las tareas de socorro, y la confusión entre las  actividades de cooperación cívico militar o encaminadas a «ganar los corazones y las mentes» en escenarios de conflicto, con la auténtica actuación humanitaria. Y en esta alusión a los aspectos institucionales es inevitable referirse al menosprecio que aún se tiene por los actores locales y por las instituciones de los países afectados por desastres o conflictos. Ellos, al parecer, no forman parte del sistema.

Por último, la relación con otros sectores y ámbitos de actuación. La solución a los dilemas planteados más arriba no es el autismo. No compartimos el llamado «back to the basics». Se trata, precisamente, de lo contrario. Abrirse a la cooperación con las organizaciones de desarrollo, de derechos humanos, de construcción de la paz, de género,… pero no de cualquier manera, sino recuperando, eso sí, la preocupación esencial en el ser humano, su dignidad y sus derechos en tiempos de conflicto o crisis. Redescubriendo el impulso y los valores que dieron lugar al humanitarismo. Ese es el reto.

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