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El Turquestán chino bajo sospecha

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La República Popular China no es una sólida unidad nacional, sino un rompecabezas de identidades, culturas y religiones que viven bajo el férreo control de los han, la etnia mayoritaria que representa más del 90% de la población total y que controla los resortes del poder. Formada por más de cincuenta grupos étnicos y cinco regiones autónomas (Turquestán Oriental o Xinjiang, Tíbet, Mongolia Interior, Guangxi y Ningxia), China es un gigante pluriétnico con crecientes dificultades para mantener a las minorías bajo la bandera de la «Gran China han». Tíbet y Xinjiang son dos de las regiones especiales que más quebraderos de cabeza vienen dando al gobierno, cada una con sus peculiaridades y métodos para conseguir una ansiada independencia que no tiene ningún viso de llegar. Si bien la causa tibetana es conocida a nivel internacional, gracias en parte al carisma y activismo pacífico del Dalai Lama, el líder espiritual y político del gobierno en el exilio de Dharamsala, las reivindicaciones de los musulmanes uigures de Xinjiang son prácticamente desconocidas para el mundo.

Ante el miedo no sólo a la desintegración, sino también a la pérdida de zonas estratégicas y ricas en recursos naturales o energéticos, China parece estar dispuesta a reforzar sus mensajes de fuerza y a etiquetar a su favor determinadas acciones desarrolladas en las zonas díscolas. Al cartel de «asunto interno», ampliamente utilizado década tras década por los políticos chinos para intentar protegerse de las críticas internacionales (por ejemplo, por la violación de derechos humanos en la Región Autónoma del Tíbet o en la de Xinjiang), hay que sumar ahora la utilización del poderoso concepto de «terrorismo internacional». Con la incorporación de este término al discurso político, China ha pasado a emplear la misma táctica que otros, como Rusia en Chechenia y Estados Unidos en Afganistán o Irak, han esgrimido en la defensa de sus intereses. Y es que el terrorismo internacional se ha convertido en la palabra mágica que parece dar derecho, a todo el que dice combatir este mal del siglo XXI, a llevar a cabo acciones de fuerza sin cortapisas, con impunidad total y beneplácito general.

Intentando convencer al mundo de que el terrorismo internacional también es uigur.

Si China ha puesto gran empeño en hacer ver a la comunidad internacional que el problema del separatismo tibetano es un asunto interno, y que por tanto tiene derecho a manejarlo como considere más oportuno, en el caso de Xinjiang la política china se ha orientado en mayor medida al discurso de que las fuerzas secesionistas del Turquestán Oriental forman parte del terrorismo internacional. La primera vez que Pekín empleó este argumento fue en octubre de 2001, poco después del atentado en Nueva York contra las Torres Gemelas, y ya entonces se hablaba de las fuerzas terroristas de Xinjiang, a las que las autoridades chinas comparaban con las chechenas. En noviembre de ese mismo año Pekin pasó directa y oficialmente a vincular a los movimientos uigures con Osama Bin Laden. Y esa afirmación sigue con plena vigencia, como recientemente quedó recogido en la declaración conjunta del presidente chino Hu Jintao y de su homólogo ruso, Vladimir Putin, en la visita oficial de este último a la República Popular China a mediados de octubre de 2004.

Con esta estrategia China pide no sólo libertad de actuación en Xinjiang, sino también reconocimiento por parte del resto de países de los «cargos», así como apoyo internacional para frenar un problema que, según su visión, pone en peligro no sólo la seguridad de China y de la región, sino también del mundo. Sin embargo, los motivos que China parece esconder tras ese planteamiento, equiparando al movimiento uigur con el terrorismo internacional, tienen más que ver con el miedo a la fractura de la unidad territorial del país. La deriva independentista de la región representa un riesgo múltiple: puede ser visto como un ejemplo a seguir por otras regiones del país; pone en cuestión el puente que representa el Turquestán Oriental como pieza clave en el intercambio comercial y energético con Asia Central; y hace peligrar el control de una zona rica en recursos naturales como petróleo o gas natural , tan necesarios para ayudar a mantener el acelerado crecimiento de la economía china, y que ya le ha llevado a tener que esforzarse por estrechar lazos con Rusia o a cruzar el océano para garantizarse el suministro de materias primas en América Latina.

China teme, asimismo, que las ideas fundamentalistas islámicas de los países vecinos arraiguen entre los uigures del Turquestán chino, de tradición musulmana suní. Por ello, ha aumentado las relaciones económicas con las nuevas repúblicas asiáticas o con otros países como Afganistán, a cambio de un compromiso de lucha contra el radicalismo islámico y a favor del mantenimiento del statu quo. En esa misma línea, también ha aprovechado las ideas preconcebidas e intensificadas tras el 11-S, que han dado lugar a una especie de paranoia colectiva mundial en la que se tiende a relacionar por sistema la religión musulmana con el terrorismo internacional. Que los uigures sean un pueblo turcófono musulmán, y que sus acciones para reivindicar sus ansias separatistas utilicen la violencia, por ejemplo con colocación de coches bomba, ayuda en cierta medida a que la teoría china resulte más convincente.

Sin embargo, aunque este discurso es aceptado por países como Rusia, hay otras voces, como la de Amnistía Internacional, que vienen denunciando ese intento de confundir y enmascarar otras realidades, poniendo sobre la mesa la represión y violación de los derechos humanos y civiles que sufre el pueblo uigur por parte del gobierno chino. La realidad, en cualquier caso, es que la tónica general viene siendo no molestar demasiado al gobierno de ese gran país lleno de potenciales consumidores que es China; y por ello no es sorprendente ver actuaciones fluctuantes de gobiernos que, como Estados Unidos, pasan de denunciar el intento chino de enmascarar acciones represivas bajo la denominación de lucha contra el terrorismo internacional, a dar su apoyo soterrado al gobierno de Pekín o a colocar en la lista de grupos terroristas al Partido Islámico del Turquestán Oriental . Por su parte, la Unión Europea parecer estar a punto de levantar el embargo de armas al que viene sometiendo a China desde hace años.

Si bien Pekín parece haber apostado por políticas preferenciales de desarrollo económico en la que, por otro lado, es una de las provincias más pobres de China, con el objetivo de reducir las tendencias separatistas, la situación en esta región autónoma no deja de ser muy preocupante. Las denuncias por el incremento del control de las actividades religiosas, el cierre de mezquitas, el recorte de libertades, o la continúa llegada de población y funcionarios han a Xinjiang, están haciendo que los uigures se estén prácticamente convirtiendo en una minoría nacional, cada vez más marginada cultural y políticamente, en su propio territorio.

Por todo lo expuesto, el Turquestán Oriental va camino de convertirse en una zona en la que China cada vez parece tener más fácil la posibilidad de colgar el cartel de «región autónoma china de alto riego terrorista, con total libertad para actuar».

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