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El año en que vivimos peligrosamente

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(Para Radio Nederland)
Hace unas semanas, durante una reunión entre organizaciones humanitarias, tanto gubernamentales como no gubernamentales, que trataba de mejorar los mecanismos de coordinación en las grandes emergencias, alguien mencionó el hecho de que todos los finales de año son especialmente proclives a desastres de gran magnitud.

Recordábamos el sucedido en Bam (Irán) a finales del 2003 y todos hicimos votos y expresamos nuestros deseos de que 2004, que ya había sido especialmente dramático para el mundo humanitario, no siguiera el mismo patrón. Lamentablemente, nuestros buenos deseos no se han cumplido y el año 2004 termina con uno de los más graves desastres de las últimas décadas: el maremoto y posterior Tsunami que ha asolado las costas de varios países del sudeste asiático con unas cifras de muertes y destrucción realmente apocalípticas. Las cifras, aún provisionales alcanzan ya las decenas de miles de muertes y muchos más desaparecidos, en zonas ya de por si vulnerables a todo tipo de calamidades. La maquinaria internacional de socorro se ha movilizado en esta ocasión con bastante celeridad, pero la magnitud del desastre hace que las posibilidades de rescate de personas sean escasas. Los esfuerzos de reconstrucción en 2005 deberán ser enormes.

En otro orden de cosas, varios hechos ocurridos en los últimos días, provenientes, en este caso, de las Naciones Unidas, pero de muy diferente alcance, sirven para mostrar bien a las claras lo que ha sido el año 2004 desde la perspectiva de la acción en pro de un mundo más justo, solidario y basado en el derecho. Por una parte, la presentación del Informe del llamado Grupo de Sabios sobre «Un mundo más seguro: la responsabilidad que compartimos», pese a su pragmatismo y limitaciones, parece abrir un espacio para la esperanza en un futuro en el que la humanidad responda adecuadamente a los nuevos retos y amenazas planteados y en el que las Naciones Unidas tengan un renovado papel.

Sin embargo, un baño de realismo se nos impone cuando vemos los recientes informes anuales de UNICEF o de la FAO – por citar sólo los últimos en publicarse – en los que de un modo descarnado se nos ofrece el panorama real de la situación de nuestro mundo: más hambre, más desigualdad, avance de amenazas como el VIH – SIDA,… y, sobre todo, nulos avances en el logro de los Objetivos del Milenio (ODM) que solemnemente se aprobaran hace casi cinco años. El compromiso de la comunidad internacional con este consenso alcanzado en el año 2000 parece estarse enfriando y el énfasis en un concepto mezquino de la seguridad está afectando a la cooperación para el desarrollo y la acción humanitaria de modo importante. Aún es pronto para juzgar, pero de poco parecen estar sirviendo iniciativas como la llamada Cumbre contra el Hambre de septiembre de 2004 en la que más de un centenar de Estados, a propuesta de Brasil, Chile, España, Francia y el del propio Secretario General de la ONU Kofi Annan, alcanzaron un acuerdo para luchar contra el hambre en el mundo como objetivo prioritario. No. Pese a la retórica más o menos habitual en las Cumbres Internacionales y algunos honestos buenos deseos, ningún indicador anima a creer que caminamos en la dirección adecuada.

El baño de realidad es aún mayor si echamos una mirada a la conflictividad internacional y a la contradictoria respuesta internacional a las crisis. La omnipresente guerra de Irak ha marcado gran parte de la atención internacional durante el año que finaliza y ha ocultado, en gran medida, otros conflictos y situaciones de tensión ante los que sólo se reacciona cuando la situación ha alcanzado el drama. El caso de Sudán, tanto en lo que afecta al conflicto entre el norte y el sur como, sobre todo, a la crisis humana en Darfur, sólo fue objeto de atención internacional meses después de que las organizaciones humanitarias y de derechos humanos alertaran sobre el genocidio en curso y sobre la situación de los refugiados y desplazados en la región.

Las bizantinas discusiones en el Consejo de Seguridad o la Unión Europea sobre si se trataba de un genocidio o no, y sobre la caracterización de la crisis, retrasaron la respuesta internacional varios meses, cuando ya todos los ministros de asuntos exteriores y mandatarios internacionales habían hecho «turismo humanitario» por la región y se habían hecho la foto con las víctimas de aquella tragedia.

La diplomacia del audímetro y la visibilidad siguen siendo los patrones que movilizan muchas voluntades internacionales. Y eso que en el décimo aniversario del genocidio de Ruanda el paralelismo era demasiado evidente cómo para poder negarse a algún tipo de intervención. El acuerdo de paz alcanzado en este caso es muy frágil pero permite alguna esperanza de cara al futuro.

También en la región de los Grandes Lagos de África y sobre todo en Congo ha habido episodios de recrudecimiento de lo que muchos llaman la «Primera Guerra Mundial de África» y los vaivenes en la situación hacen presagiar un agravamiento. Los recientes acuerdos entre los gobiernos de la zona ya han sido violados en algunos países como Ruanda o Burundi y nada se ha hecho para evitarlo. Por otra parte en otras zonas del continente africano la vuelta a patrones de respuesta neocolonial como en Costa de Marfil y el protagonismo francés, han sido claros y la importancia de la Unión Africana, muy activa en otros casos, cuestionada.

En las dos grandes crisis «mediáticas», Afganistán e Irak, se ha tratado de presentar por parte de las fuerzas ocupantes una realidad idílica, que choca con la realidad cotidiana. Ni la realización de elecciones en Afganistán y la victoria anunciada de Hamid Karzai acaban con la confusa situación en lo que cada vez más es un narcoestado, ni la próxima celebración de elecciones en Irak está nada clara. Como en otras ocasiones, se pone énfasis en los aspectos rituales de la democracia y se olvidan los componentes de fondo de ésta y las dificultades de construcción de estados viables.

La pregunta que queda aún sin responder y a la que propone algunas respuestas parciales el reciente informe del Grupo de Sabios de la ONU es ¿Cuál es el criterio para intervenir decididamente en unos casos – Afganistán, Costa de Marfil,…- implicarse interesadamente en otros pero sin intervenir directamente -Angola o Sudán- y abstenerse en los últimos como Chechenia o Liberia?.

Tanto en estos escenarios como en otros como Palestina, Colombia, República Democrática del Congo o el propio Irak, por sólo citar algunos, las dificultades para el ejercicio imparcial de prestación de asistencia y protección humanitaria se ha visto seriamente restringido y el acceso a las poblaciones en peligro enormemente dificultado. Los atentados y secuestros contra las organizaciones humanitarias han ido creciendo y ello, unido a las dificultades puestas por las fuerzas de ocupación y los actores armados en general, han hecho que las organizaciones humanitarias se hayan visto obligadas a abandonar su trabajo en ciertos países. Las limitaciones al espacio humanitario son tan coincidentes en tan variados escenarios, que parecieran responder a un diseño premeditado de restringir el trabajo de las «incómodas» ONG independientes para sustituirlo por empresas privadas o las propias fuerzas armadas. La guerra se privatiza y cada vez la hacen menos los ejércitos, que quieren, sin embargo, convertirse en protagonistas de la acción humanitaria, cada vez más militarizada. Hasta es posible escuchar a un mercenario serbio de una concesionaria de Halliburton en Irak quejas disparatadas como «Por una vez que en lugar de un golpe de Estado hacemos trabajo humanitario». ¿El mundo al revés o un mundo al servicio de algunos?.

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