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With God on our side (Con Dios de nuestro lado)

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(Para Radio Nederland)
Que se sepa, en la historia de la humanidad no ha habido ninguna guerra en la que el agresor o el que comienza las hostilidades haya dicho con claridad cosas como «queremos más territorio y por eso declaramos la guerra» o «las minas de la región nos permitirán nuestro desarrollo» o mucho menos aun «el petróleo es fundamental para nosotros y no podemos dejar que lo controlen esos ignorantes». No. Que se sepa, en todas las guerras que en el mundo han sido, las verdaderas razones, cualesquiera que fueran, se han vestido siempre con ropajes más presentables: intentos civilizatorios, motivaciones humanitarias, búsqueda de la seguridad internacional, afianzamiento de la identidad cultural y territorial, patriotismo, lucha contra el mal, defensa a ultranza del orden internacional,… en fin. Y para que estos argumentos espurios fueran más creíbles y contaran con el apoyo y el fervor guerrero de la población, se ha recurrido siempre a las argumentaciones en clave patriótica, nacionalista, étnica y, por supuesto, religiosa. Por ello, no es nada nuevo escuchar a George W. Bush argumentar en clave religiosa, recordándonos lo mucho que reza y su confianza plena en que, una vez más, Dios estará de su lado.

Este tipo de argumentaciones suele minusvalorarse por los medios internacionales, y sobre todo europeos, por considerar que se realizan, como así es, para el consumo interno norteamericano y que forman parte de esa manera de ser, «algo simple», de los estadounidenses, que necesitan de ese tipo de justificaciones al carecer de la historia y la capacidad de análisis de la «vieja Europa». Por ello, no suele entrarse a debatir este tipo de cosas cuando provienen de George W. Bush y, aunque a cualquier persona mínimamente culta le repugne esta utilización maniquea de lo religioso, se tienda a considerarlo algo normal. Choca claramente esta actitud comprensiva con la dureza con la que, desde Europa, se critican todo tipo de «fundamentalismos» cuando provienen de países árabes, o la simpleza con que se juzgan en clave étnica, tribal o religiosa muchos de los conflictos del Tercer Mundo. ¿Por qué no entrar en ese debate y negar de una vez por todas esta obscena justificación religiosa de la guerra y de los intereses imperialistas de los Estados Unidos?

Desde mediados del siglo XIX- con la puesta en marcha, primero por el periodista John L. O´Sullivan y posteriormente por el Presidente Monroe, que la adoptó como clave de su política, de la doctrina del «Destino manifiesto»-, los Estados Unidos consideraron que no sólo tenían el derecho de expandirse por el continente sino que tenían la obligación de hacerlo, puesto que esa era la «voluntad de Dios». Mexicanos y otros pueblos del continente americano pronto verían los frutos de esa doctrina: Nuevo México, California… pronto pasaron, con el Presidente Polk, a manos estadounidenses. La lectura que los estadounidenses hicieron de su participación en las dos guerras mundiales contribuyó a afianzar esa autopercepción de «nación elegida», que debe velar por los valores del capitalismo y la cultura occidental cristiana en el mundo. Su papel en la posterior «cruzada contra el comunismo y el socialismo soviético», que ya Ronald Reagan llamó «Imperio del mal», y la implosión de la Unión Soviética afianzaron aún más esta visión del destino manifiesto y hasta Bill Clinton llegó a decir que los Estados Unidos eran la «única nación indispensable».

La nueva visión del destino manifiesto, tras el 11 de septiembre, es de alcance planetario y la Estrategia de la Seguridad Nacional de los Estados Unidos es la muestra más clara de ello, al no dudar en llevar a cabo un ataque preventivo contra sus enemigos, incluso sin el aval internacional, y no permitir que su supremacía militar sea puesta en entredicho. La base de esta posición, argumenta Bush, es la autodefensa y el sentido común, pero detrás de ambos conceptos, como dice Lorenzo Meyer, está la antigua idea de que los Estados Unidos y sólo ellos son capaces de actuar en función de la defensa de los grandes valores humanos, de la civilización mundial. El resto del mundo, según esa visión, o está afectado por la corrupción y el egoísmo o, simplemente, carece de la visión, voluntad o poder para actuar, como lo muestran las resistencias de las Naciones Unidas a seguir la línea norteamericana. Y todo ello con Dios de su lado.

Los viejos europeos, conocedores por nuestra historia de los efectos perversos que esta justificación de la violencia y la guerra en clave religiosa tiene, deberíamos atrevernos alguna vez a negar la mayor y a llamar a las cosas por su nombre: ignorancia, fanatismo, fariseísmo, maniqueísmo y a tratar de impedir que un personaje ignorante, fanático, fariseo y maniqueo gobierne nuestro planeta. Y para ello podemos contar con otros ciudadanos estadounidenses que, como Bob Dylan, ya desde 1963, criticaron esta visión autocomplaciente y autojustificativa de las más abyectas violaciones de los derechos de otros porque «Dios está de nuestro lado». Y es que los llamados «antinorteamericanos» nos hemos nutrido de mucho del pensamiento de los estadounidenses. Pero, tal vez, de otros estadounidenses.

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