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Una guerra quizá no tan corta en Irak

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(Para El Correo)
Cuando ya falta muy poco para que se desate, en el contexto de una guerra contra Iraq que ya se ha iniciado hace unas semanas, la etapa de combates con protagonismo militar, conviene recordar cuáles son los objetivos que persiguen ambos bandos. Para Washington- empeñado en una inverosímil campaña de convencimiento de la opinión pública que pretende que su interés fundamental es el desarme iraquí y la democratización del país- se trata, en un trasfondo que huele invariablemente a petróleo, de eliminar el actual régimen de Sadam Husein y de redibujar el mapa de la región (lo cual afecta no sólo al propio Iraq, sino también a Turquía, Jordania y Arabia Saudí, sin descartar a Siria e Irán). Para el dictador iraquí- que no duda en utilizar la causa palestina como un recurso para ganar el apoyo de las sociedades árabes, o el sufrimiento de su pueblo para crear un sentimiento de unidad nacional frente al invasor- la supervivencia de su régimen es la máxima prioridad, consciente de que se enfrenta a su eliminación en caso de derrota.

El éxito o fracaso de las estrategias puestas en juego por las dos partes guarda una estrecha relación con la duración de la etapa militar del conflicto, una vez que la dinámica diplomática parece, irremisiblemente, perder peso frente al decidido empeño del presidente Bush por rematar una tarea iniciada por su padre en 1991. El tipo de despliegue que está llevando a cabo EEUU, y sus propios condicionantes internos, transmiten con claridad la idea de que Washington desea, necesita, que los enfrentamientos militares no se alarguen más allá de unas tres o cuatro semanas. Cuenta para ello con indudables ventajas, en las que se combinan realidades con deseos. Entre las primeras, cabe destacar la impresionante superioridad militar de sus arsenales y capacidades en todos los terrenos, con un nivel tecnológico sin parangón. Mientras que Iraq apenas dispone de una fuerza aérea operativa (la que no está en Irán, desde 1991, está prácticamente fuera de uso), EEUU lleva ya más de una década ejerciendo el dominio del espacio aéreo iraquí (junto con Gran Bretaña), con tiempo suficiente para haber eliminado sus defensas antiaéreas. En la guerra actual, el control de este espacio es clave para lograr la victoria final, ya que no sólo facilita la libertad de movimientos de las unidades terrestres propias, para controlar el territorio palmo a palmo, sino que también permite cortocircuitar la defensa. En función de los últimos avances en la tecnología aplicada al campo de batalla, la utilización de bombas de microondas (que anulan las comunicaciones enemigas, evitando así el ejercicio del mando) y de armas inteligentes (que previsiblemente se utilizarán con profusión en los primeros días de los ataques aéreos) conceden ventajas añadidas a las fuerzas atacantes. Iraq tampoco cuenta con fuerzas navales mínimamente dotadas.

En este mismo capítulo habría que añadir también el apoyo externo, proporcionado por algunos vecinos de Iraq que, como es el caso de Turquía y Kuwait fundamentalmente, permitirán que los ataques, tanto aéreos como, sobre todo, terrestres puedan efectuarse de manera simultánea, abriendo al menos dos frentes que obligarán a las fuerzas armadas iraquíes a diversificar todavía más su reducida capacidad defensiva. Otros países como Qatar, y todavía no puede descartarse a Arabia Saudí a pesar de sus reticencias actuales, desempeñarán asimismo un papel importante, facilitando la utilización de su espacio aéreo para el tránsito de los aviones embarcados a bordo de los portaaviones desplegados en aguas del Golfo Pérsico y de sus bases, convertidas en cuarteles generales desde los que se pueden dirigir las operaciones de manera muy precisa.

Para completar ese panorama, que aspira a lograr una rápida victoria en los combates, se manifiesta también un deseo profundo, que oportunamente se espoleará tanto con métodos propagandísticos como de apoyo asistencial y financiero, para lograr una de estas tres opciones: un golpe de Estado desde el interior del estrecho círculo de supuestos fieles a Husein, un levantamiento de la población en las zonas que vayan siendo liberadas por las fuerzas atacantes o un exilio voluntario del presidente iraquí, ante la inminencia de su derrota. Bien es cierto que ninguna de esas posibilidades tiene, en función de la experiencia acumulada hasta aquí, muchas posibilidades de verse cumplidas y, en cualquier caso, resulta muy aventurado cifrar grandes esperanzas en estas cuestiones para acelerar realmente el final de los enfrentamientos.

Como resulta obvio imaginar, la actuación de Sadam Husein irá fundamentalmente dirigida a evitar el repentino colapso de su régimen, tratando de alargar la crítica etapa de combates que ya se vislumbra en el horizonte. A pesar de su innegable posición de inferioridad, no por ello deja de contar con determinadas bazas que deben llevar a cuestionar el exagerado optimismo que se respira en boca de los portavoces del Pentágono. Por una parte, cabe prever que, sobradamente enterado de su inferioridad, concentre su esfuerzo en salvaguardar a sus mejores y más fieles tropas (las que constituyen la Guardia Republicana y, principalmente, las de la Guardia Especial Republicana) para dedicarlas a los combates decisivos por el control de Bagdad. La intención previsible de Husein será rehuir los combates abiertos y obligar a las fuerzas atacantes a implicarse en una guerra de localidades, lenta por definición, hasta convertir a la capital en «un segundo Stalingrado». De esta manera, Sadam Husein pretendería, simultáneamente, dificultar la selección de objetivos para los atacantes, al confundir a sus tropas con la población civil, ralentizar el ritmo de los combates, obligando a luchar casa por casa en el intento de conquistar finalmente Bagdad, donde se concentran las principales palancas del poder del régimen, y, en consecuencia, aumentar el número de bajas de las tropas estadounidenses. El efecto inmediato buscado es el de enfrentar a la opinión pública occidental, y especialmente a la de EEUU, con la imagen de unos daños colaterales insoportables sobre la población civil iraquí y de un creciente número de bajas entre las tropas propias. Jugaría con la idea de que el alargamiento de los enfrentamientos provocaría disensiones entre los gobiernos occidentales y una mayor presión de la opinión pública internacional para parar los combates e, incluso, para provocar la retirada de las tropas estadounidenses (el ejemplo de Mogadiscio, en 1993, es una referencia bien presente para los dirigentes iraquíes). Para hacer más probable esa ralentización no puede descartarse, en ningún caso, que el gobierno iraquí recurra al empleo de armas químicas o biológicas, dado que su simple amenaza obligaría a adoptar unas precauciones adicionales que se traducirían, inevitablemente, en nuevos retrasos. La destrucción de los campos petrolíferos también pretendería obligar a los atacantes a dedicar mayor atención a su defensa, en lugar de atender a la conquista de los centros de poder y de las principales ciudades.

Todavía, y sin que sea necesario para ello que exista una estrecha conexión entre el régimen iraquí y la amplia red de grupos bajo el control de Al Qaeda, hay que considerar el efecto que tendría la realización, durante esa etapa de enfrentamientos armados, de un macroatentado que tenga como objetivo cualquier capital occidental. Desgraciadamente, no se trata de una hipótesis irreal y por ello debe ser tenida en cuenta en este apresurado análisis, por sus efectos sobre unas sociedades occidentales que difícilmente soportarían vivir bajo la amenaza de una tragedia de esta naturaleza.

Afganistán es un ejemplo a recordar a la hora de analizar los ritmos de una guerra abierta que, a los ojos de los estrategas de salón, parece perfectamente controlable en todas sus etapas. En aquel caso, ni fue posible lograr resultados concluyentes limitándose a una sostenida operación de bombardeos aéreos, ni los combates terrestres han permitido pacificar el país. Únicamente Kabul está bajo el control del gobierno local y sus protectores y, en consecuencia, la guerra está lejos aún de terminar. De manera similar, en Iraq los análisis de laboratorio tampoco soportarán la prueba de la realidad (cuando además aquí no hay una tropa encargada de hacer el trabajo sucio que llevó a cabo en aquella ocasión la Alianza del Norte). Si desde el ámbito de la legalidad la campaña contra Iraq es una carga de profundidad contra el todavía débil derecho internacional y desde la óptica de la prevención de conflictos esta guerra preventiva supone una opción desestabilizadora, desde un enfoque estrictamente militar sigue dejando muchos interrogantes en el aire.

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