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Actualidad | Artículos propios

Una crisis de película

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Ni siquiera a Hollywood se le hubiera ocurrido una historia así. Un grupo de financieros ambiciosos y rápidos con los números lograron estafar a miles de inversores hinchándose los bolsillos de dinero y sumergiendo al mundo entero en una crisis sin precedentes. Si esta crisis fuera una película, estaría patrocinada por los gobiernos que lideraron los rescates millonarios, y los protagonistas de la misma serían Lehman Brothers, Moody´s, JP Morgan y otros muchos, quizá nombres demasiado atractivos para unas entidades tan dañinas. Continuando con la metáfora, la película tendría un final feliz, pero sólo para el privilegiado grupillo de mega ricos: el estado los rescataría del desastre provocado por ellos mismos regalándoles miles de millones de dólares para que pudiesen continuar con sus andanzas. El esclarecedor documental ganador de un Oscar «Inside Job» sacó a la luz lo que ya se sospechaba: que la crisis la provocaron unos cuantos hombres de negocios insaciables y sin escrúpulos. Pero lo realmente relevante de este documental no es el hecho de que entre unos pocos se hayan repartido sumas de dinero similares al PIB de un país pequeño, sino que en dicho film se entreviste a algunos de los auténticos protagonistas del desfalco y lejos de arrepentirse o al menos actuar como tales, se jacten de sus acciones y afirmen, con toda rotundidad, que continuarán haciéndolo.

La crisis actual puso de relieve que el sistema bancario es ya de tal magnitud que la quiebra de los bancos conllevaría la de los países que los acogen, por lo que ante este riesgo al país «soberano» no le queda más opción que el rescate financiero multimillonario. Los gobiernos han perdido la soberanía que ostentaban antaño, cuando podían decidir sobre sus políticas sociales y financieras sin injerencias mercantilistas, y se han rendido a los pies de la «dictadura de los mercados», hasta tal punto que a día de hoy cuesta definir si detrás de una política determinada se encuentran intereses estatales o empresariales. Esta estrecha relación gobierno-mercados trajo una sensación de libre albedrío dentro de los círculos financieros, sobre todo en Estados Unidos, que siempre está a la cabeza en cuanto a libertades (mercantiles, obviamente) se refiere. La percepción de libertad financiera y el convencimiento de que «los mercados se autorregulan» como bandera, culminó en la creación de mecanismos especulativos complejos con el objetivo de crear dinero sobre el dinero, dando origen al dinero imaginario y olvidando que detrás de cada estrategia especulativa existían personas que la sufrían.

Lamentablemente, los protagonistas de esta historia no pagaron por sus actos insolentes y codiciosos. Ni siquiera se les impuso una sanción ejemplarizante sino que, por el contrario, se les premió por su comportamiento bochornoso mediante el cobro de primas millonarias al año siguiente de la hecatombe, como si nada hubiera sucedido. Esta situación contribuyó a que los mercados se dotaran de métodos violentos para imponer su voluntad, llegando incluso a realizar operaciones especulativas sobre los alimentos básicos y materias primas, a sabiendas de que una operación de este tipo probablemente conllevaría la muerte por hambre de miles de personas en el mundo. La violencia puede encarnar muchas formas, y acciones como éstas, decididas por unos pocos pero que afectan al destino final de muchos, comportan la modalidad más atroz que se pudiera ejercer.

Sería extraño que estos acontecimientos no despertaran conciencias críticas a un modelo despilfarrador y descorazonado, en el que el «ir a más» era –y es- la premisa principal e inobjetable. Durante todos estos años nos resignamos a un consumo desmesurado como modelo a seguir, adoptando el «usar y tirar» como estandarte y contradiciendo las costumbres de nuestros antepasados que compraban cosas para toda la vida. Lo más sorprendente es que somos conscientes de que el modelo de crecimiento infinito, tal y como está planteado, es inviable. Somos cómplices de un sistema derrochador e injusto, que devora a los más débiles y que enaltece a los poderosos. Pero no todo está perdido, ya que justamente el hecho de ser parte de dicho sistema corrupto y desvergonzado nos lleva a la conclusión de que también podemos ser parte de la solución.

La solución podría comenzar con un llamamiento al despertar de conciencias críticas y comprometidas, dejando de lado un comportamiento deshumanizado y hasta mecanizado que nos intentan vender como el más apropiado -aunque sea, sin lugar a dudas, el más cómodo-. De la incomodidad con ese comportamiento autómata, surgen los motivos que llevan a Stéphane Hessel a escribir su libro «Indignaos!». Hessel, otrora miembro de la resistencia francesa y partícipe de la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, alerta en su libro del peligro que corren las conquistas sociales históricas de no poner freno al poder del dinero y convoca, a modo de solución, a una resistencia pacífica como responsabilidad natural por el sólo hecho de ser seres humanos habitantes de este mundo. Este alegato contra la indiferencia pasó a transformarse en decálogo de unos indignados que a día de hoy, continúan en la Puerta del Sol. Las consignas que sostienen son concisas y legítimas y la ideología que los representa es más bien un estado de ánimo, a estas alturas generalizado, que es el de la indignación. La legitimidad de este movimiento emana de la ilegitimidad de un sistema democrático que se convirtió en feudo de una clase política acomodada que ya no escucha a sus representados, y que corre el riesgo de caer en desuso de no acometerse reformas sustanciales y verificables cuanto antes.

Los detractores y críticos del movimiento lo acusan de falta de una línea política o ideológica definida, pero son justamente esos ideales preconcebidos los que perturbarían la apreciación de la realidad tal y como es, y obstaculizarían ver más allá de los dictados partidistas o ideológicos impuestos. Es digno de admirar, por tanto, la resistencia a la adopción de una línea política o ideológica clara.

De momento, los logros reales o visibles de este estado de indignación han sido más bien pocos. Pero no son pocos los logros intangibles y que se perciben en el aire, como el hecho de haber despertado conciencias latentes y el haber emprendido un camino para la construcción de una democracia más real, participativa y sobre todo más representativa que la existente.

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