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Turno ahora para Irán

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(Para Radio Nederland)
Ha pasado ya mucho tiempo desde que Irán, con el Sha Reza Palevi a la cabeza, dejó de ser un fiel aliado estadounidense en Oriente Medio, como uno de los pilares fundamentales para controlar una región tan vital desde la perspectiva energética. La brusca aparición en 1979 del ayatola Ruhollah Jomeini y su revolución, con claras pretensiones expansivas, supuso el fin de una etapa de colaboración para dar paso a otra en la que Estados Unidos comenzó a ser visto como “el Gran Satán”. La crisis de los rehenes estadounidenses en la embajada en Teherán supuso tanto la derrota posterior del propio presidente Carter, como la puesta en marcha de un proceso que, desde Washington, buscaba la eliminación de tan controvertido régimen. Por su parte, los dirigentes de Teherán pretendían, simultáneamente, desembarazarse de la presión de EE. UU. (lo que incluye necesariamente a Israel), lograr el liderazgo regional frente a su tradicional rival iraquí y ampliar su dominio en el mundo islámico, ya no sólo dentro de su propio ámbito chií, sino también entre los suníes (con el consiguiente nerviosismo de Arabia Saudí y otros regímenes).

Así se entiende, entre otras iniciativas, la nefasta idea de apoyar a Saddam Husein como ariete occidental de la estrategia para derrotar a los clérigos iraníes, en una primera guerra del Golfo (1980-88) que terminó en tablas entre Irán e Iraq y con centenares de miles de muertos en ambos bandos. Fracasado el primer intento, y tras la segunda guerra regional, en los años noventa se dio paso a otro plan que buscaba, a través de la política de “doble contención”, deshacerse tanto del régimen iraquí como del iraní. El primero, con un Husein que ya aspiraba a salirse de la sombra estadounidense, mostraba unas aspiraciones de liderazgo que podían poner en peligro el dominio de Washington (de ahí la segunda guerra del Golfo (1990-91), para recuperar Kuwait y para evitar sobre todo que Arabia Saudí pudiera caer en sus manos). El segundo, en su condición de indiscutible líder de la rama chií del Islam, había logrado soportar en embate iraquí y mantener el rumbo hacia su objetivo final (con el programa nuclear como pieza básica del empeño).

El fracaso cosechado a finales de la década pasada por esa política de “doble contención”- Husein no parecía a punto de ser derribado desde el interior, y Jatamí contaba con un evidente apoyo popular- llevó a una nueva administración estadounidense, la actual, a modificar la estrategia hacia pautas más directamente agresivas. De ello puede dar buena prueba el régimen baazista de Saddam Husein, eliminado como consecuencia, tal vez la única positiva, de la actual guerra del Golfo (la tercera, iniciada en marzo de 2003).

En paralelo a esta dinámica, y como efecto combinado del debilitamiento extremo de su vecino iraquí y de las decisiones adoptadas por unos dirigentes que no cejan en el empeño, Irán es hoy el elemento más incómodo para Washington y sus aliados en la región. Hasta ahora no ha funcionado contra ellos ni el ostracismo y las sanciones internacionales, ni las amenazas más o menos veladas de optar por la fuerza para frenar sus apetencias de liderazgo. Aunque es consciente de estar en el punto de mira de estadounidenses e israelíes, con muchos otros que respaldan esta beligerante actitud aunque no lo expresen abiertamente, también lo es de sus capacidades para resistir el envite. Su propia fuerza interior- basada tanto en su potencial demográfico, industrial y energético como en sus obvias capacidades militares- y su cartas exteriores- derivadas de su reconocido ascendiente entre los chiíes de Iraq o de Arabia Saudí, así como de su influencia entre grupos como Hezbola o Hamas- le otorgan bazas muy notables para no rendirse ante la presión que vienen sintiendo desde hace tiempo.

El largo y multifacético duelo entre Washington (y Tel Aviv) y Teherán se está aproximando a su punto álgido. Irán entiende que está ante la mejor oportunidad que ha tenido desde hace mucho tiempo para consolidar ese ansiado liderazgo regional- aprovechando la debilidad de su tradicional rival iraquí y la incapacidad estadounidense para ampliar aún más su despliegue militar. Su apuesta nuclear se combina con el apoyo a milicias y grupos violentos que, aunque suponga jugar con fuego, le permiten acercarse a su deseado objetivo (garantizar la supervivencia del régimen y ser reconocido como el referente regional). Washington, por su parte, se afana en visitas de su secretaria de Estado por algunos países de la zona para recabar apoyos a una estrategia combinada que tiene a los dirigentes iraníes como objetivo. Estados Unidos, además, acaba de utilizar su último cartucho (21.500 soldados más en Iraq) para evitar una derrota sin paliativos en Iraq, y para ello necesita reducir la influencia iraní entre grupos políticos y milicias que operan en Bagdad y otras localidades del país.

Metidos ahora en este indeseado escenario, tal vez EE. UU. se arrepienta de haber rechazado en 2003, tal como revela ahora la BBC, la oferta que las autoridades iraníes le hicieron de colaborar en la estabilización de Iraq, de poner fin a su apoyo a los grupos violentos libaneses y palestinos y de hacer más transparente su programa nuclear; todo ello a cambio de garantizar la seguridad para el régimen, de levantar las sanciones que pesaban sobre el país y de cesar su apoyo al grupo rebelde Mujahideen e-Khalq. Más madera, diría Marx (Groucho).

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