Tíbet, cerrado por aniversario
(En colaboración con Irene Arcas)
En 2009, China está de aniversarios. Son fechas que, seguramente, el ejecutivo de Pekín querrá que pasen rápido y a poder ser desapercibidos, aunque esto último no será fácil. Se conmemoran los veinte años de la masacre en la plaza de Tiananmen, los cincuenta del levantamiento en Tíbet en contra de la ocupación china, y también los cincuenta de la huida a India del Dalai Lama y la formación del gobierno tibetano en el exilio, y los veinte de la concesión a éste del Premio Nobel de la Paz. En este mes de marzo los tibetanos rememoran acontecimientos muy importantes de su historia contemporánea, pero no podrán celebrarlos con nadie: las puertas de entrada están cerradas. El gobierno chino -extraoficialmente- ha decidido denegar los visados a turistas y medios de comunicación durante todo el mes, así como cancelar los que ya estaban otorgados, por miedo a posibles manifestaciones con motivo de este quincuagésimo aniversario de los levantamientos tibetanos y el exilio del Dalai Lama. Aunque no existe una orden oficial -al menos pública- de cerrar el paso al Tíbet, diversas fuentes turísticas han confirmado esta noticia, en lo que parece ser una decisión de facto para impedir finalmente que en estas semanas se sumen a las manifestaciones tibetanas ciudadanos o corresponsales extranjeros.
No es la primera vez, y probablemente tampoco la última, que China impide el paso a Tíbet. Haya o no posibilidad de movilizaciones y protestas, lo cierto es que el gobierno de Pekín está tomando casi como costumbre esta opción de cerrar las puertas de la región cuando siente que se avecinan acontecimientos que no va a poder manejar, o que deteriorarán su imagen. De 1963 a 1971 el Tíbet permaneció totalmente cerrado a extranjeros y aún hoy no se conceden visados si no es a través de un viaje de grupo organizado por agencia. El año pasado, con la celebración de los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina, se organizaron, a favor de la independencia del Tíbet y en contra del gobierno chino, las mayores manifestaciones desde 1989, saldadas, según el gobierno tibetano en el exilio, con 200 muertos -21 según Pekín-. Como una más de las consecuencias derivadas de ello, las autoridades chinas prohibieron la entrada a turistas y periodistas extranjeros durante meses.
Eso no impidió que las protestas de marzo de 2008 se extendieran y fueran conocidas por todo el mundo. El gobierno chino, además de cerrar las fronteras a medios de comunicación y turismo, denegó las visitas al Tíbet de observadores internacionales- como el representante del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), o el del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que vela por el trato recibido por los prisioneros en todo el mundo y que nunca ha obtenido permiso para entrar en el Tíbet-. Aunque China forma parte de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, su gobierno no cooperó con el Comité de Naciones Unidas contra la Tortura (CAT) durante el estudio periódico en el que se revisó la conformidad de China con la Convención, ignorando así sus propias responsabilidades. En las conclusiones de este estudio, el CAT reitera su fracaso ante la petición expresa a China para que proporcionara los detalles de distintos eventos- como las manifestaciones en Lhasa, de marzo de 2008-, a lo que está obligada por su compromiso con la Convención y con el Derecho Internacional Humanitario.
No es de extrañar que Pekín crea que el movimiento en contra de su política pueda ser mucho mayor este año, aunque solo sea por la simbología que se deriva del cumplimiento de medio siglo desde que el Dalai Lama -tras el fracaso del levantamiento tibetano en 1959- tuvo que huir de la región. La presión ya es bien notoria en el Tíbet, donde se registran detenciones de monjes y se somete a estrecha vigilancia a los monasterios. Diversas fuentes informan de que se han producido incidentes y marchas callejeras en Aba -Sichuan-, en tanto que un centenar de monjes han sido arrestados en el monasterio tibetano de An Tuo -Qinghai- y tres personas se han quemado «a lo bonzo» durante la última semana en señal de protesta.
En paralelo a estas prácticas demasiado habituales por parte de China, este año su atención está más centrada en el frente de la comunicación. Pekín está reescribiendo su historia, y no escatima esfuerzos en la campaña que ha montado alrededor de lo que denomina «los 50 años de emancipación de los siervos liberados del feudalismo». El pasado 2 de marzo se publicaba el libro blanco sobre la región- titulado 50 años de reforma democrática en el Tíbet- en el que las autoridades chinas defienden que el problema tibetano no tiene nada que ver con factores étnicos, religiosos ni humanitarios. Según su forzada visión de la historia, todo responde a un intento de «las fuerzas occidentales antichinas por contener, dividir y demonizar a China». Por otro lado, las autoridades chinas acusan a los países occidentales de ser los responsables de la situación que vive actualmente Tíbet, por haber «confundido lo correcto y lo incorrecto» y «respaldar a su líder espiritual, el Dalai Lama»1. Además, se refieren a un Tíbet «pre-Pekín» donde «siglos de poder teocrático y servidumbre feudal asfixiaban la vitalidad de la sociedad tibetana». Curiosa, cuanto menos, esta versión oficialista china que dibuja un Dalai Lama que representaba, y representa, a la «clase gobernante propietaria de siervos» que, en 1959, -siempre según China- abandona, con el objetivo de perpetuar el viejo orden feudal, el acuerdo pacífico sobre Medidas para la Liberación Pacífica del Tíbet, en el que se reconocía la necesidad de reformar el sistema social en esa región.
Cabe recordar que del 10 al 28 de marzo de 1959, la capital de Tíbet, Lhasa, vivió un levantamiento contra la dominación de Pekín, que fue violentamente reprimido por el ejército chino y llevó al exilio del Dalai Lama. A cincuenta años de esta represión, y de la anexión ¿definitiva? de Tíbet como región autónoma china, Pekín es escenario de exposiciones, obras de teatro y danza -entre otras actividades- que celebran y conmemoran lo que el gobierno califica como una inmensa mejora de las condiciones de vida de los tibetanos bajo su régimen.
Fuera del país, la versión que mayor fuerza toma es bien distinta: según la Campaña Internacional por el Tíbet «la represión de los derechos políticos, civiles y religiosos de los tibetanos en respuesta a las protestas del año pasado ha alcanzado niveles no vistos desde los años setenta». Esta organización londinense denuncia que la represión estatal ha llegado a límites que no se habían visto desde los excesos maoistas de la Revolución Cultural (1966-1976). Por otra parte, el informe Human Rights Situation in Tibet: Annual Report 2008, publicado por el Tibetan Centre for Human Rights and Democracy, denuncia las constantes trabas que el gobierno chino pone a los medios occidentales en lo que a información sobre el Tíbet se refiere, además de señalar que las continuas denuncias en materia de derechos humanos en la región hacen pensar que «China no está aún preparada para ser la próxima superpotencia mundial» –claro, que la actual tampoco podemos decir que sea un ejemplo en esta materia-.
Pase lo que pase en este simbólico aniversario que hoy se inicia, lo cierto es que, cuanto menos, nos sirve para recordar uno de los focos de conflicto más antiguos de la agenda internacional. También nos debería servir para replantearnos los mecanismos internacionales de resolución de confrontaciones que conducen a la violencia, demasiado subordinadas a los imperativos de la real politik, con un fuerte sesgo a favor de los más fuertes. En el Tibet, como en muchos otros lugares del planeta, los intereses siguen arrinconando a la legalidad internacional y a la defensa de los valores y principios de supuesta validez universal. ¿Estamos condenados a que siempre sea así?
Notas:
1.- Europa Press, China acusa a Occidente de sus problemas con Tíbet, 2 Marzo 2009.