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Sharon victorioso, ¿y ahora qué?

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(Para Radio Nederland)
En un ejercicio de optimismo que raya en la irrealidad, cuando no en la irresponsabilidad, se está difundiendo la idea de que el conflicto actualmente centrado en Iraq tendrá como una de sus consecuencias positivas, la aceleración del proceso de paz entre palestinos e israelíes. Se trata de convencer a los escépticos de que, al igual que ocurrió en 1991, cuando como derivación de la operación militar «Tormenta del Desierto» se llegó a poner en marcha la Conferencia de Paz (Madrid, octubre de 1991) y los posteriores Acuerdos de Oslo, ahora se producirá un nuevo impulso diplomático que terminará por cerrar definitivamente este amargo y antiguo conflicto.

Este planteamiento, en el que no por casualidad confluyen portavoces estadounidenses e israelíes, parece olvidar cómo se ha llegado hasta la situación actual de bloqueo y, sobre todo, da la espalda a la realidad que emana del panorama nacional, con Sharon convertido en un líder aparentemente más fortalecido, e internacional, con un liderazgo mundial estadounidense empeñado en redibujar el mapa de la región de acuerdo con sus intereses.

A lo largo de estos últimos diez años, el llamado Proceso de Paz se ha traducido para la población de los Territorios Palestinos en un incremento notable de su frustración y su desesperación. Por una parte, sufre una perdida sostenida en su nivel de vida (hasta llegar al punto de que las dos terceras partes de los 3,2 millones de palestinos que en ellos habitan no alcanzan unos ingresos diarios de dos dólares). Por otra, percibe que sus aspiraciones políticas (ser ciudadanos de un Estado independiente) están más lejos ahora que entonces. En consecuencia, no consigue ver las ventajas que supone un Proceso en el que sus representantes de la Autoridad Palestina están, simultáneamente, asediados e incapacitados para ejercer ni siquiera las limitadas competencias que les fueron transferidas en estos años. Perciben, al mismo tiempo, que la corrupción e ineficiencia del entramado administrativo liderado por Arafat no puede ni quiere sobreponerse a la imposición de las autoridades israelíes. Por último, constata que ninguna de las ofertas realizadas por los gobiernos israelíes, sean controlados por el Likud o por los laboristas, llega a cubrir los mínimos para hacer viable una entidad realmente soberana.

Por parte israelí, la población está obsesionada por su seguridad personal, sin comprender, en función de los resultados electorales del pasado día 28, que han sido sus propios dirigentes los que en mayor medida han contribuido a generar una situación en la que los enemigos de la paz están marcando la agenda. A pesar de que la sucesión de guerras abiertas, desde 1948, parecía haber convencido a las partes de que únicamente la negociación política les permitiría alcanzar sus respectivos objetivos, Sharon ha reabierto claramente la vía de la fuerza como instrumento definitivo. Tras su victoria, su agenda inmediata está centrada en varios frentes. En primer lugar, en la necesidad de atraer apoyos para la formación de un nuevo gobierno que, en todo caso, no verá la luz hasta finales de este mismo mes. La clave está, paradójicamente, en manos de los laboristas. Sería una buena noticia, para quienes todavía confían en un cambio futuro de la opinión pública israelí, que las huestes lideradas por el derrotado Mitzna aceptaran una «travesía del desierto» y resistieran las presiones para entrar en el gabinete. Su entrada sólo serviría para legitimar una estrategia dirigida a la reocupación de los Territorios y una expulsión de los palestinos (probablemente a Jordania). Por el contrario, su rechazo a participar en la coalición gubernamental daría como resultado un gabinete débil, sometido como tantas otras veces al chantaje que ejercen abiertamente los partidos ultranacionalistas y ultraortodoxos, que tendría que recurrir nuevamente a las urnas en poco tiempo. Además, posibilitaría la reconstrucción de una plataforma política favorable a la negociación, en la que pusiera verse reflejada una mayoría de la población israelí.

Por otra parte, Sharon está muy interesado en renovar los vínculos con Washington (en unos días se entrevistará, por octava vez en estos últimos dos años, con Bush). En el marco de la campaña contra Iraq, Sharon espera seguir contando con ese fundamental apoyo que le ha servido en estos últimos tiempos para frenar la iniciativa del Cuarteto de poner en marcha el «mapa de carreteras», que debería conducir a una vuelta a la mesa de diálogo. También espera ver confirmado el apoyo militar a su seguridad (ante posibles ataques procedentes de Iraq) y el permiso para disponer de un amplio margen de maniobra para resolver la cuestión palestina a su manera. Todavía habría que añadir su interés por obtener el aval financiero, por un importe total de unos 12.000 millones de dólares, para poder poner en marcha medidas económicas de choque, que faciliten una salida de la actual recesión.

En función de los antecedentes y del comportamiento de los principales protagonistas, no cabe llevarse a engaño. Sharon tratará de aprovechar que la atención mundial está ya centrada en Iraq para rematar su tarea pendiente, utilizando la fuerza para lograr una situación de ventaja que le permita, cuando obligado tenga que volver a la mesa de negociaciones, imponer sus criterios sin oposición. Nada permite pensar que el esfuerzo diplomático, relativo en todo caso, que pueda forzar esa vuelta al diálogo implique una exigencia a Israel para que presente ofertas serias. Aun en el caso de que finalmente Sharon llegara a aceptar el «mapa de carreteras» como punto de partida, le quedan muchas vías de escape para evitar compromisos (y renuncias) reales que pudieran satisfacer las demandas palestinas. En definitiva, la hipotética reapertura de las mesas de negociación, que en ningún caso se producirá antes de que Sharon considere suficientemente descabezada la resistencia palestina, no debe interpretarse necesariamente como una buena noticia para la paz.

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