Pérdida de rumbo en Oriente Próximo
(Para Radio Nederland)
Cuando se esperaba que Oriente Próximo fuera noticia esta semana únicamente por la toma de posesión del nuevo gabinete palestino, encabezado por Abu Ala, los trágicos acontecimientos desencadenados a partir de la matanza en Haifa del pasado día 4 han vuelto a poner de manifiesto el altísimo grado de inestabilidad de una situación que parece escapar cada vez más al control de los actores directamente implicados. Las acciones militares posteriores, en territorio sirio y en la frontera israelí con Líbano, no hacen más que configurar un escenario que parece retrotraernos a la guerra árabe-israelí de 1973, con una internacionalización del conflicto que aleja, todavía más, la posibilidad de un regreso a la mesa de negociaciones.
Ni la situación actual puede explicarse únicamente a partir de lo ocurrido el pasado sábado, ni lo que aconteció hace ahora treinta años- con un ataque simultáneo de fuerzas egipcias y sirias contra Israel que se saldó, tras una primera y corta etapa de avance aparentemente imparable de las fuerzas árabes, con una nueva victoria de las Fuerzas Israelíes de Defensa- puede compararse a las, hasta ahora, aisladas escaramuzas israelíes cerca de Damasco y en la frontera libanesa. En cualquier caso, resulta obvio que en la escalada violenta desatada tras la visita de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas (origen de la actual Intifada, en septiembre de 2000) nunca se había alcanzado este nivel de desestabilización generalizada. Sólo quedaría para concluir esta etapa, y nada permite descartar su ocurrencia, la eliminación política (o incluso física) del presidente palestino, Yaser Arafat. Si esto llegara a ocurrir, la prácticamente segura movilización generalizada de la población palestina de los Territorios Ocupados provocaría un salto de tal magnitud que dejaría en nada el nivel de violencia registrado hasta ahora.
Sharon juega con varias bazas, creyéndose libre para actuar cuando, de hecho, está atrapado en una dinámica impulsada por él mismo que le lleva irremediablemente a la derrota final. El problema es que no se trata únicamente de su derrota personal en términos políticos, sino del alejamiento de Israel de poder alcanzar los objetivos formulados por sus padres fundadores (ser reconocido por sus vecinos dentro de fronteras seguras, constituir un hogar abierto a todos los judíos dispersos por el mundo y consolidar su posición en el seno del club de los países desarrollados). Sharon, con su estrategia, no sirve a los intereses nacionales sino a la defensa de sus propias posiciones y a la de los sectores más reaccionarios de la sociedad israelí. Entre sus bazas aparentes destaca el convencimiento de que su incuestionable superioridad militar (con armas nucleares incluidas en sus arsenales) descarta cualquier posible ataque militar por parte de los países árabes. Es bien cierto que actualmente tiene desactivadas o paralizadas sus tres principales amenazas militares. Egipto no sólo tiene firmado desde finales de los años setenta un acuerdo de paz con Israel, sino que su dependencia de Washington le resta capacidad de maniobra para liderar ningún tipo de respuesta militar contra su vecino. Siria e Irán se mueven cada vez con mayores dificultades, ante la atenta mirada de la Administración Bush, que no permitirá un solo movimiento a quien ya ha identificado como posibles objetivos en su estrategia de control en el nuevo Oriente Medio, que debería emerger tras la supuesta modernización y democratización del ocupado Iraq. También lo es que los palestinos no pueden, como lo demuestran los 36 años de ocupación de los Territorios, oponerse en términos militares a las fuerzas de ocupación. A esto hay que añadir la percepción nítida de contar con un apoyo prácticamente ilimitado desde Washington.
Sin embargo, no es menos cierto que los ejércitos árabes derrotados en 1967 fueron capaces de llevar a cabo un rearme global que, en la guerra de 1973, obligó a Israel a tener que considerar incluso la utilización de su capacidad nuclear en previsión de una derrota definitiva. Tampoco lo es menos que la guerra asimétrica que están llevando a cabo los grupos violentos palestinos, aunque contraproducente para los verdaderos intereses palestinos, ha bastado para poner en jaque a los servicios de seguridad y de inteligencia israelíes, al tiempo que han contribuido poderosamente a provocar la crisis económica más seria de la historia de Israel. Por lo que respecta al apoyo estadounidense, que es independiente del color político de su gobierno, baste decir que ni la reelección de Bush está en absoluto asegurada ni se pueden prever ahora mismo los cambios de orientación que puede provocar en el futuro la fracasada política de su administración en la gestión del Iraq post-Sadam.
Aunque el gabinete israelí pudiera llegar a considerar que el mantenimiento de su actual estrategia de confrontación y de uso de la fuerza, como elemento principal para relacionarse con sus vecinos más inmediatos, podría tener consecuencias muy negativas para el Estado, la dinámica alimentada de manera muy directa y personal por Ariel Sharon, le imposibilitan un cambio de rumbo a corto plazo. En aras de una seguridad que fue el lema fundamental de su campaña electoral, y ante la falta de resultados notables en este terreno, parece verse forzado a mantener su barco hacia lo que sólo puede ser una colisión de desastrosas consecuencias. Sea el intento de eliminar a Arafat (cuando, a pesar de cualquier otra consideración, sigue siendo inexcusablemente parte de la solución), sea la ampliación de los asentamientos (en contra de la legalidad internacional), sea la construcción del muro de separación (que implica una nueva humillación de un pueblo ocupado), sea la respuesta desproporcionada contra territorio sirio o libanés, Sharon se muestra como un actor obligado por sus propias declaraciones a actuar en función del único papel que conoce. Un papel que se aleja mucho de la consideración de «un hombre de paz», tal como se atrevió a denominarlo el presidente Bush, para quedarse en el de un personaje atrapado entre su pasado (Sabra y Chatila, bastarían como ejemplos) y sus incapacidades. El regreso a la mesa de negociaciones es la única vía razonable; aunque Sharon lo sospeche, no podrá dar ese paso por sí mismo.