Palestina, ¿negociación o sólo diálogo?
(Para El Correo)
La percepción de que el conflicto palestino-israelí daña la imagen y la seguridad de EE UU debe llevar a Obama a «involucrarse a fondo» en el proceso que comienza hoy.
No será el reprobable asesinato de cuatro colonos israelíes lo que cuestione las negociaciones directas que inician hoy israelíes y palestinos, bajo presión estadounidense. Desgraciadamente los enemigos de la paz son numerosos en ambos bandos y siempre tratarán de torpedear cualquier esfuerzo de implantarla en Palestina. Frente a ellos y a pesar de los muertos, como Isaac Rabin y Yaser Arafat entendieron en su día, lo primordial es negociar, aunque sólo sea por el convencimiento de que por las armas ninguno logrará imponerse.
Lo esencial, por tanto, para calibrar las posibilidades de éxito de este nuevo intento es determinar si el grado de voluntad y capacidad política de los negociadores es suficiente para superar juntos los enormes obstáculos que han arruinado ya más de sesenta iniciativas de paz. Entendido así, el panorama es inevitablemente desesperanzado, dado que ninguno de los interlocutores -ni EE UU, ni Israel, ni la Autoridad Palestina- satisface esa condición.
Por lo que respecta al primero -único con capacidad real para forzar a ambas partes a sentarse cara a cara- resulta encomiable su iniciativa. Pero se desconoce hasta dónde se implicará en la resolución del conflicto central en la agenda de seguridad mundial. Obama ha fijado un plazo de un año para llegar a la meta, definida por la creación de un Estado palestino y la resolución de los problemas que afectan a los más de cuatro millones de refugiados palestinos, a la capitalidad de Jerusalén, a los más de 400 asentamientos construidos por Israel en Cisjordania (con no menos de 400.000 colonos) y a la definición de unas fronteras seguras entre los dos Estados.
En el lado positivo de la balanza, y contra la tradicional posición de Washington como principal valedor de Tel Aviv, se va abriendo paso la percepción de que el mantenimiento de este conflicto daña la imagen -y, por tanto, la seguridad- de EE UU al ser percibido como un actor contrario a los intereses árabes. Esto debería llevarle a ser mucho más que un facilitador que anime a las partes, e involucrarse a fondo -con Obama y Clinton en primera línea- para rematar la tarea pendiente. Es sabido que los parámetros y la solución a cada uno de los temas mencionados ya están fijados en detalle. Falta que haya voluntad para aplicar lo que los técnicos han formulado en estos pasados años, sin esforzarse inútilmente en buscar una inédita fórmula mágica.
En el lado negativo, sin embargo, es mucho más previsible que las urgencias del calendario político estadounidense inclinen a Washington a optar por el mero papel de intermediario. Ante los riesgos que una apuesta más directa tendría para Obama -añadiendo más puntos de fricción con un electorado que puede provocar un vuelco en su contra en las legislativas del 2 de noviembre- todo apunta a una actitud cautelosa. Y si eso se confirma, el esfuerzo corre un serio peligro de resultar baldío.
Por lo que respecta tanto a Mahmud Abbas como a Benjamín Netanyahu, parece obvio que ninguno deseaba negociar y que, si se han sumado a la propuesta estadounidense, ha sido sólo por no verse identificados como enemigos del diálogo. Ambos son líderes débiles y, por tanto, incapaces de tomar las decisiones que demanda una verdadera paz en Palestina. En cuanto al ‘rais’ palestino, su debilidad arranca de su limitada legitimidad, agotado hace tiempo el mandato presidencial que recibió en las elecciones de enero de 2005, sin que nada haga vislumbrar una nueva convocatoria. Mucho más peso tiene, en cualquier caso, la profunda fractura abierta en la escena palestina desde la victoria de Hamás en las elecciones de enero de 2006 -y su posterior toma de poder efectivo en Gaza, desde junio de 2007-. Esto hace insostenible cualquier intento de Abbas por hablar en nombre de todos los palestinos.
En el marco de la abierta competencia por el poder entre Fatah y Hamás, el presidente palestino difícilmente podrá aceptar las propuestas que se pongan sobre la mesa. Hacerlo equivale a soportar la crítica frontal de Hamás, identificándolo como un simple peón israelí y estadounidense. Mantenerse firme en la defensa de lo que los palestinos mayoritariamente desean (un Estado realmente viable, soberano y sostenible) facilita a Israel la vuelta a su tradicional argumento de que no tiene un interlocutor con el que negociar la paz.
Una posición, en resumen, que lo anula como negociador.
De poco sirve en estas circunstancias el esfuerzo de la Autoridad Palestina por ir dando pasos hacia un entramado institucional que desemboque en un Estado hacia finales del próximo año. Lo mismo cabe decir de su demanda, como única condición para comprometerse en estas negociaciones, de que Israel prolongue indefinidamente la moratoria de construcciones en los asentamientos. Ni Israel la ha cumplido ni cabe esperar que vaya a ampliarla más allá del 26 de septiembre.
Por su parte, Netanyahu está desde el inicio de su mandato mucho más centrado, en el ámbito interno, en gestionar los difíciles equilibrios de un gabinete ministerial en el que los realmente convencidos de una paz justa son absoluta minoría. Cualquier avance en unas negociaciones sinceras supondría la caída del Gobierno y la vuelta a un proceso electoral de inciertos resultados. En el ámbito externo, su prioridad, además de evitar la ruptura del vínculo con Washington, es convencer a propios y extraños de la amenaza de Irán y de la necesidad de eliminar otras más reales como la que representa Hezbolá desde Líbano. Mientras tanto, la ocupación de los territorios palestinos y la fragmentación entre Gaza y Cisjordania le permiten asegurar un estatu quo beneficioso para sus intereses a corto plazo, a la espera de la ocasión para certificar definitivamente su dominio total de Palestina.
Visto así, el riesgo más evidente es que estas negociaciones deriven de inmediato en un simple diálogo diplomático, en el que nadie se levantará de la mesa (para no tener que asumir el coste de romperlo) hasta que alguna nueva tragedia sirva como justificación. Si esto ocurre se habrá desperdiciado, tal vez, la última oportunidad de volver a hablar de paz por mucho tiempo.