No sé luchar, no sé resistir, no sé disparar… Sólo quiero salvar lo que queda de mi familia
Alberto Arce recibe el premio Anna Lindh
Artículo de Alberto Arce premiado en la categoría de «periodismo en conflicto» por su cobertura del ataque israelí a Gaza iniciado el pasado mes de diciembre.
Anna Lindh fue apuñalada en 2003, mientras ocupaba el cargo de Ministra de Asuntos exteriores de Suecia. Tras su muerte, y en su honor, se creó la Fundación Euro-Mediterránea para el diálogo entre culturas que lleva su nombre, y que engloba hoy a 43 países.
El pasado lunes se celebraba la II edición de los premios de Periodismo Mediterráneo Anna Lindh, en los que Alberto Arce, colaborador del IECAH, ha recibido el premio en su categoría de «periodismo en conflicto» por su cobertura del ataque israelí a Gaza iniciado el pasado mes de diciembre. El que sigue el texto publicado en el diario El Mundo por el que ha recibido el galardón:
«No sé luchar, no sé resistir, no sé disparar… Sólo quiero salvar lo que queda de mi familia»
El atronador ruido de una pareja de bombarderos F-16 acalla por un instante los lamentos en el improvisado velatorio. Balusha, con el brazo en cabestrillo y la cabeza vendada, recibe besos y abrazos. Apenas habla. Mira a su alrededor, aturdido, y de vez en cuando rompe a llorar.
Anwar Khalil Balusha, 37 años, se encuentra aún en estado de shock. Hace unas horas, ha perdido a cinco de sus hijas. No hay calor que lo consuele. La barba descuidada y varias capas de jerseys y chaqueta para combatir el frío húmedo que se apodera de la escena no impiden al desconsolado padre palestino sentirse un hombre desnudo ante la más cruel intemperie. Gaza bombardeada.
No ondea ninguna bandera en la carpa de la familia Balusha. Se palpa la humildad. El café es escaso y faltan los habituales dátiles que acompañan al duelo. Uno de los primos nos acerca hasta la silla del padre y, tras recibir nuestras condolencias, comienza su entrecortado relato. Hilvana monólogos inconexos sobre el momento en que todo se acabó. Le preguntamos por su familia, por las hijas perdidas, pero Anwar habla primero de su padre fallecido hace años. De cuando, allá por 1948, las aldeas de los palestinos, situadas en lo que hoy es el Estado de Israel, fueron destruidas. Gran parte de los habitantes de la franja de Gaza, como él, son refugiados provenientes de aquellas aldeas. La de Anwar se llamaba Al Majdal.
Esta vez no han sido las bayonetas, sino las bombas de los sofisticados F-16 las que han llevado la muerte a casa del palestino, levantada en el campo de refugiados de Yabalia, al norte de la machacada franja de Gaza. Si bien en 1948 ningún miembro de su familia falleció, en esta ocasión el desconsolado padre ha perdido a cinco hijas. Otras tres y un niño de 13 meses, junto a su mujer, se han salvado de puro milagro.
La de Balusha es una familia rota por el dolor. Un caso especialmente trágico. El primero de una larga lista de efectos colaterales, de víctimas civiles de esta nueva ofensiva israelí sobre la empobrecida franja. Siete de sus hijas (Tahreir, de 18 años; Imam, de 16; Ikram, de 14; Sammar, de 11; Samah, de 10; Deina, de ocho, y Jawahar, de cuatro) dormían en la misma habitación. De ellas, sólo han sobrevivido Imam y Samah, además de Mohammed, de 13 meses, y Barah, con tan sólo 14 días, que compartían cama con sus padres.
De la modesta casa en la que vivían únicamente han quedado en pie tres de sus cuatro paredes. La que aún se sostiene lo hace con el inmenso peso sobre ella de uno de los laterales de la mezquita de Imad Akel, el principal lugar de oración del campo de refugiados y cuyo nombre recuerda al del líder de Hamas asesinado por Israel en 1993. Al menos otros tres templos fueron bombardeados el 29 de diciembre, en torno a la una de la madrugada, en lo que muchos denominan ya como la noche de las mezquitas.
La entrada a la casa de los Balusha ha quedado totalmente inutilizada. Sólo se puede acceder a ella a través de una tienda contigua que también ha sido bombardeada. El suelo no es más que escombros.
Abriéndonos paso sobre los cascotes, el padre palestino nos acompaña y va recogiendo los restos de un triciclo destruido por los misiles. Entonces Anwar se pregunta en voz alta si éste es el tipo de armas [por la bicicleta] que Israel anda buscando para destruir. Llama al triciclo de sus hijas el tanque de los niños, tratando de articular un relato coherente en lo político, que la mayoría de los palestinos reproduce sistemáticamente ante cualquier extranjero. Pero su discurso no se sostiene. Apenas articula palabra. Un par de frases y retorna el silencio.
Unos pasos más adelante, debajo de un montón de piedras y barro, encontramos varias libretas escolares de las niñas. Dibujos animados de Mickey Mouse y la muñeca Barbie cubierta por un velo y un libro, Inglés para Palestina. Los cuadernos llevan escritos los nombres de las pequeñas. Al igual que otros niños de cualquier parte del mundo.
Anwar explica una y otra vez que la casa no tenía más que dos habitaciones y una diminuta cocina, junto a la que se encontraba el baño. No más de 40 metros cuadrados para 11 personas, repletos de humedad. Pero el hombre insiste en que, pese a ser muy humilde, era su casa, el fruto de su trabajo como ayudante de albañil. El lugar donde Tahreir, la mayor de sus hijas, le preparaba cada noche una pipa de agua y le gastaba bromas mientras se la fumaba. El lugar en el que la pequeña Deina, de ocho años, se sentaba junto a su madre en la cocina y aprendía a hacer el pan, a servir el té a gusto de los invitados y a preparar los tocados que luciría cuando comenzara a usar en público el hiyab (el velo islámico). La lavadora, que hace unas semanas Naciones Unidas les había regalado y que las hermanas gustaban de ver girar, es ahora pura chatarra.
Anwar Khalil toma aliento. Parece que fuera a desplomarse ante tanta destrucción y tanta muerte.
-¿Qué estaban haciendo ustedes cuando el misil les alcanzó de lleno dentro de la casa?
-Llevábamos varias horas metidos en la cama, despiertos por el frío y el miedo. Siete de mis hijas estaban en su habitación. Y los dos más pequeños dormían conmigo y con mi mujer…
A medida que va recordando, la voz del desconsolado padre palestino se apaga. Está agotado. Ya no le quedan ni lágrimas. Tras unos minutos en silencio y con mirada perdida, sigue recordando aquella noche de misiles sobre su casa del campo de refugiados de Yabalia, en Gaza.
-Cuando sentimos que la mezquita se desplomaba sobre nosotros, sólo me dio tiempo de arrastrar a mi mujer y a los dos pequeños a la calle. El resto de las niñas quedaron bajo un metro y medio de piedras reventadas. Estaban vivas, las oímos gritar e inmediatamente acudieron los vecinos. Luego vino una ambulancia. Tardaron más de una hora y media en llegar hasta ellas. A mano. Sin máquinas. Taheir aún estaba viva. Pudo haberse salvado si la hubieran sacado más rápido de entre los escombros.
-¿Trataron de refugiarse en algún lugar más seguro?
—Fuimos a casa de la familia de mi mujer. Pero eran 11 y no teníamos sitio ni comida para todos. Así que después del primer día de los bombardeos decidimos regresar a nuestra casa. Ahora ya no nos queda nada, estamos solos y Dios ha decidido llevarse a mis hijas. No tengo ilusión. No sé qué hacer.
Anwar, que dice enfadarse con facilidad -«Estoy enfermo y sin trabajo»- se ganaba la vida en lo que podía, ayudando a otras familias en la construcción de sus casas. Pero desde hace ocho años no encuentra trabajo y depende de la ayuda de organizaciones religiosas y de las raciones de comida que la ONU envía a la franja. «Desde hace tiempo los alimentos no llegaban y nos echaban una mano los vecinos. No teníamos leche, ni azúcar, ni aceite, ni harina… En el campo de refugiados muchas familias están en la misma situación», se lamenta Balusha.
Tratamiento medico
No le importa quien sea aquí el terrorista, si él o quienes han enviado los mortíferos aviones. Es tan sólo un padre que acaba de perder cinco hijas y no alcanza a comprender el motivo.
-Me siento psicológicamente muy débil. Me enfado con facilidad. Tengo muchos problemas y recibo tratamiento desde hace mucho tiempo- reconoce el padre.
No es el único. Estos días la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha expresado públicamente su preocupación por el impacto que el bloque israelí puede generar en la salud mental de la población palestina en la franja de Gaza. «La pobreza, el paro, el aislamiento, la ausencia de esperanza o la falta de educación, aumentan los trastornos mentales, especialmente entre los jóvenes», denuncia el responsable del programa de salud de la OMS en los territorios palestinos, John Jenkins. De hecho, «son cada vez más los palestinos que sufren depresión, ansiedad crónica o síndrome de estrés postraumático. Y entre los niños han aumentado también los problemas de comportamiento y concentración», asegura el psicólogo Marwan Diab, del centro de salud mental de Gaza. [Las autoridades israelíes han impedido a varios médicos extranjeros entrar en los territorios palestinos para brindar su ayuda].
Llueve sin cesar sobre el campo de refugiados de Yabalia. Humedad, frío y calles convertidas en auténticos barrizales por donde los niños caminan descalzos o en sandalias de playa. Muchos de ellos se valen de cubos de plástico para ayudar en el desescombro de tiendas y viviendas. Sentado en una silla de plástico, bajo la improvisada carpa que sirve de velatorio, Anwar Khalil Balusha saca fuerzas de flaqueza:
-No sé luchar, no sé resistir, no sé disparar… Sólo quiero salvar lo que queda de mi familia.
-¿Es usted de algún partido? Israel asegura que sólo ataca a los miembros de Hamas.
-La política no me interesa. Nunca he ido a pedir ayuda a Hamas, ni a Al Fatah, ni a nadie. Sólo a la mezquita y a la familia de mi mujer y a los vecinos. ¿Tú crees que si yo fuera un miembro de Hamas viviría en estas condiciones, en una casa donde entraba el agua de la lluvia y no tenía comida?
Balusha hace una pausa, respira hondo y saca a la luz toda la rabia que lleva dentro.
-Ahora quiero que los criminales sean juzgados. Sólo pido justicia. Cuando alguien mata lo detienen y lo llevan ante el juez, que lo condena y lo mete en la cárcel. Sé que eso es justo. Y eso es lo que me enseñaron que sucedería si algún día alguien nos hacía daño. Sólo quiero volver a reunir a mi familia [su mujer y sus hijos sobreviven con sus suegros] y un hogar en el que comenzar de nuevo.
El hombre nos conduce a la casa donde su esposa se encuentra pasando el duelo junto al resto de mujeres del campo de refugiados. No quieren dejarle entrar. El espacio femenino suele estar vedado a los hombres. Él grita y discute.
En la oscuridad casi total, 30 mujeres lloran sentadas en el suelo. Sameira, su esposa, también con la cabeza vendada por las heridas del bombardeo, está en el centro con Mohammed en brazos y Barah, de 14 días, envuelto en una manta, a su derecha. «Tahreir era el espíritu de la casa», recuerda la madre, que habla sin recato de cómo la mayor de sus hijas era la única que podría haberles sacado de la miseria: quería estudiar medicina. La joven Tahreir -seria y madura, a decir de la familia- había convencido a su padre para que la apoyase en los estudios. Todos trabajarían para que ella pudiera cumplir su sueño.
Lamentablemente, la familia Balusha no es la única que pierde a sus hijos. Sólo 24 horas después de escuchar desde la terraza del hospital Al Awda el zumbido y posterior explosión del misil que mató a las cinco hijas de este palestino, en el campo de refugiados de Beit Lahie, situado a escasos dos kilómetros del de Yabalia, fuimos testigos de cómo la familia Hamadan depositaba a sus hijos moribundos en brazos de los médicos. Lama, de cuatro años, entraba cadáver en el hospital.
Haya, de 12, moría tras unos tensos e infructuosos 10 minutos de reanimación. Y su hermano Ismail fallecía pocas horas después. [Horas después, jueves, Israel anunciaba la eliminación del líder de Hamas, Nizar Rayan. Con él eran asesinados su esposa, sus cuatro hijos y cuatro primos, además de otras seis personas que caminaban por la calle].
En la carpa del velatorio de los Balusha, el padre, impotente, sigue llorando a sus cinco hijas. «No sé luchar, no sé resistir, no sé disparar…».