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Máxima tensión en Corea

kOREA

(Para Radio Nederland)

Aunque las señales más visibles apuntan a una confrontación militar directa entre las dos Coreas, una lectura más detallada de lo que allí ocurre actualmente lleva a una conclusión diferente.

En todo caso, el gran número de factores en juego y lo impredecible del comportamiento de algunos actores- sobre todo de Corea del Norte- obliga a ser extremadamente cautelosos a la hora de establecer conclusiones definitivas en un escenario de máxima tensión como el coreano.

Tanto los mensajes enviados como los movimientos efectuados por Pyongyang y Seúl, desde que hace una semana se diera a conocer el resultado de la investigación internacional sobre el hundimiento de la corbeta surcoreana Cheonan (el pasado 26 de marzo), siguen fielmente el guión de la escalada militar. No deja de sorprender que el último régimen estalinista del planeta llame a la «guerra santa», mientras niega toda responsabilidad en un hundimiento que provocó 46 muertos.

Seúl, por su parte, se ha apresurado a solicitar a su vecino del norte que reconozca su responsabilidad en el ataque de uno de sus submarinos y la aplicación de sanciones por parte del Consejo de Seguridad de la ONU. Simultáneamente, los norcoreanos han negado su implicación y han movilizado a cuatro submarinos desde su base de Chaho, en tanto que los surcoreanos han iniciado unas maniobras navales en el Mar Amarillo con diez buques de guerra. Si estos últimos han suspendido todas las relaciones comerciales, aquéllos han expulsado a miles de surcoreanos y han anulado las salvaguardas que garantizaban la seguridad de sus vecinos en territorio norcoreano y la gestión de movimientos navales en las aguas compartidas por ambos para evitar accidentes de cualquier tipo.

Estos movimientos se añaden a una situación bien conocida desde 1953, con ambos países fuertemente armados (en torno a unos 700.000 soldados cada uno). En la ecuación militar entre ambos contendientes Pyongyang dispone de una considerable ventaja estratégica, gracias a los miles de cohetes y misiles de sus fuerzas armadas que tienen bajo su alcance a una megápolis como Seúl, situada a menos de 100 kilómetros de la zona desmilitarizada que los separa desde la firma del armisticio que puso fin a los tres años de guerra abierta hace seis décadas. A día de hoy nada realmente efectivo, salvo el poder disuasorio de la presencia estadounidense, ha permitido a los surcoreanos dormir tranquilos con un vecino de esas características (a las que cabe añadir, desde 2004, su demostrada capacidad nuclear).

En primera instancia el conjunto de esas señales y acciones son netamente provocadoras y belicistas y es obvio que, si no se controlan adecuadamente, pueden llevar a una espiral que acabe por descontrolarse. Ese control es precisamente lo que parecen empeñados en conseguir los dos principales valedores de ambos países. Por un lado, Estados Unidos se ha visto impelido a cumplir con todas las exigencias del guión que lo define como el escudo protector de Seúl. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha vuelto a reiterar el compromiso con la seguridad de Corea del Sur- donde mantiene permanentemente desplegados unos 28.500 soldados-, ha mostrado su voluntad de recurrir al Consejo de Seguridad de la ONU para aprobar nuevas sanciones contra Pyongyang y también ha escenificado unas mínimas maniobras conjuntas con su aliado.

Pero, simultáneamente, ha procurado evitar que la inicial escalada militarista desemboque en un conflicto abierto (un supuesto que no le interesa en modo alguno, mientras sigue empantanado en Iraq y Afganistán y se encuentra lejos de resolver la crisis iraní). Para Washington, igual que para Seúl, la guerra no es una opción realista.

China, por su parte, vuelve a hacer gala de su manejo de los tiempos, apuntando por un lado que aún no ha podido llegar a una conclusión que permita definir las responsabilidades del hundimiento y, por otro, pasando factura por el hecho de no habérsele permitido participar en el equipo internacional que acaba de emitir su dictamen. Pekín, no lo olvidemos, es el principal (y casi único) valedor de Pyongyang; y nada efectivo podrá hacerse si no se cuenta con su colaboración. En su interés está evitar una guerra que le haría perder unos activos que van mucho más allá de las relaciones comerciales que mantiene con Corea del Norte.

No se trata de ningún afán pacifista, sino de un mero cálculo entre ganancias y pérdidas. Mientras que las primeras brillan por su ausencia- la guerra le obligaría a alinearse con Pyongyang de manera difícilmente justificable para quien quiere ser visto como un promotor de seguridad a escala planetaria-, las segundas son suficientemente poderosas como para convertir a China en un freno a cualquier deriva violenta. Le interesa mucho más el mantenimiento del statu quo actual que un Seúl victorioso – lo que equivaldría a perder un colchón amortiguador frente a Washington- o un Pyongyang colapsado- con la consiguiente oleada de refugiados en territorio chino. Además, perdería asimismo una interesante baza en el escenario internacional, que desde hace tiempo le garantiza un notable protagonismo en cualquier intento de resolver los problemas provocados por un actor tan escurridizo como el régimen liderado por el inefable Kim Jong-il. Mientras ese régimen se mantenga, Pekín tiene asiento privilegiado en cualquier marco de negociación y, de ese modo, se incrementa su peso internacional en un momento en el que se están configurando las reglas de juego de un incipiente G-2 (conformado por EE UU y la propia China).

Visto de ese modo, cabe imaginar que durante unos días seguiremos asistiendo a una escenificación aparentemente belicista, vigilada tras el telón por Washington y Pekín, dos actores inmersos en su propio pulso por definir su actual peso en la escena mundial. Qué así sea.

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