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La paz palestino-israelí: ¿negociación o imposición?

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El encuentro entre Ariel Sharon y George W. Bush en Washington del pasado día 14 de abril, en medio del asesinato perpetrado por el ejército israelí de los dos últimos líderes del Movimiento de Resistencia Islámica (Hamás), supone un giro en la política exterior estadounidense. El explícito apoyo a las posturas del gobierno israelí hace aún más probable un incremento de la violencia entre palestinos e israelíes y un mayor antiamericanismo entre las poblaciones árabes y musulmanas en Oriente Medio.
Más que objetivo militar, el asesinato de los líderes de Hamás, Ahmed Yasin primero y Abdelaziz Rantisi hace unos días, han tenido un objetivo político. Es evidente que la desaparición de sus cabecillas no acabará con este grupo. Su arraigo y apoyo popular no se basa en un caudillaje unipersonal, sino en su enorme trabajo social en un entorno de corrupción gubernamental que tiende a la anarquía desde el inicio de la Intifada Al Aqsa. No es secreta la larga cadena de centros asistenciales relacionados con Hamás, tanto en Cisjordania como en Gaza, donde goza de mayor arraigo En su red de orfanatos, centros juveniles, clínicas o dispensarios, se presta ayuda de diversa índole a la creciente población desfavorecida, incluidas las familias de los llamados combatientes y mártires. Respecto a su brazo militar, desde su creación a finales de los ochenta, este grupo islamista está organizado en células que trabajan con bastante independencia unas de otras, precisamente para mantenerse operativas aún tras la muerte o captura de algún miembro.
En consecuencia, los asesinatos de Yasin y Rantisi son principalmente un golpe de efecto y una advertencia contra el propio Arafat. En primer lugar, si Sharon cumple su promesa y se retira finalmente de Gaza, Israel pretende que dicho paso no sea visto como símbolo de debilidad política o militar. La retirada del sur libanés en 2000 fue interpretada por muchos árabes como una derrota de Tel Aviv, y Sharon no quiere que esta vez su retiro aliente la interpretación de que sólo la resistencia armada -Hezbolá en el caso libanés- puede obligar a Israel a retirarse de los territorios que mantiene ocupados militarmente desde 1967. En segundo término, los asesinatos son una amenaza al propio Yaser Arafat, cuya posible desaparición no puede traer más que una mayor violencia en la zona y desencadenar una revuelta civil en los Territorios. Aún si se le respeta la vida, la muerte de los dirigentes de la mayor fuerza opositora a Al Fatah (principal organización dentro de la OLP, encabezada por el propio Arafat), ha provocado otra vuelta de tuerca en la atomización política de los palestinos, donde algunas voces islamistas piden ya romper cualquier lazo con la Autoridad Nacional Palestina, por considerarla incapaz de velar por los intereses de su pueblo. En esencia, parece que la estrategia de Ariel Sharon consiste en debilitar lo más posible a los palestinos para quebrar definitivamente su resistencia o, al menos, arrancarles un acuerdo de paz muy favorable a Israel, si se ve en algún omento obligado a volver a una mesa de negociaciones, y que no satisfaga mínimamente las aspiraciones de la parte palestina.
La reciente visita de Sharon a Washington y el inequívoco respaldo recibido por parte de Bush a sus últimas acciones y pretensiones, parecen confirmar esta interpretación de los hechos. A la justificación estadounidense de los asesinatos selectivos, alegando el derecho a la autodefensa de Israel (mientras el resto de las naciones los han calificado de ilegales, injustificados o, al menos, de contraproducentes), se añade el apoyo a la construcción del muro que separa y aísla Cisjordania de Israel, a la anexión definitiva de los asentamientos judíos en Cisjordania y a la negación del derecho al retorno de los refugiados.
No obstante, tanto Tel Aviv como Washington deberían tomar en cuenta la nula aceptación del pueblo palestino a cualquier intento de imponer una paz que se aleja de las resoluciones de Naciones Unidas y, al mismo tiempo, imposibilita la creación de un Estado palestino viable e independiente. Ninguna solución que se imponga por la fuerza, a costa de los derechos básicos de los palestinos, podrá fructificar. Arafat es consciente de ello y por eso ha vuelto a llamar a la resistencia contra los acuerdos alcanzados en Washington. Las concesiones dolorosas (término al que los gobernantes israelíes recurren constantemente) tienen un límite y el raís palestino jamás lo traspasará, aunque sólo sea porque sabe que estaría solo en ese trance.
Del mismo modo, Sharon y Bush no deberían sobrestimar la estrategia de hechos consumados y el uso de la fuerza, como medios para arrancar a los palestinos un acuerdo de paz. Ni Arafat ni ningún otro líder palestino tienen el respaldo político y moral para firmar cualquier documento que implique la renuncia palestina al retorno de los refugiados y a más territorio cisjordano. No se les puede exigir a los palestinos, quienes aspiran a crear un Estado sobre apenas el 22 por ciento del territorio de la que consideran su patria histórica, que renuncien a más terreno debido a la proliferación incesante de asentamientos israelíes. Ni tampoco se le puede demandar a los refugiados, la mitad del pueblo palestino, que renuncien definitivamente a volver a sus hogares y se conformen, en el mejor de los casos, con volver a un hipotético Estado palestino, que probablemente nacería superpoblado, política y económicamente débil y territorialmente fragmentado.
Aunque se requiere la presión internacional para resolver uno de los conflictos más antiguos de nuestra historia reciente, en ningún caso se podrá imponer una solución real y efectiva si es avalada exclusivamente sólo por quien ha sido juez y parte en él, es decir, por los Estados Unidos. Ante la aparente imposición estadounidense de un acuerdo de paz que inevitablemente quedaría en papel mojado, se requiere la vuelta urgente a la Hoja de Ruta, contando con la participación activa del Cuarteto (ONU, los Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea). Los acuerdos alcanzados en Washington entre Bush y Sharon la semana pasada eliminan más de medio siglo de legislación internacional generada en el seno de Naciones Unidas a favor de los derechos de los palestinos. Por el contrario, la Hoja de Ruta, aceptada con reservas por ambas partes, toma como hilos conductores la Conferencia de Madrid, las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU 242, 338 (que piden la salida israelí de los territorios ocupados en 1967 y una solución justa a la cuestión de los refugiados) y 1.397 (que clama por una solución al conflicto basada en dos Estados, Israel y Palestina, viviendo uno al lado del otro, con fronteras seguras y reconocidas).
Esta solución no es sólo la más deseable, sino probablemente la única que pueda, finalmente, ser la base para construir un Oriente Medio estable. La solución del conflicto palestino-israelí influiría sin duda en el ánimo de los pueblos arabo-musulmanes y restaría argumentos a los numerosos grupos islamistas que proliferan en la zona, incluida Al Qaeda. Asimismo, la paz justa sería, si no la clave, al menos un factor determinante en los pendientes procesos de democratización regional. Baste recordar como, durante décadas, regímenes como el sirio han venido sosteniendo que el estado de guerra con Israel le obliga a mantenerse militarizado y a restringir las libertades y derechos de sus ciudadanos. La paz en la zona ayudaría, muy especialmente, a desmontar este tipo de discursos y a abrir nuevas vías hacia sociedades más abiertas.
Mientras Iraq se parece cada vez más a Vietnam y el antiamericanismo crece entre los pueblos árabes, la decisión de Bush de adherirse a las tesis de Sharon enrarece más el clima político en Oriente Medio. Una «paz» basada en el asesinato, la asfixia económica y el asedio a los palestinos, es decir, poco menos que mediante la aniquilación de todas sus esperanzas de constituirse en un Estado independiente, sólo agravará la inestabilidad regional.

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