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La campaña de Irak y los intereses de Estados Unidos

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(Para El Correo)
Aunque el afán simplificador al que parece empujarnos el enloquecido ritmo de las sociedades desarrolladas actuales gusta de presentar las cosas en términos casi infantiles, una campaña militar como la que se está ya desarrollando en Iraq es cualquier cosa menos simple. De ahí que no sirva de mucho plantear un nuevo modelo de seguridad, como pretenden Washington y Madrid, en términos de «con Bush o con Sadam». Por la misma razón, tampoco se puede explicar la complejidad de la crisis actual en torno a Iraq de manera monocausal.

Un mínimo intento de identificar las motivaciones que están tras la ofensiva diplomática y militar que está liderando la actual administración estadounidense llevaría a detenerse en un conjunto de variables internas y externas, lógicamente interconectadas. Entre las primeras cabe destacar el afán por canalizar el sentimiento de venganza tras el 11-S, transmitiendo la idea de que era necesario inmediatamente hacer algo de efecto contundente para evitar un nuevo atentado de esa naturaleza (con una respuesta que sólo podía ser militar); el intento, exitoso, de desviar la atención de la opinión pública sobre la mala situación económica y los sucesivos escándalos financieros, centrando el debate electoral hasta el pasado noviembre en la amenaza iraquí; y la apuesta por incrementar los presupuestos de defensa con la intención de alimentar el complejo militar-industrial como motor de salida de la posible recesión económica. Entre las segundas- y desde la perspectiva de quien ha tomado conciencia de su poderío inigualable en el terreno militar, económico, tecnológico y cultural-, se percibe un esfuerzo explícito por provocar un salto cualitativo que haga impensable la aparición de otro actor político a nivel mundial con capacidad para limitar en las próximas décadas su liderazgo (con la Unión Europea al fondo). Asimismo, se persigue simplificar la agenda de seguridad internacional en torno a dos temas (terrorismo internacional y proliferación de armas de destrucción masiva) que permiten mantener un prolongado clima de inestabilidad mundial («será una guerra larga») frente a los que, se insiste, sólo cabe reaccionar dando protagonismo a los instrumentos militares. Esta fachada permite a EEUU defender sus intereses nacionales haciéndolos pasar por intereses mundiales y, por otra parte, aprovechar su innegable superioridad militar para seguir definiendo en cada caso la agenda de la seguridad y los casos en los que se impone una intervención militar, para lo cual interesa, al mismo tiempo, debilitar a los imperfectos organismos multilaterales existentes (sea la ONU o la OTAN). En esa misma línea, cabe destacar la oportunidad que tras el 11-S se le presentó a EEUU para actuar en Afganistán, donde los talibanes ya habían demostrado su incapacidad para convertirse en los pacificadores de un territorio convulso y que resultaba importante para preparar una salida a las riquezas petrolíferas del Mar Caspio hacia el Océano Índico, a través de Paquistán (de ello es buena muestra el acuerdo firmado, el pasado 27 de diciembre, entre los máximos dirigentes de Turkmenistán, Paquistán y Afganistán, para la construcción de un gasoducto). Se trataba, en definitiva, de una tarea que ya había sido diseñada anteriormente pero que, en ese nuevo contexto, aparecía como inevitable y urgente.

Lo mismo puede decirse, en gran medida, de Iraq. Tras la política de contención diseñada por la anterior administración de Clinton, se constata el fracaso cosechado en tanto que Sadam Husein ha superado la etapa más crítica de su liderazgo, reprimiendo a sus adversarios internos (kurdos y shiíes) y canalizando el sufrimiento de su población hacia quienes han impuesto un régimen de sanciones sin fecha de finalización (ONU, EEUU y Gran Bretaña). A partir de ese convencimiento, se abre paso la necesidad de provocar un desplazamiento del poder de quien es percibido como un posible aliado de elementos terroristas con capacidad de actuación en cualquier lugar del planeta. Se percibe también la oportunidad de redibujar el mapa de la región, en un momento en el que el modelo de relaciones con Arabia Saudí ha llegado al colapso, a partir de la constatación de sus implicaciones en el apoyo al entramado de Al Qaeda y la difusión de un islamismo antioccidental que no excluye la violencia. Dicho de otro modo: aunque Iraq no constituye actualmente una amenaza inminente a la seguridad internacional, se presenta la oportunidad, y la necesidad, de actuar en la zona para seguir defendiendo intereses propios.

Entre esos intereses, e insistiendo nuevamente en que es preciso huir de todo intento de explicación monocausal, ocupa un lugar fundamental la cuestión de los hidrocarburos. Oriente Medio acapara el 75% de todas las reservas mundiales de petróleo y un porcentaje similar de las de gas natural. Existe un consenso unánime alrededor de la idea de que: los modelos económicos de los países desarrollados seguirán descansando fundamentalmente, al menos en las próximas tres décadas, en la explotación de los hidrocarburos (a pesar de los esfuerzos por promover energías alternativas); los países occidentales, que prevén un sostenido incremento de su demanda energética, seguirán siendo deficitarios en este ámbito (la Unión Europea se enfrenta a un pronto agotamiento de los yacimientos noruegos y del Mar del Norte y EEUU estima que no podrá cubrir más allá del 40% de sus necesidades con su propia producción); y la importancia de Oriente Medio (con el añadido del Mar Caspio) como fuente de suministro no hará más que aumentar, por mucho que sea el esfuerzo en localizar áreas alternativas (Rusia, África Subsahariana, Latinoamérica).

Desde esa perspectiva, es evidente el interés por tratar de controlar la evolución de la zona. De los aproximadamente 77 millones de barriles de petróleo que se mueven cada día en el mundo, la OPEP (en la que están representados todos los países productores de la región, incluyendo a Iraq) aporta unos 26, de los cuales casi 10 son puestos en el mercado por Arabia Saudí. Este último país ha sido durante el último medio siglo el actor fundamental del mercado mundial, no sólo por su enorme volumen de producción sino también por su capacidad para incrementar en un plazo muy corto su extracción (con capacidad, por tanto, para poder modificar la oferta y, en consecuencia, los precios de este vital recurso). EEUU se ha encargado durante ese período de garantizar su seguridad, fundamentalmente amenazada por líderes panarabistas laicos como el egipcio Gamal Abdel Nasser, primero, y Sadam Husein, posteriormente, empeñados en poner fin a unas monarquías contrarias a los intereses árabes (fueran éstos los que fueran). En esa interrelación interesada, EEUU ha defendido siempre a su aliado saudí, al margen de cual fuera su comportamiento en el terreno democrático, en relación con la mujer o en la difusión del wahabismo (movimiento extremadamente rigorista del islamismo).

Ahora, una vez que ha quedado de manifiesto que las fracturas internas de la casa de los Saud pueden desestabilizar al país y que no es posible seguir cerrando los ojos al apoyo que ha venido prestando a elementos terroristas, Al Qaeda incluido, se plantea la conveniencia de modificar las reglas de juego. Un juego que pretende seguir conservando un amplio dominio sobre las reservas energéticas de la zona, no porque EEUU dependa tanto de ellas (es mayor el nivel de dependencia de Japón y de la Unión Europea) sino, sobre todo, por el hecho de que su control le confiere a Washington una baza, cada vez más importante, en sus relaciones con el resto del mundo desarrollado necesitado de esas materias primas. Iraq no puede sustituir a Arabia Saudí (su producción apenas alcanza actualmente los 2 millones de barriles/día y aunque se estima que podría llegar a los cinco millones para finales de esta década, sería necesario un ingente esfuerzo inversor para modernizar sus infraestructuras, que no rendiría frutos de manera inmediata). Pero sí puede- desde su posición como segundo país del mundo en reservas petrolíferas (11% frente al casi 30% de Arabia Saudí) y en manos, directa o indirectamente, de EEUU- posibilitar un desplazamiento paulatino de los suministradores saudíes, haciéndoles ver su necesidad de acomodarse a los designios de Washington ante el peligro de verse marginados o dejados a su suerte (lo que podría traducirse en graves problemas para el actual régimen).

La guerra por el dominio del petróleo (y del gas) explicaría también las distintas posiciones que están adoptando actualmente Francia y Rusia, interesadas en defender los contratos que han ido estableciendo sus empresas con el régimen de Sadam Husein y temerosas de que un control estadounidense de Iraq se traduzca en un olvido de los compromisos adquiridos a favor de las compañías promovidas por Washington, hasta ahora ausentes de territorio iraquí por imperativos de la política de contención diseñada desde la operación Tormenta del Desierto. ¿Alguien se acuerda, mientras tanto, de que hay un pueblo sufriendo? ¿A alguien interesa detener un conflicto que supondrá, en caso de que se cumplan las negativas previsiones que anuncian una campaña militar a corto plazo, el debilitamiento extremo de la ONU, dejando, una vez más, los asuntos mundiales en manos de los más fuertes?

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