La apuesta incondicional de China en África Subsahariana
El otorgamiento a China de cuatro licencias de extracción petrolífera en Nigeria, a cambio de una inversión de 3.200 millones de euros en infraestructuras, es un buen ejemplo de la política de aquel país en África subsahariana. En su desesperada búsqueda de petróleo (31% de las importaciones mundiales, con un consumo de hidrocarburos que se puede duplicar en menos de 20 años) y otros recursos naturales, China desembarca a golpe de talonario, desarrollando sectores tradicionalmente marginados por la ayuda occidental, con medidas de apoyo al comercio exterior y condonación de deuda, y con un discurso de país en vías de desarrollo víctima en el pasado de la opresión colonial con el que se identifican plenamente muchos regímenes africanos.
Si a lo anterior se le añade la máxima del gobierno chino de no interferir en los asuntos internos africanos, se comprende perfectamente el entusiasmo con el que los mandatarios chinos y sus empresarios son recibidos en la región más pobre del mundo (cerca de un 50% de sus 700 millones de habitantes viven con menos de un dólar diario), con una riqueza extraordinaria en recursos naturales y en la que, además, abundan los gobiernos autoritarios y represores. El número de empresas chinas en la región ha aumentado un 60% en los últimos cinco años y su comercio exterior- no exento de tensiones, sobre todo en el textil- se ha duplicado en el último bienio.
Desde una perspectiva que tome en consideración la democratización, el bienestar general de la población y el respeto de los derechos humanos, el principal problema de esta aproximación china deriva del hecho de que se trata de una ayuda incondicional que no entiende de ninguna premisa relativa al buen gobierno y que supone una tabla de salvación para regímenes de nefasta reputación, como los de Sudán y Zimbaue, y para unas elites expertas en sacar el máximo partido a la ayuda externa en su propio beneficio. A modo de ejemplo cabe destacar que China es el primer inversor en la industria petrolífera de Sudán (de donde proviene el 8% de sus importaciones energéticas), desde que en 1997 aprovechó el hueco dejado por las empresas occidentales, que abandonaron el país debido a fuertes presiones internacionales por las masivas violaciones de los derechos humanos. Desde entonces, no sólo ha abastecido de armas al gobierno de Jartum sino que además obstaculizó, en plena crisis del genocidio de Darfur, una resolución condenatoria contra los gobernantes sudaneses por parte del Consejo de Seguridad de la ONU. También el presidente de Zimbaue, Robert Mugabe, sancionado por la comunidad internacional por las mismas violaciones, le debe mucho al gobierno chino. Éste ha obtenido importantes concesiones mineras a cambio de ayuda económica, con un discurso revestido de ayuda humanitaria pero que queda desacreditado por su apoyo armamentístico y de represión a las libertades civiles. El apoyo chino se extiende, asimismo, a otros gobiernos antidemocráticos, como el de Etiopía (donde China está construyendo la mayor presa del continente), Uganda o República Centroafricana.
El impulso chino ha llegado también a Angola (que en 2008 podría convertirse en el primer productor de crudo africano, por delante de Nigeria), donde ha contribuido a aliviar las presiones del Fondo Monetario Internacional para que el gobierno de Dos Santos, uno de los más corruptos del mundo, gestione con mayor transparencia los ingresos del petróleo. La clave ha sido en este caso un préstamo sin intereses de 2.000 millones de dólares, destinado a proyectos de reconstrucción (en los que un 70% de las empresas adjudicatarias serán chinas) y la correspondiente adjudicación de una licencia de explotación a la petrolera estatal china. Además de Angola (de donde proviene el 13% de las importaciones chinas de materias primas energéticas), dicha compañía está presente en Guinea Ecuatorial, Chad y Gabón.
A esto se une, en otros ámbitos de actuación, las importantes inversiones mineras en Zambia y República Democrática del Congo, la tala intensiva de madera en varios países (con frecuencia ilegal; en una práctica que implica también a algunas empresas occidentales) y numerosos acuerdos de cooperación con aquellos países que no reconocen a Taiwán.
El impacto de una presencia de este nivel- que todavía está en su etapa inicial- anuncia ya la necesidad de reajustar la agenda internacional. Para hacerse una idea de su trascendencia es preciso vincular todo lo referido anteriormente con los principales rasgos de la región, a saber, una gran fragilidad institucional, una enorme dependencia externa (la ayuda exterior y la explotación de los recursos son una fuente primordial de ingresos y el factor que determina las luchas por el poder y los entramados sociales que lo sustentan) y una profunda interrelación entre países vecinos, cuya inestabilidad trasciende los límites de las fronteras estatales. La gravedad de la cuestión resulta meridiana si, además, se tiene en cuenta que la riqueza en recursos naturales (sobre todo en petróleo), combinada con una política de las potencias occidentales y sus multinacionales sustentada casi exclusivamente en los negocios, sólo ha servido hasta la fecha para que las elites gobernantes aplacen indefinidamente las reformas de unos modelos manifiestamente mejorables.
Ante la posibilidad de que esta imparable ofensiva china produzca desencuentros contraproducentes para los intereses de los países occidentales y, sobre todo, para quienes habitan esa región parece aconsejable establecer un diálogo regular que permita aunar criterios y estrategias, al tiempo que lleve a compartir experiencias en materia de cooperación internacional, buscando ámbitos de colaboración conjunta y apostando por proyectos que atiendan a las auténticas necesidades de los africanos. Se trata de un acercamiento que puede aprovechar, por ejemplo, proyectos que China ya viene realizando en la diferentes países africanos- como el apoyo a las colectividades locales o los relativos a las telecomunicaciones (en Nigeria), a la lucha contra la malaria (en Uganda) o a las misiones de paz (con 900 soldados a finales de 2005)- son buenos indicadores en esta línea.
Aunque ahora hace bien en preocuparse porque China no frustre los postulados democráticos y de buen gobierno del Nuevo Partenariado para el Desarrollo de África, tema estrella en la agenda de la propia Unión Africana, es preciso reconocer que Occidente no ha estado normalmente a la altura de las circunstancias. Ha llegado la hora de que los países occidentales se replanteen sus esquemas de relación con esta enorme región africana, yendo más allá de expresar su evidente inquietud ante el progresivo protagonismo de China en todo el continente. Aunque sólo sea, entre otras cosas, para hacer frente a deseos como el expresado por el presidente nigeriano Obasanjo, quien, en el marco de una recepción a su homólogo Hu Jintao, manifestó su anhelo de que “China dirija el mundo”.