Irak, negociación postelectoral tras bastidores
(Para El Correo)
En línea con los insuperables ‘macguffin’ que el maestro Alfred Hitchcock introducía en muchas de sus películas, engatusando al espectador con algo que no era realmente relevante para la trama, los resultados de las elecciones legislativas del pasado día 7 en Iraq tampoco deberían ser considerados el asunto central de la historia que se está desarrollando en ese país.
Lo previsible, a tenor de lo que se va filtrando, es que de las 86 formaciones políticas que se presentaban a los comicios, únicamente tres a nivel nacional y otras tres en las regiones kurdas del norte terminarán acaparando el poder en juego. Si se cumplen las previsiones, el vencedor formal será el actual primer ministro, Nuri al Maliki, al frente del Estado de la Ley, coalición básicamente chií laica, con añadidos suníes y hasta kurdos para dotarla de un perfil no sectario. Junto a él estarán Ibrahim al Safari, a la cabeza de la Alianza Nacional Iraquí -en la que convergen tanto el poderoso Consejo Supremo Islámico, como las huestes de Muqtada al Sader, lo que sigue otorgando a Irán una magnífica plataforma desde la que seguir influyendo en su vecino-, e Iyad Alawi, con su Movimiento Nacional Iraquí, también conocido como Iraqiya, en un intento por recuperar cuotas de poder para los hasta ahora marginados suníes, aunque pretende ser visto como una instancia no sectaria. En el terreno kurdo, los tradicionales ostentadores del notable poder autonómico que Washington (no Bagdad) les concedió hace más diez años -el Partido Democrático del Kurdistán, de Masud Barzani, presidente de la región kurda, y la Unión Democrática del Kurdistán, de Jalal Talabani, presidente de Iraq- tendrán que dar acomodo al recién creado Cambio, aunque eso no va a poner en peligro su común interés por marcar distancias con cualquier pretensión del Gobierno central por recortar sus aspiraciones.
Cabe imaginar que el anuncio de los resultados finales irá seguido de un aluvión de denuncias de fraude -ya han comenzado a producirse-, lo que retrasará el proceso de conformación de un nuevo gobierno hasta bien entrado el verano. Es en ese punto en el que interesa concentrar la atención, porque de ahí se derivarán unas negociaciones, en las que no serán los votos sino los intereses de los actores internos y externos los que prevalezcan para sacar tajada de la tarta que está a punto de repartirse.
Por una parte, todo hace suponer que los chiíes seguirán controlando la mayor parte de dicha tarta, para satisfacción de Irán y para desagrado de EE UU. A pesar de su aparente fragmentación, parece que entre Maliki y Safari existe un acuerdo preelectoral para ir por separado a las urnas y volver a confluir posteriormente en el futuro gobierno. Lo que estaría en juego entre ellos, en todo caso, es cuál de los dos se colocará a la cabeza del gabinete ministerial y el reparto interno de algunas carteras. Su peso demográfico (60% de la población) y la imposibilidad de sus oponentes de superar las fracturas sectarias les permiten dirimir esa pelea de egos sin que peligre su control del aparato estatal.
Los suníes, por su parte, han aprendido la lección de lo que significó su boicot de las elecciones de 2005, seguido de una marginación prácticamente absoluta en todos los órdenes. Una vez que Washington se volvió hacia ellos en su intento por contrarrestar el poder chií (o, lo que es lo mismo, el influjo de Irán) y por reducir el riesgo de los insurgentes y terroristas que amenazaban con arruinar su estrategia de control del país, los líderes suníes se esfuerzan ahora por volver a tocar poder. El problema para ellos es que sólo son el 20% de la población (no pueden contar con los kurdos, el 20% restante, que, aunque suníes en su inmensa mayoría, anteponen su clave étnica para apostar por los suyos en pos de su eterno sueño de tener un Estado propio). En todo caso, el respaldo de Washington es una baza nada desdeñable para hacer valer sus reclamaciones en la encarnizada batalla que comienza a perfilarse en la Alta Comisión Electoral Independiente.
Recordemos que hasta el propio vicepresidente estadounidense, Joseph Biden, visitó Bagdad en vísperas de que comenzara la campaña electoral para frenar la descalificación de muchos candidatos suníes, acusados de pertenencia al antiguo partido Baaz, pilar fundamental del poder de Sadam Husein. Si los suníes vuelven a quedarse fuera de juego, la estrategia de Washington se resquebraja por su base, en la medida en que esa marginación se traduciría en más violencia, precisamente lo que EE UU trata de evitar para poder rebajar su presencia militar a partir del 1 de septiembre (aunque dejando todavía 50.000 soldados sobre el terreno).
En un plano todavía menos visible, pero más trascendente, se va perfilando el futuro de Oriente Medio con Washington y Teherán como competidores más destacados. Por un lado, Washington necesita imperiosamente recuperar su libertad de maniobra -actualmente anulada entre Iraq, Afganistán y Pakistán- para poder concentrarse en otras áreas (con Rusia y China en el horizonte). Para ello le conviene, al menos, un gobierno iraquí estable. En esa línea, y aceptando que los chiíes seguirán al frente del país, le interesa tanto reforzar el contrapeso kurdo y suní en Bagdad como asegurarse una presencia militar continuada a largo plazo. Por su parte, Teherán pretende, simultáneamente, colocar definitivamente bajo su órbita a su vecino, asegurar la pervivencia de su propio régimen (amenazado por EE UU, Israel y algunos países suníes como Arabia Saudí) y ser reconocido como el líder regional. Iraq es, en consecuencia, una de las casillas del tablero en el que se desarrolla un juego que va mucho más allá de lo que los votantes iraquíes hayan pretendido decir el pasado domingo.