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Irán: muere un presidente, se mantiene el rumbo

elDiario.es

EFE/EPA/STRINGER

Para quienes sueñan con un Irán abierto, desarrollado y pacífico es tentador imaginar que la muerte del presidente Ebrahim Raisí, junto al ministro de exteriores, Hossein Amir Abdollahian, va a suponer un cambio de rumbo en el régimen. Un régimen que se mantiene en el poder desde la revolución encabezada por Ruhollah Jomeini, en 1979, asediado por poderosos enemigos externos que buscan su derribo y empeñado en aferrarse al poder contra una población cada vez más empobrecida y crítica con su actitud represiva en el orden moral.

Pero deslizarse por esa senda es, desde el principio, no querer percatarse de que el presidente no es, de ningún modo, la máxima autoridad del país, sino, en el mejor de los casos, el mero ejecutor de lo que emana de la autoridad del líder supremo, Alí Jamenei, cuyas manos manejan las riendas del verdadero poder, tanto en el ámbito interno como en el exterior. El régimen iraní descansa en una doble legitimidad: la religiosa que deriva de Jomeini, con el añadido de Jamenei desde 1989, y la política, derivada de un proceso controlado desde la cúspide que garantiza que solo los candidatos más fieles al régimen puedan llegar a contar con opciones de ser elegidos para los distintos cargos en liza. Eso significa que Raisí no solo había pasado los filtros que ya se encargan de descartar a quienes pudieran cuestionar el statu quo, sino que se ha mostrado como un fiel cumplidor de sus funciones, incluyendo la firma de la ejecución de las 226 personas que han sido ajusticiadas en lo que va de año.

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