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Internacionalización del conflicto en Oriente Próximo

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(Para El Correo)
El conflicto árabe-israelí ha sido desde sus orígenes un problema de seguridad internacional. Así lo evidencia la implicación directa, de carácter militar en diferentes ocasiones, no sólo de israelíes y palestinos (núcleo duro del conflicto) sino también de los países árabes vecinos de Israel y de la totalidad de la Liga Árabe. Así lo indica también su capacidad para irradiar sus efectos más allá del área geográfica afectada por la confrontación, de tal manera que, en lo que afecta a las relaciones entre la Unión Europea y los países de la ribera sur y este del Mediterráneo, resulta imposible lograr ningún avance en la cooperación regional en materia política y de seguridad mientras no entre en vías definitivas de solución este contencioso. Y, por resaltar únicamente lo más evidente, así lo han entendido permanentemente actores externos a la región, como la Unión Europea y EEUU, implicados con escaso éxito en la búsqueda de soluciones.

Resulta por ello un tanto sorprendente que ahora, tras las acciones militares israelíes contra objetivos en territorio sirio y libanés, se hable de la internacionalización del conflicto. En cierta medida podría explicarse esa percepción por la ausencia de operaciones militares a gran escala, al menos desde el final de la ofensiva israelí sobre Líbano en 1982. Pero en ningún caso puede decirse que el conflicto no haya tenido siempre ese carácter, como lo demuestra el simple repaso a las consecuencias de la ocupación militar por parte de Israel de la zona sur de Líbano (hasta mayo de 2000), Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este (todos ellos en lo que los palestinos reclaman como parte de su deseado Estado) y los Altos del Golán (Siria).

Cuando en estos días se cumplen treinta años de la cuarta guerra árabe-israelí (guerra del Yom Kippur, para los israelíes, o del Ramadán, para los palestinos) se percibe una tentación de establecer paralelismos con lo que puede provocar la reacción israelí a la matanza del pasado día 4 en Haifa. De modo telegráfico, puede concluirse que no se dan ahora mismo las condiciones para el desencadenamiento de un conflicto armado abierto y generalizado en la zona. Egipto no sólo tiene firmado desde finales de los años setenta un acuerdo de paz con Israel, sino que su dependencia de Washington le resta capacidad de maniobra para liderar ningún tipo de respuesta militar contra su vecino. Siria e Irán, las otras posibles fuentes de preocupación para los responsables de la defensa israelí, se mueven cada vez con mayores dificultades, ante la atenta mirada de la Administración Bush, que no permitirá un solo movimiento a quienes ya han identificados como posibles objetivos en su estrategia de control en el «nuevo» Oriente Medio. También lo es que los palestinos no pueden, como lo demuestran los 36 años de ocupación de los Territorios, oponerse en términos militares a las fuerzas de ocupación israelí. La desaparición de la Unión Soviética ha dejado a Damasco sin su principal fuente de apoyo militar y, por su parte, Teherán difícilmente puede a corto plazo ir más allá en su intento por desarrollar un programa nuclear. Sin la participación directa de estos países, y mientras Washington siga apoyando de manera prácticamente ilimitada a su principal socio en la zona, Sharon se siente relativamente seguro.

Sin embargo, ese mismo Sharon, empeñado en una estrategia fracasada que apuesta por el uso de la fuerza para garantizar la seguridad de sus conciudadanos, no parece percibir que ese mismo argumento se vuelve permanentemente en su contra, forzándolo a sumergirse más en una dinámica que sólo apunta a una mayor desestabilización regional. Su insistencia en la misma línea, sea el intento de eliminar a Arafat (cuando, a pesar de cualquier otra consideración, sigue siendo inexcusablemente parte de la solución), sea la ampliación de los asentamientos (en contra de la legalidad internacional), sea la construcción del muro de separación (que implica una nueva humillación de un pueblo ocupado), sea la respuesta desproporcionada contra territorio sirio o libanés, muestra a Sharon como un actor obligado por sus propias declaraciones a actuar en función del único papel que conoce. Un papel que se aleja mucho de la consideración de «un hombre de paz», tal como se atrevió a denominarlo el presidente Bush, para quedarse en el de un personaje atrapado entre su pasado (Sabra y Chatila, bastarían como ejemplos), su deseo de confrontación (la visita a la Explanada de las Mezquitas, en septiembre de 2000, está en el origen de la actual Intifada)y sus incapacidades (su principal empeño, la seguridad, se ha saldado con un crecimiento exponencial de pérdidas de vidas humanas entre la población israelí, mientras que la situación económica es, con diferencia, la peor que ha conocido Israel en su historia). En estas circunstancias, y a pesar de que los tambores de guerra parecen sonar muy cerca, sigue siendo necesario enfatizar que el regreso a la mesa de negociaciones es, tanto ayer como hoy, la única vía razonable.

Aun en el improbable caso de que Sharon así lo sospeche, su actuación hasta aquí le impide dar ese paso por sí mismo. Lo mismo podría decirse de los líderes palestinos, con el asediado y amenazado Arafat a la cabeza. Ni Sharon sirve a los intereses últimos de Israel (ser reconocido por sus vecinos dentro de fronteras seguras, constituir un hogar abierto a todos los judíos dispersos por el mundo y consolidar su posición en el seno del club de los países desarrollados), ni Arafat a los de su pueblo (la violencia nunca permitirá a los palestinos alcanzar un nivel de bienestar aceptable ni proclamar un Estado independiente). La diferencia, más allá de errores acumulados por ambas partes, está en que es Israel quien controla totalmente el ritmo del proceso, de tal forma que sin un cambio de rumbo, probablemente doloroso por lo que implica de renuncia a posiciones maximalistas que se siguen alimentado de manera irresponsable desde el gobierno, no será posible cerrar una etapa tan negativa como la actual. Sin ese cambio de rumbo por parte israelí- en materias como la aceptación del liderazgo palestino, la paralización de las obras del muro de separación y de ampliación de los asentamientos, la liberación de presos palestinos y la retirada de las zonas ocupadas desde el inicio de la Intifada-, será imposible que las autoridades palestinas decidan enfrentarse a los grupos violentos que actúan en y desde los Territorios Ocupados. Entre otras razones- entre las que debería bastar el convencimiento de que esta actividad violenta se traduce indefectiblemente en pérdida de apoyos internacionales para su causa y en mayor sufrimiento para su pueblo- porque si la Autoridad Palestina, con o si Arafat al frente, decidiera hacer frente a los violentos no podrá ofrecer nada sustantivo a su opinión pública en términos de mejoras sociales, económicas o políticas, mientras que se incrementaría notablemente la probabilidad de una guerra civil. En esas circunstancias, y por negativo que sea finalmente, los líderes palestinos terminan optando por contemporizar con los violentos, como única baza para seguir presionando a Israel.

Para forzar el primer paso hacia la distensión, y una vez constada sobradamente la incapacidad de los actuales gobernantes para cerrar el ciclo de la violencia, es imprescindible la participación directa, sin descartar la necesidad de una fuerza de interposición, de actores externos. En las condiciones actuales, y por mucho que nos pese a la Unión Europea, sólo el gobierno de Washington tiene esa capacidad, ¿tienen también esa voluntad?

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