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¿Cambio de rumbo en Irak?

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(Para Radio Nederland)
Que la trágica contabilidad de las víctimas estadounidenses desde el pasado 1 de mayo arroje como resultado que su número es ya mayor que el de los muertos en los combates que llevaron a la ocupación de Iraq y a la eliminación del régimen de Sadam Husein, no hace más que indicar el error de la administración Bush al proclamar triunfalmente el final de una guerra para la que todavía no se adivina el final. Lo mismo puede decirse del reconocimiento del propio administrador Paul Bremer de las crecientes dificultades a las que se enfrenta. En el terreno económico solicita ahora «varias decenas de miles de millones de dólares» para encarar la reconstrucción del país, una vez que ha tenido que aceptar las críticas por los reiterados fracasos en el intento por restablecer servicios básicos para la población iraquí.

En el de la seguridad acusa a Siria de permitir y promover las actividades de grupos violentos en territorio iraquí, al tiempo que reclama la necesidad de más tropas sobre el terreno para frenar una guerra de guerrillas que parece sorprender a los ocupantes. Por último, en el político no consigue dotar al Consejo de Gobierno Iraquí, mero instrumento de la política de las autoridades ocupantes, de verdadera legitimidad ante la población iraquí, y corre el riesgo de incrementar las posibilidades de una «libanización» del país, en la medida en que se acentúan las desavenencias entre grupos étnicos y religiosos, con los chiíes como figuras emergentes y los sunníes erróneamente identificados en su totalidad como «baazistas» y nostálgicos del depuesto dictador.

Aun asumiendo que la realidad siempre supera a los planificadores de despacho de cualquier campaña militar, es evidente en este caso que los cálculos estadounidenses y británicos partían de suposiciones irreales que, entre otras cosas, les hacían verse a sí mismos como liberadores, considerando que podrían asumir en solitario la carga militar y económica de las operaciones y suponiendo que sus respectivas opiniones públicas estaban dispuestas a respaldar sin ningún tipo de crítica su orientación belicista, mientras que la comunidad internacional aceptaría sin grandes problemas los hechos consumados. Incluso, en sus mejores sueños, planteaban que esta incursión decidida en Iraq serviría para remodelar por completo el mapa político, pero también geográfico, de Oriente Medio.

Ahora, cuando la situación interna se vuelve cada vez más compleja y cuando los requerimientos para encarrilar el futuro del Iraq post-Sadam se hacen más exigentes, al tiempo que conflictos como el de Afganistán o el que enfrenta a palestinos e israelíes no hacen más que agravarse, queda por ver si los dirigentes de las fuerzas ocupantes persistirán en su equivocada estrategia, considerando que insistir en el empeño (con más dinero y más fuerzas militares) acabará dándoles la razón o si, por el contrario, rectifican su comportamiento, recabando la colaboración de otros gobiernos y de la comunidad internacional encarnada por la ONU.

La primera opción, a la que se apunta inequívocamente el Pentágono, supondrá no sólo incrementar el ya, por otro lado, enorme déficit presupuestario sino, sobre todo, poner a prueba a su propia opinión pública, que quizás no haya superado tan claramente el «síndrome de Vietnam» como para estar dispuesta a soportar el continuo recuento de bajas de sus soldados en tierras tan alejadas. Por otro lado, con sus casi 150.000 soldados desplegados en Iraq, de un total de 160.000 ocupantes, difícilmente podrá atender otros hipotéticos frentes (Siria, Irán) o consolidar los que ya ha abierto, sin cerrar definitivamente, como es el caso en Afganistán. Por mucho que los británicos, y otros gobiernos colaboradores como el español, se empeñen en compartir el error de una intervención ilegal e ilegítima como la desarrollada contra Iraq, su aportación es absolutamente marginal. Bush, no tanto el presidente como el candidato que se prepara ya para batallar por su próxima reelección, sabe que en estas condiciones ofrece muchos flancos abiertos a sus adversarios políticos. De ahí, más que de ningún otro elemento que pueda ser evaluado, que no sea aventurado contemplar la posibilidad de la segunda opción antes planteada.

En ese supuesto, que pasaría por la necesaria aprobación de una nueva Resolución en el marco del Consejo de Seguridad de la ONU en las próximas semanas, no podemos esperar que quienes han diseñado y dirigido unilateralmente la ocupación de Iraq se retracten totalmente de sus planteamientos y declaraciones iniciales, entregando a Naciones Unidas el liderazgo y sometiéndose a sus dictados. El desprecio que el actual equipo de Bush siente por la ONU no es coyuntural y asociado únicamente a esta crisis, sino que forma parte de su convencimiento de estar en condiciones de establecer las nuevas reglas de juego a nivel mundial, desdeñando los precarios avances multilaterales que hasta ahora se han podido lograr en el campo del derecho y de las relaciones internacionales. Por tanto, su posible cambio de orientación no sería más que una cuestión táctica que les permitiera desbloquear las reticencias de algunos países a enviar sus tropas a Iraq (India, Turquía…, e incluso Francia o Alemania), lo que les facilitaría el relevo de las suyas propias, y recabar fondos de los demás gobiernos para financiar las múltiples tareas pendientes. Sólo queda por ver, en este caso, cuál es el nivel de resistencia que Francia y algún otro país (indecisos entre su defensa de la legalidad internacional y los mecanismos multilaterales y la defensa de sus intereses comerciales en el reparto del apreciable «pastel» iraquí) pueden ofrecer al intento anglo-estadounidense por subordinar nuevamente a la ONU a sus designios o hasta dónde está dispuesto a llegar Bush para ofrecer a la ONU algún margen de maniobra que le permita aparecer formalmente como un actor corresponsable, y no puramente instrumental, en la gestión política y económica del ¿nuevo? Iraq.

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