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Guinea-Conakry: crónica de una crisis anunciada

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El balance de la represión ejercida por los fuerzas de seguridad de Guinea-Conakry con motivo de las manifestaciones acaecidas en todo el país desde el pasado 10 de enero -y que han evolucionado hacia una protesta masiva en contra del régimen- supera con creces el centenar de muertos. En dicha fecha tuvo lugar una huelga general de carácter ilimitado, la tercera en un año, en la que por primera vez se aglutinaron en torno a las dos principales centrales sindicales (verdaderas artífices de un movimiento de protesta que han liderado de forma responsable) tanto los partidos de oposición como organizaciones de la sociedad civil.

La movilización por parte de una población consciente de que manifestarse significa arriesgar la vida (firma indeleble del régimen despótico de Sekou Touré, de 1958 a 1984, y de la subsiguiente democracia de fachada de su colaborador, el general Lansana Conté), y la superación de la desconfianza tradicional entre las fuerzas políticas de oposición (articuladas en torno a grupos étnicos), han puesto en marcha una dinámica irreversible. La desesperación de la inmensa mayoría de sus nueve millones de habitantes está en relación directa con la absoluta precariedad de su situación (para la que el precio del arroz, alimento base, se ha multiplicado por seis desde 2003), y es la punta del iceberg de un país en quiebra.

La respuesta del presidente Conté consistió, el día 9 de febrero, en nombrar a un primer ministro de su confianza (incumpliendo así el acuerdo suscrito con las fuerzas opositoras); intensificar la represión de las revueltas populares derivadas de dicha decisión (con su hijo, Ousmane Conté, presumiblemente al mando de un auténtico escuadrón de la muerte); espolear el fantasma de la amenaza étnica contra su grupo (los Susu son el 20% de la población e integran la jerarquía militar); y decretar el estado de sitio el día 12 de febrero. Gravemente enfermo desde hace tiempo, afectado, además, por un completo autismo político (que está reforzado por las insidias de un conjunto de clanes enfrentados entre sí), Conté ha optado por aferrarse al poder, al precio probable de una guerra civil.

El conflicto reúne todos los ingredientes que aderezan con frecuencia las crisis subsaharianas: patrimonialización del Estado y cleptocracia, desprecio absoluto de las elites por las condiciones de una población sometida a la férula militar, dilapidación de los recursos naturales, manipulación de las identidades étnicas y, como colofón, importantes implicaciones para la estabilidad regional. El país- considerado por la organización Transparency International como el más corrupto de África- posee una gran riqueza en recursos naturales y cerca de un tercio de las reservas mundiales de bauxita (cuyo precio mundial se ha incrementado un 5,5% en el último mes, a consecuencia de la crisis).

El caso guineano vuelve también a poner de manifiesto la inoperatividad, cuando no ausencia directa, de las políticas preventivas por parte de la comunidad internacional. Y ello pese a la existencia de indicadores meridianos de alarma, flagrantes especialmente desde 2003 (a partir del agravamiento del estado de salud de Conté), y a la vista de cualquier observador externo que haya visitado el país durante, al menos, la última década. La reacción de la ONU ha sido más que tardía y, de parte africana, la Comunidad Económica de Estados de África del Oeste ha estado completamente fuera de juego. La única voz que se ha escuchado con claridad es, una vez más, la de un Oumar Konaré, presidente de la Comisión de la Unión Africana, que, cansado de las disputas internas de esta institución, optó hace varios meses por no presentarse a la reelección.

Los factores mencionados evidencian, por tanto, la complejidad de una crisis fraguada durante demasiado tiempo. Las fuerzas opositoras guineanas necesitan más que nunca que sus legítimas reivindicaciones se vean respaldadas desde el exterior para evitar un definitivo descarrilamiento. Francia y Estados Unidos, que han llevado a cabo sendos programas de cooperación militar en Guinea-Conakry, están llamados a jugar un papel relevante, tanto en relación con los mandos actuales del ejército guineano como con aquellos elementos militares cuyo ánimo golpista es bien visto por una parte de la población (para la que su modelo de salvación, siguiendo los precedentes maliense y mauritano, es el de una transición democráticas conducida por el ejército).

La Unión Europea, con una implicación activa en el país, tiene también ante sí un importante reto, en coherencia con su política hacia la región. Su anuncio, a finales de 2006, de la reanudación de la cooperación con el gobierno guineano (mediante una ayuda de 117 millones de euros, como premio al inicio del diálogo político con la oposición) no es sino una incorrecta evaluación de un régimen que ya había mostrado sobradamente sus nefastas credenciales.

Como se ha señalado, el desbordamiento de Guinea-Conakry podría tener repercusiones en unos países vecinos muy frágiles (sobre todo en Sierra Leona, Costa de Marfil y Liberia). La frontera con Costa de Marfil está controlada por las Fuerzas Nuevas, enfrentadas al presidente marfileño Laurent Gbagbo (uno de los escasos apoyos de Lansana Conté), y en la frontera con Liberia hay numerosos elementos armados dispuestos a aprovechar la tesitura para iniciar acciones bélicas contra el régimen guineano. La participación en la represión contra la población guineana tanto de mercenarios liberianos (Conté apoyó hasta 2003 a los rebeldes del grupo Liberianos Unidos por la Reconciliación y la Democracia, en su lucha contra el régimen del liberiano Charles Taylor) como de fuerzas de Guinea Bissau, son otros dos factores que contribuyen a radicalizar la crisis.

Tiempo, pues, para el despliegue multilateral de acciones que requieren la máxima urgencia. En un nuevo caso de libro que está plagado de ejemplos sobre lo que no se debe hacer en materia de prevención de conflictos.

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