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Elecciones en Egipto, ¿algo nuevo bajo el sol?

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Cuando el pasado mes de septiembre Hosni Mubarak logró ser nuevamente reelegido por otros seis años para la más alta magistratura del Estado, donde se mantiene desde 1981, se insistió en que la verdadera prueba de fuego de la voluntad democratizadora del rais egipcio serían las legislativas de finales de año. Interesadamente cegados por el hecho de que se trataba de las primeras elecciones multipartidistas de la historia nacional, en aquel momento se pasó por alto el hecho de que la participación apenas fuera del 23% del electorado, de que el movimiento opositor Kifaya (Basta) fuera reiteradamente reprimido o de que fuera entorpecida claramente la labor electoral de los otros candidatos. Al parecer, Egipto, presa de una repentina conversión a la democracia en la conciencia de sus máximos representantes, había decidido encarar esa vía con resolución inquebrantable. Desde el exterior- fundamentalmente en Washington, pero no menos en Bruselas- se reforzaba ese supuesto, intentando autoconvencerse de que Egipto sería inmediatamente , incluso antes que el atribulado Iraq, una democracia plena, provocando además un efecto multiplicador que daría como resultado la expansión generalizada del modelo democrático en todo el mundo árabo-musulmán. Por si esto fuera poco, este idílico guión terminaría por dar la razón a los promotores de la “guerra contra el terror”, en su afán por mostrar las bondades de su modelo para la zona.

Como en tantas ocasiones anteriores, la realidad se empeña ahora, cuando aún queda por decidir una docena de escaños, en mostrarnos un balance provisional de la ronda electoral desarrollada el pasado 7 de diciembre que no encaja demasiado bien con las previsiones manejadas tanto desde el poder como desde los que apoyan a Mubarak en el exterior. En primer lugar, han sido las más violentas de la etapa de elecciones parlamentarias en la historia de Egipto, hasta el punto de que se contabilizan ya diez muertos, centenares de heridos y un mayor número de detenidos. Al margen de otras lecturas posibles, éste es el resultado del nerviosismo del poder ante la previsión de que las Hermandades Musulmanas, que a pesar de los obstáculos ya habían obtenido 76 escaños en las rondas realizadas desde que se iniciaron los comicios el 9 de noviembre, pudieran superar la barrera de los cien escaños (sobre un total de 454 en juego), considerando que en las nueve provincias en las que ahora se ha votado la influencia de este grupo político es muy alta. Sólo así puede entenderse que, de los 127 escaños en liza en esta ocasión, únicamente doce hayan ido a las manos de los islamistas radicales, mientras que el Partido Nacional Democrático (PND), base de apoyo electoral del propio Mubarak, haya obtenido 102.

Tal vez haya que comprender que para quien está habituado a manejarse con niveles de apoyo formal prácticamente incuestionables, la simple posibilidad de un cierto contrapeso político, en un marco como el parlamentario en el que no se deciden realmente las cuestiones más relevantes de la agenda nacional, fuera directamente impensable. Cabe recordar que en el periodo parlamentario que ahora termina, el omnipresente PND tenía 398 escaños, a los que habría que sumar los 10 que el propio presidente designa personalmente, en un gesto más de escasa sensibilidad democrática. En función de los resultados provisionales del pasado día 7, el nuevo parlamento vuelve a asegurar una posición preeminente al PND, con unos 333 escaños (73% del total), seguido a mucha distancia de las Hermandades Musulmanas, ahora con 88 escaños, y otros partidos minoritarios. Lo más relevante, en todo caso, es que la representación del islamismo radical es ahora seis veces mayor que antes (con alrededor del 19% de los escaños totales), sobre todo si se tienen en cuenta las difíciles condiciones en las que han tenido que moverse las Hermandades Musulmanas y su propia contención (siguiendo en cierta manera a sus correligionarios marroquíes) para no presentar más candidaturas. En su larga experiencia política son conscientes de que su apoyo popular es aún mayor de lo que reflejan los resultados, por lo que cabe imaginar que su verdadero techo aún es hoy desconocido, pero también lo son sobre los peligros que su auge puede provocar en un aparato de poder que se resiste con fuerza a cualquier cambio de las bases de unos modelos que les han permitido disfrutar de unos privilegios, políticos pero también económicos, insospechados.
Al servicio de otros intereses- entre los que sobresale desde hace décadas el intento por mantener inalterable el statu quo establecido desde la independencia de estos países, con claras ventajas a nuestro favor- podemos seguir engañándonos todavía por un tiempo. Pero deberíamos entender que la realidad no se ajusta a nuestro guión y que las consecuencias de las dinámicas de fondo en la zona pueden ser muy negativas si no variamos el marco de relaciones con los gobiernos de la región. Por mucho que así quieran presentarlo los portavoces oficiales de Mubarak y sus apoyos externos, lo ocurrido en Egipto no es vuelco hacia la democracia.

En estas últimas tres décadas los gobernantes egipcios han desarrollado una increíble capacidad para graduar en dosis homeopáticas el proceso de liberalización política, en la medida en que no ponga en peligro su autoridad y sirva para contener las supuestas presiones exteriores. A ese viejo juego se añade ahora una necesidad, especialmente por parte de Washington en el contexto de su agresiva estrategia regional, de dar a entender que hay una verdadera voluntad democratizadora en la zona. Algo que resulta inmediatamente desmentido en cuanto se percibe el pánico que la simple hipótesis de que las Hermandades Musulmanas pudieran tomar las riendas del poder en Egipto genera no sólo en Mubarak y sus seguidores, sino en las cancillerías comunitarias o en el Departamento de Estado estadounidense. La cuestión ahora no es si estos grupos tienen la solución a los graves problemas de la zona, sino asumir que los actuales gobernantes ya han agotado todas sus opciones y, por tanto, obrar en consecuencia. De otro modo, y eso nos enseña la lectura de las reacciones internacionales a las elecciones egipcias, sólo nos quedaría por augurar una larga vida a Mubarak y a los demás gobernantes “demócratas” de la región, aún sabiendo que será a costa de un agravamiento aún mayor de la inestabilidad y subdesarrollo de la región.

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