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El retorno de Libia a la normalidad, ¿un modelo a seguir?

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(Para Radio Nederland) 
La reciente visita a Libia del primer ministro británico, Tony Blair, siguiendo a las efectuadas en estos últimos meses por los jefes de gobierno español e italiano, parece certificar definitivamente la normalización del régimen liderado por el coronel Muamar El Gadafi desde hace ya más de treinta años. Ya sólo queda, tras el levantamiento de las sanciones decretadas en su día por la ONU, que la administración estadounidense siga la misma línea (aunque eso no llegue a ocurrir, al menos, hasta después de las próximas elecciones de noviembre) para completar la superación de una crisis que se remonta a los primeros años ochenta.


En el actual contexto de seguridad internacional, dominado por la dinámica de la guerra contra el terror, el caso libio resulta sumamente interesante para analizar la dirección que adoptan los distintos actores para acomodarse a las nuevas circunstancias. Por lo que respecta a Gadafi, su postura conciliadora- concretada sobre todo en su reconocimiento de culpa por la matanza de Lockerbie, en el pago de indemnizaciones a las víctimas y en la aceptación para desmantelar sus programas y arsenales de armas de destrucción masivas- puede explicarse tanto por claves internas como externas. Entre las primeras cabe destacar que tras un sistemático y prolongado esfuerzo por eliminar cualquier disidencia interna a su poder, Gadafi percibe a los movimientos islamistas radicales (que no cabe confundir automáticamente con los grupos violentos que llevan a cabo acciones terroristas) como la principal amenaza interna a sus intereses. Aunque no sea Libia el lugar del mundo árabe en el que estos movimientos- que representan actualmente la alternativa política que cuenta con un mayor respaldo social en la práctica totalidad de los países árabo-musulmanes- haya logrado una mayor penetración, no deja por ello de ser una amenaza, prácticamente la única, para los defensores de un modelo político distinto al de sus vecinos, pero igualmente represivo y totalitario.


En consecuencia, no puede extrañar que el líder libio trate de erradicar el peligro que representan en su intento de consolidar su régimen, pensando ya no solamente en sí mismo sino también en la posibilidad de verse continuado en su propio hijo. Para ello, entiende que la mejora de la situación económica debe ser una vía preferente de su gestión, en su intención de ganarse las simpatías de quienes pudieran verse atraídos por los que critican frontalmente el modelo de la yamahiriya, escasamente preocupado por la identidad religiosa de la inmensa mayoría de la población. En esa línea, pretende incrementar notablemente la actividad económica de un sistema excesivamente volcado en la explotación de los hidrocarburos. Uno de los efectos negativos de los largos años de aislamiento internacional es la perdida de capacidad productiva en este sector, ante las crecientes dificultades para contar con los avances tecnológicos que han permitido a otros desplazar a quien, en los primeros años setenta llegó, a ser el cuarto productor petrolífero de la OPEP. Su necesidad de modernizar un sector tan vital para la economía nacional le ha llevado a ese intento, exitoso de momento, de abrirse nuevamente al mundo con la vista puesta en los potenciales inversores internacionales. Los resultados están comenzando a vislumbrarse. Basta recordar que la petrolera anglo-holandesa Dutch-Shell acaba de firmar un acuerdo de inversión para producir petróleo y gas, por un valor de unos 200 millones de dólares (ampliable a 1.000), mientras que British Aerospace está a punto de alcanzar otro similar, para venta de diverso material aéreo y modernización del aeropuerto de Trípoli. En ese mismo sentido hay que mirar hacia los intereses de las empresas españolas (Repsol-YPF ya ha logrado nuevos contratos) e italianas (ENI es el principal operador petrolífero extranjero) que han acompañado a sus respectivos jefes de gobierno, en una clara intención de ocupar posiciones de privilegio en la etapa que ahora se abre.


Por otra parte, y sin perder de vista el objetivo de la pacificación social y el control político interno, Gadafi se presenta ahora como un aliado fiel en la reducción de las principales amenazas mundiales: el mal llamado terrorismo islámico y la proliferación de las armas de destrucción masiva (ADM).


Si se analiza el método para lograr el establecimiento de esta alianza, hasta hace muy poco absolutamente inimaginable, es inmediato comprobar como el punto común para llegar hasta aquí se identifica, una vez más, con los intereses a corto plazo y no con los valores o principios que deberían constituir los fundamentos de una seguridad internacional más sólida. Gadafi no ha reformado su modelo político para hacerlo más democrático y más respetuoso con los derechos humanos, ni tampoco su modelo económico para articular un proceso más igualitario que beneficie al conjunto de la sociedad libia. Por el contrario, ha optado simplemente por pagar en metálico por su redención política y realizar un gesto más simbólico que efectivo en el terreno de las ADM. Es así, conocedor de los intereses de los gobiernos occidentales plegados a los dictados de Washington, cómo ha logrado escapar del callejón sin salida en el que llevaba recluido tantos años. Para sus nuevos socios parece bastar con pensar en las notables oportunidades de negocio que se abren en el horizonte- las autoridades libias han cifrado en 30.000 millones de dólares el paquete de inversiones que pretenden movilizar, tanto en el sector energético como en los de infraestructuras, transportes y telecomunicaciones…, sin olvidar la posibilidad de contratos de armamento y material militar-, en la posibilidad de seguir diversificando sus fuentes de suministro energético- Libia concentra el 3% de las reservas mundiales de petróleo y el 1% de las de gas- y en la incorporación de un nuevo socio a una coalición internacional que continúa haciendo aguas- Gadafi considera a los islamistas radicales como perros rabiosos a los que es preciso eliminar.


¿Debe ser éste el modelo para luchar contra el terrorismo, buscando aliados circunstanciales (Rusia, Argelia, Paquistán, Israel …) sin cuestionar su naturaleza? ¿Puede una compensación monetaria borrar las huellas de un régimen totalitario y promotor del terrorismo internacional, absolutamente desinteresado en llevar a cabo reformas internas que pongan en peligro su ocupación del poder?¿Es ésta la mejor vía para promover un mundo más justo y seguro, legitimando a «compañeros de viaje» políticamente indeseables desde la perspectiva democrática? Al parecer, y a pesar tantos ejemplos históricos que muestran como estos aliados han acabado volviéndose contra quienes les han concedido tales favores, hoy por hoy la respuesta es, desgraciadamente, positiva.

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