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Egipto: un año después de las promesas democráticas

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(Para Civilización y Diálogo)
A un año vista de la prometida singladura democrática, a partir de la convocatoria realizada por Hosni Mubarak de una elecciones presidenciales abiertas por primera vez a otros candidatos (excluidos los Hermanos Musulmanes y los independientes), la realidad, en forma de gestos autoritarios, acciones represivas y restricción de libertades, desmiente, una vez más, cualquier voluntad de cambio político por parte del régimen egipcio, así como la virtualidad de las proclamas estadounidenses sobre el repentino advenimiento de la democracia. La reelección de Mubarak en septiembre de 2005 (con el voto del 20% de los electores registrados, tras una abstención del 77%) dio paso entonces a unos comicios parlamentarios en los que pese a la gran violencia, las múltiples trabas impuestas contra los partidarios de la oposición y una abstención del 75%, los Hermanos Musulmanes (tolerados pero no legalizados) obtuvieron 88 escaños (71 más de los que ya detentaban, presentando únicamente 166 candidatos para 444 escaños en liza) .

Dichas recetas inmovilistas son recurso habitual por parte de la elite gobernante (en el seno del Partido Democrático Nacional, PDN), increpada por diversos movimientos de la sociedad civil, cuyas manifestaciones se dirigen en esta nueva etapa de forma continuada y creciente contra el propio sistema y sus representantes, trascendiendo las clásicas protestas (instrumentalizadas por el régimen) sobre cuestiones internacionales (como las de Palestina o Iraq). Una elite temerosa, a su vez, de cualquier atisbo de apertura, empeñada en defender su estatus a cualquier precio e incapaz de diseñar un programa político que le permita, aunque sea de forma egoístamente inteligente, ir gestionando los enormes retos de futuro. Éstas son al menos las señales que lanza al exterior un régimen que, por un lado, proclama electoralmente un refuerzo de los derechos de los ciudadanos y de las libertades públicas mientras que, por otro, renueva el Estado de Emergencia (vigente desde 1981), modifica el marco legal en detrimento de los partidos de la oposición y aplaza indefinidamente las elecciones municipales. Pese a que algunas organizaciones como el PNUD resalten los progresos institucionales en materia democrática de Egipto, la realidad indica otra cosa.

En la misma clave anterior cabe interpretar la respuesta que acaba de dar el régimen a las reivindicaciones de independencia de los magistrados, que en 2005 rompieron su tradicional silencio post-electoral, denunciando con fuerza el fraude de los últimos comicios. En una nueva acción retrógrada, ha sido elaborado un proyecto de ley del Poder Judicial sin ningún avance significativo respecto a la denostada intromisión del ejecutivo en las labores judiciales. Por su parte, la prensa será objeto próximamente de otro proyecto de ley, del que ni se espera que aporte elementos de progreso destacables ni que evite procesamientos como el que está en curso contra tres periodistas, acusados de publicar una lista con las iniciales de aquellos jueces supuestamente implicados en falsificar los resultados de las últimas legislativas.

Pese a todo lo expuesto, no dejaría de ser engañoso pensar que nada ha cambiado durante el último año y que el panorama descrito implica la continuidad de un modelo tan rígido como el descrito y que, por otro lado, ha sido fomentado por occidente, guiado por intereses geopolíticos de factura altamente cuestionable. La situación actual apunta más bien a que, en función de la evolución e interacción tanto del PDN como del movimiento político de oposición y de la propia sociedad civil, se producirán cambios políticos significativos que condicionarán en buena medida el futuro del país y de sus 65 millones de habitantes (con un 23% de la población, según el PNUD, viviendo por debajo del umbral de la pobreza y una tasa media de analfabetismo de un 45%).

Por lo que respecta al PDN (auténtico aparato estatal), parece que las turbulencias actuales le van haciendo mella progresivamente y se va profundizando la fractura interna que divide a conservadores (fundamentalmente la vieja guardia, emanada del ejército) y “reformistas” (partidarios de un cambio, dentro de una continuidad, y liderados por Gamal Mubarak, hijo del raïs y su supuesto sucesor). De la forma en que el PDN (311 escaños) aborde esta crisis- contando con que el tiempo apremia, dado el frágil estado de salud del presidente- dependerá, por tanto, una articulación más democrática de un escenario político que el propio PDN ha monopolizado de forma nefasta y cuyos frutos son la pulverización de los partidos laicos de oposición, aislándonos del terreno social y asociativo, y la consolidación de los Hermanos Musulmanes como único frente opositor realmente activo.

Los Hermanos Musulmanes son, por tanto, la única fuerza realmente de oposición y su estructura de liderazgo ha evolucionado hacia parámetros democráticos (adoptando como modelo de referencia al Partido Justicia y Desarrollo turco y a su homólogo marroquí). Si algo denota claramente su ambigua actitud con respecto al régimen (colaboracionista o desafiante, según la ocasión) es que son conscientes de que el tiempo juega a su favor. Cuestión crucial es también la de que los movimientos emergentes de la sociedad civil, como el célebre Kifaya y todos aquellos que ha contribuido a alumbrar, consigan superar sus disensiones internas y elaborar un programa coherente de reformas, como propuesta más eficaz que la simple oposición sistemática a la figura de Mubarak y al régimen que lidera.

Por último, un cuarto factor se ubica claramente en la arena internacional liderada por Estados Unidos, que además de actuar de mecenas del régimen (entre 2 y 3.000 dólares anuales desde los acuerdos de Camp David, en 1978) ha apostado por Egipto como cabeza de puente de su proyecto de democratización, denominado inicialmente del “Gran Medio Oriente”, donde, por otra parte, su baja credibilidad no juega precisamente a su favor. Ahora bien, lejos de mejorar, las relaciones actuales entre ambos países apuntan a un empeoramiento. Al menos así se desprende tanto de la negativa reacción de Washington ante la condena a cinco años de cárcel de Aymen Nour (el mayor rival de Mubarak en las pasadas presidenciales), como de la decisión adoptada por las autoridades egipcias de suspender las actividades de los think-tanks republicano y demócrata estadounidenses (el Instituto Republicano Internacional y el Instituto Nacional Democrático), por su acciones para acelerar las reformas política en Egipto.

Y es que pese a la presión ejercida por el gobierno estadounidense, los vínculos entre ambos países son de tal naturaleza y la coordinación, tanto en política interior como exterior, de tal calado, que hacen muy difícil la articulación de medidas más efectivas, que en todo caso deben tener en cuenta los efectos perniciosos de una posible injerencia en un panorama socio-político tan complejo como el egipcio. De momento, Washington ha optado por aplazar la firma del tratado de libre comercio.

Ímprobo proyecto, pues, el de decretar la apertura democrática cuando se ha fomentado su reverso durante tanto tiempo y ni siquiera existen unas condiciones políticas que la hagan factible a corto plazo, a la vez que no se está dispuesto a aceptar plenamente el resultado de unas urnas con un marcado perfil islamista. Es difícil resumir mejor que Condoleza Rice el fracaso de la política estadounidense, cuando hace también justamente un año reconoció en El Cairo que su país había perseguido en Oriente Medio durante 60 años la estabilidad a expensas de la democracia, sin conseguir ni lo uno ni lo otro.

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