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Actualidad | Artículos propios

Democracia magrebí, ¿una ilusión fundada?

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En las últimas semanas se suceden las alusiones a una supuesta primavera árabe, que estaría provocado el florecimiento de procesos inequívocamente democráticos. En esta idea coinciden tanto los dirigentes árabes, altamente interesados en transmitir una imagen de reformistas sinceros, como los promotores de la mal llamada «guerra contra el terror», aparentemente autoconvencidos de que lo que está ocurriendo es la consecuencia directa de su estrategia, que incluiría la democratización de la zona. Estos últimos, con Estados Unidos a la cabeza, quieren creer asimismo que la democracia, aunque sea impuesta por la fuerza, es un antídoto perfecto contra el terrorismo (sin reparar en ejemplos como el de la España democrática, sometida a pesar de ello a la amenaza terrorista desde hace ya décadas).


Antes de dejarnos arrastrar por esa interesada imagen resulta conveniente fijar la atención en lo que realmente está ocurriendo sobre el terreno. Si tomamos el Magreb como ejemplo, cabe recordar que ya a finales de los años ochenta se produjo un movimiento de naturaleza política que apuntaba a ciertas reformas de los cerrados modelos que habían sido instaurados desde su independencia. En todo caso fue una decisión adoptada desde el poder, a través de una «liberalización» (no cabe definirla como una «democratización») que permitía incorporar al juego político a algunas fuerzas emergentes, entre las cuales sobresalían las de perfil islamista radical o reformista. Ese movimiento- planteado como un intento de acallar las críticas internas y, sobre todo, externas de inmovilismo y autoritarismo- quedó paralizado casi de inmediato ante el temor de los aparatos de poder magrebí a ser arrasados por los nuevos, y más atractivos, actores islamistas. Desde entonces, y con la experiencia argelina como referencia, se optó por ilegalizar a estos partidos (algunos como Túnez, nunca llegaron a legalizarlos) y volver a los esquemas tradicionales, apostando en todo caso por tímidas reformas económicas que permitieran comprar la paz social a cambio de ciertas mejoras en el nivel de bienestar de la población. Al mismo tiempo, los gobernantes intentaron atomizar la, para ellos, amenaza islamista, e incluso disfrazarse de islamistas, en su afán por capitalizar la que había sido la principal seña de identidad de sus oponentes.


Hoy, sometidos nuevamente a presión, esos mismos gobernantes intentan superar el trance con movimientos tácticos que les permitan cumplir su máximo objetivo: el mantenimiento en el poder. En Mauritania, con la vista puesta en la inminente riada de ingresos procedentes del petróleo que comenzará explotarse este mismo año, el presidente Maauiya Uld Taya y sus adláteres apenas logran disimular su afán de control absoluto, que les ha llevado a encarcelar a sus opositores en las pasadas elecciones. Las últimas noticias del país destacan por la petición de 17 penas de muerte para algunos de los 195 acusados de perpetrar golpes de Estado en junio de 2003 y en agosto y septiembre del pasado año. Además de tratar de eliminar cualquier oposición a un régimen autoritario que arrancó en 1984, se pretende pacificar a la población con una subida del salario mínimo, la primera desde los años setenta, que a partir de ahora será oficialmente de 70 euros (en un país con una renta per capita que no supera los 400).
Marruecos, que es con diferencia el país magrebí más próximo a dar el paso decisivo hacia la democracia, combina señales optimistas (creación de comisiones encargadas de revisar los errores de los llamados años de plomo, avances en los derechos de la mujer y anuncios de una nueva ley de partidos políticos) con otras que muestran el temor del Mazjen ante la apertura. El monarca, figura difícilmente equiparable al carácter constitucional que la Carta Magna (otorgada) proclama, ha sufrido un notable desgaste, en la medida en que su aparición en 1999 no ha supuesto un verdadero cambio en las negativas condiciones de vida de la mayoría de la población. El auge del islamismo radical, tanto el integrado en el juego político como el que se mantiene en una situación de alegalidad, pende como una seria amenaza sobre las cabezas de unos gobernantes sin voluntad real para entrar en una senda democratizadora que supondría probablemente el desmoronamiento del sistema de poder tradicional.


Por su parte, Argelia sigue empeñada en su afán por recuperar una imagen internacional gravemente empañada desde hace más de una década. En esa línea, el presidente Buteflika se ha significado como uno de los máximos defensores de la «guerra contra el terror» y, al igual que ocurre con su vecino marroquí, se muestra muy dispuesto a imponer una política de persecución radical a todo lo que huela a islamismo, con el consiguiente debilitamiento de un, ya por definición, limitado marco de derechos y libertades. También, al igual que Marruecos, se percibe un notable papel del estamento militar en los asuntos políticos, cerrando el paso a cualquier reforma que pueda poner en peligro el actual statu quo.


Por lo que se refiere a Túnez, el presidente Ben Ali no ha tenido reparo alguno en volver a forzar una Constitución que él mismo formuló, con tal de mantener el poder frente, una vez más, al peligro islamista. En un país sobre el que siguen pesando las denuncias de encarcelamiento de los opositores políticos y en el que el poder se permite anunciar con antelación a las elecciones cuántos serán los escaños que ocuparán los consentidos grupos de oposición, no se perciben señales de apertura real de un modelo que, por otra parte, es reiteradamente calificado como ejemplar por los líderes occidentales, interesadamente ciegos a una realidad que no afecta a sus intereses vitales.


Por último, el líder libio, Muammar el Gadafi, en una muestra más de su capacidad de reacción y de pragmatismo, ha sabido salir de la marginación internacional (e incluso del punto de mira de los promotores del «eje del mal») en un momento en el que la presión comenzaba a ser asfixiante. Le ha bastado para ello con poner sobre la mesa el dinero suficiente para acallar las críticas de Estados Unidos y Francia, pagando compensaciones por los atentados de los años ochenta, y anunciar su renuncia a dotarse de armas de destrucción masiva, para sentirse ahora reforzado en su estrategia de oposición al islamismo radical. No ha tenido ni siquiera que anunciar (ni mucho menos poner en marcha) ningún tipo de reforma parcial de su peculiar yamahiriya.


En definitiva, el juego transmite una sensación de deja vu que difícilmente puede satisfacer más que a los ya convencidos de antemano. Los dirigentes de la zona se esfuerzan por aparentar su vocación democrática y los gobiernos occidentales alineados con el líder mundial en su campaña repiten alborozados la buena nueva de que el mundo árabe se democratiza a ojos vista. No es que sean engañados por sus homónimos árabes, sino que se prestan encantados a propagar un discurso que aparentemente refuerza uno de sus presupuestos de partida en esta «guerra contra el terror», según el cual lo realizado en Iraq se traducirá inevitable y automáticamente en la democratización de toda la región. Entendámoslo claramente: ni a esos gobiernos ni a los occidentales les interesa la consolidación de la democracia en sus respectivos territorios. Los primeros, porque siguen pensando en términos patrimonialistas, y sólo estarán dispuestos a aceptar algunas medidas cosméticas que los libren de las críticas y les garanticen la paz social. Los segundos, porque saben que la apertura de esos modelos, aunque sólo sea permitiendo la celebración de elecciones auténticamente libres, tendría como consecuencia la toma del poder por grupos islamistas radicales, que son los que tienen verdadero respaldo popular. Hoy como ayer asistimos a una pieza de teatro, pues, que difícilmente puede lograr esconder sus vergüenzas. ¿Hasta cuándo?

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