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Cuando ser refugiado es una obligación

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El reciente desembarco en las costas europeas de miles de refugiados, que huyen de los diversos conflictos que tuvieron lugar recientemente en los países árabes, puso en tela de juicio el alcance del compromiso de la Unión Europea con los principios humanitarios que supuestamente defiende y promueve.

La UE en bloque ejerce normalmente de garante internacional de los derechos humanos, criticando y denunciando públicamente los abusos que a tales derechos esenciales se profese en cualquier parte del mundo. El problema surge cuando el conflicto llama a las puertas de casa, que es cuando la UE decide dar la espalda y olvidarse de su papel habitual de forma repentina. Así sucedió con un puñado de refugiados procedentes de diversos países árabes en conflicto, que lograron tambalear las bases del Tratado de Maastricht. El problema radica en que dichos refugiados intentaron, tras su llegada a Italia, trasladarse a Francia con el fin de reunirse con sus familias o bien permanecer en un país donde poder hablar su idioma, introducido en su día por la colonización francesa. Este hecho exasperó tanto a Nicolas Sarkozy –principal impulsor de la fuerza de la OTAN que, en la actualidad, bombardea Libia- como a su par alemana, Angela Merkel, que rechazaron tajantemente la posición de Italia de compartir la recepción de refugiados procedentes del Magreb Norafricano, aludiendo a la normativa del Tratado Schengen (recordemos que ambos mandatarios pertenecen a dos de los países fundadores de la integración europea).

Este hecho podría haber pasado por anecdótico si no fuera por las consecuencias que puede traer a la consolidación de la integración europea y, sobre todo, por la triste imagen que transmite al mundo, en particular, Francia y Alemania (dos de las democracias más avanzadas del mundo) y la UE en general. Es realmente penoso que se trate este asunto como un mero conflicto de intereses entre países cuando, en realidad, se está decidiendo sobre la suerte de miles de personas que se encuentran desesperadas, sin rumbo ni destino concreto.

Poco se conoce sobre las personas que buscan refugio, aunque es lamentable la concepción que, sin saber, se tiene de las mismas. A diferencia de lo que muchos creen, un refugiado no ansía vivir fuera de su país de origen, sino todo lo contrario, ya que la condición de refugiado es una imposición y no una opción. La persona en busca de asilo o refugio, por lo general, quiere a su país y sus raíces, y allí se hubiera quedado de no ser por las diversas causas que motivaron su salida involuntaria y urgente. Las causas que pueden derivar en la auto-expulsión son diversas y van desde la persecución por pertenecer a un colectivo o grupo determinado hasta el acoso sistemático o agresión física que pueda suponer al refugiado y a su familia un serio riesgo de perder la vida. Por lo tanto, y por regla general, una persona no va a solicitar refugio si no cuenta con causas legítimas que la obliguen a ello.

Es falaz y simplista el argumento que se promueve desde diversos sectores de que las personas que buscan refugio son simples oportunistas que pretenden llegar a un país «rico» para robar el trabajo y demás beneficios sociales –como salud y educación- a sus nacionales. Un refugiado es, normalmente, una persona con inquietudes que debido probablemente a su implicación y/o notoriedad social, política o religiosa en su sociedad de origen, es perseguida por diversos grupos, entre los que se pueden encontrar, incluso, a las fuerzas de seguridad del estado al que pertenezcan. Es incalculable la riqueza cultural que estas personas pueden llegar a aportar al lugar donde se ven obligadas a emigrar. De este modo, observando el asunto desde una perspectiva diferente -la menos popular-, se puede asegurar que sólo se obtienen beneficios aceptando la inserción de una persona refugiada en nuestra sociedad.

España, lamentablemente, tampoco es para nada consecuente con la imagen de paladín de los derechos humanos que pretende ostentar. A la ya conocida «doble vía» que mantiene con el conflicto por el Sáhara Occidental –por un lado, destina fondos de ayuda oficial al desarrollo mientras que, por el otro, apoya a Marruecos en su cruzada contra los saharauis-, se suma ahora el porcentaje irrisorio de aceptación de solicitudes de refugio, que no alcanza el 5 %, y la internación -casi un encarcelamiento encubierto- de inmigrantes en los CIEs (Centros de Internamiento para Extranjeros), donde viven hacinados y en condiciones denigrantes por el único «delito» de ser inmigrantes. Además, y desde hace un tiempo atrás, el acoso y persecución que viene sufriendo el colectivo inmigrante ha sido incesante, como así lo demuestran las constantes redadas policiales disfrazadas de supuestos controles de identificación y negadas por el gobierno. Los agentes policiales acuden a los barrios con mayor densidad de inmigración en búsqueda de personas cuyos rasgos faciales denoten la posibilidad de ser inmigrante irregular.

Diversas organizaciones de derechos humanos intentan hacer efectivos los derechos de estos colectivos. Entre ellas se encuentra CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) que realiza una labor inestimable, proporcionando una atención integral a ambos colectivos, refugiados e inmigrantes. Esta organización –al igual que muchas otras- ha sufrido un drástico recorte de fondos durante el último año, que le obligó a efectuar un ERE que afectó a gran parte de la plantilla y, a pesar de ello, se encarga de asistir diligentemente a toda persona solicitante de asilo, así como a cualquier inmigrante en situación irregular.

El panorama actual mundial, salpicado de conflictos violentos, compele a Europa a que haga gala, de una vez por todas, de una actitud realmente comprometida con los derechos humanos, mediante la acogida de los miles de refugiados que arrojan los países que se encuentran actualmente en conflicto. Hoy más que nunca, los ojos del mundo están puestos en la Unión Europea, que se encuentra en la obligación de dar ejemplo ante el resto de naciones existentes.

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