Caso Hissène Habré, ¿un precedente para la Unión
Corren vientos de cambio en África subsahariana en materia de impunidad. Éste es al menos el mensaje que se desprende tanto del caso de Charles Taylor (que será juzgado en La Haya por el Tribunal Especial de Sierra Leona) como de la resolución que acaba de adoptar la Unión Africana (UA) durante la cumbre de Banjul, requiriendo a Senegal para que juzgue al ex dictador de Chad, Hissène Habré, exiliado en Dakar desde 1990. Habré lideró en Chad, desde 1982 a 1990, un régimen despótico marcado por la brutal represión de diversos grupos étnicos y la tortura sistemática, con un resultado, en cifras de la Comisión de la Verdad creada en dicho país, de 40.000 víctimas mortales.
Con esta decisión, la UA no sólo pretende marcar una pauta de futuro para casos similares, favoreciendo una jurisdicción africana, en detrimento, en este caso, de la extradición de Habré a Bélgica (donde está procesado por crímenes de guerra y contra la humanidad), sino que se implica plenamente mediante la “apropiación” de un proceso judicial que se desarrollará en su nombre. La evolución de la “opción africana”, que conecta con los fundamentos de la propia institución, determinará, por tanto, la credibilidad de la UA.
Partiendo de dicho postulado, no está de más recordar que, aunque la preferencia por un juicio en territorio africano es una opción acertada y coherente con los fines que se persiguen (siempre y cuando existan unos mínimos de seguridad para impartir justicia), es imprescindible proceder en todo momento conforme a estrictos criterios de legalidad internacional y de eficacia. Asimismo, cualquier intento de pervertir la justicia sobre la base de manipulaciones anticolonialistas, como viene realizando la defensa de Habré criticando a la justicia belga, deben ser cortadas de raíz.
Por ello, y más allá de declaraciones estentóreas como las del presidente senegalés Abdoulaye Wade precisando que los africanos únicamente pueden ser juzgados en África y que Habré lo será en Senegal, lo que realmente cuenta es que se haga justicia en unos plazos razonables, sin los cuales se desvirtúa cualquier pretensión reparadora, tanto social como individual. Precisamente, justo lo contrario de lo que indica el propio Wade cuando también declara que no es posible trasladar las actuaciones de la justicia belga a la senegalesa, lo que implicaría desaprovechar un voluminoso y detallado expediente de investigación realizado durante cuatro años, esencial para la agilidad del proceso (que incluye los archivos de la policía política del régimen, con pruebas sobre su control directo por parte de Habré, y datos de más de 1.000 personas fallecidas durante la detención, así como de más de 12.000 víctimas).
También es conveniente recordar que el juicio de Habré se ha demorado durante siete años por causas imputables a los tribunales senegaleses, que en 2001 desestimaron su procesamiento (pese a la ratificación por Senegal de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes) y que en 2005 rechazaron pronunciarse sobre su extradición a Bélgica (lo que provocó que el gobierno senegalés solicitase a la UA que se pronunciase sobre la cuestión), en un proceso condicionado, además, por las presiones ejercidas por Habré y su entorno, dotados de importantes fondos procedentes de su corrupto mandato. Paradójicamente, el proceso de Habré no habría llegado a la fase actual de no haber sido por la existencia de una ley de jurisdicción universal belga, que permitió que las víctimas residentes en Bélgica pudiesen recurrir a los tribunales de dicho país, ante la desestimación de sus querellas por la justicia senegalesa.
El caso Habré demuestra, además, la importancia de los esfuerzos combinados por parte de las víctimas, las asociaciones que las respaldan y la comunidad internacional (como el Comité de la ONU contra la Tortura, que en mayo de 2005 dio un plazo a las autoridades senegalesas para que juzgasen a Habré o le extraditaran a Bélgica), para doblegar los condicionantes políticos que rodean a este tipo de procesos.
Asimismo, con la decisión sobre el caso de Habré, la UA se desmarca claramente de su predecesora, la Organización de la Unidad Africana (en cuyo seno habría sido inconcebible una resolución semejante) y contribuye a ir paliando la nefasta pero tradicional imagen de aquellos déspotas que se refugiaron en el extranjero (como Idi Amin o Mobutu Sese Seko) o terminaron sus días en el poder (como el antiguo presidente de Togo, Gnasingbe Eyademá). Al igual que lo fueron en su día el maliense Musa Traoré y el centroafricano Bokassa, el etíope Mengistu Haile Mariam ha sido juzgado en su propio país, por genocidio, pero en rebeldía, ya que disfruta de un dorado exilio en Zimbaue desde 1991. La sentencia de este último, que se espera para 2007 será otro referente importante en la materia, así como, en caso de condena, el papel que juegue la UA respecto a Zimbaue, en un nuevo capítulo de unas relaciones que han adolecido de la presión necesaria ante las masivas violaciones de derechos humanos en éste último país, minando de forma importante la credibilidad de la organización.
El fortalecimiento de la UA depende precisamente de que este tipo de avances, tan lentos y laboriosos como los de la propia justicia penal internacional, se vayan consolidando por iniciativa de aquellos mandatarios progresistas que, por otra parte, encuentran enormes dificultades, como se ha demostrado en la cumbre de Banjul, para imponer su criterio en expedientes de violaciones masivas de derechos humanos como el de Darfur. Por si no estuviese claro que la organización progresa pero a duras penas, los dirigentes regionales han activado durante dicha cumbre el Tribunal Africano de Derechos Humanos y de los Pueblos, aunque no han sido capaces de alcanzar un acuerdo para la firma de una Carta sobre Democracia y Gobernabilidad que, mediante la prohibición de realizar modificaciones constitucionales para prorrogar los mandatos presidenciales, toca la fibra sensible de unos dirigentes supuestamente democráticos.