Arrimo (interesado) entre Teherán y Washington
(Para Radio Nederland)
Resultaría muy prematuro hablar de idilio, y es probable que eso nunca llegue a ocurrir, pero es un hecho que entre Irán y Estados Unidos se ha ido abriendo un espacio de diálogo que parecía impensable hasta hace muy poco. No puede olvidarse que, desde la crisis de los rehenes de 1979, no existen relaciones diplomáticas entre ambos. Desde entonces los diplomáticos iraníes en Washington actúan en el marco de la embajada de Paquistán, y Estados Unidos no tiene a nadie destacado en Irán y cuenta con el apoyo de Suiza para defender sus intereses en ese país. Las posturas oficiales, que alimentan visiones muy asentadas en los respectivos imaginarios colectivos de ambas sociedades, dan a entender que uno sería “el gran Satán”- como el ayatola Ruhollah Jomeini definió ya desde el principio de su revolución islámica a Estados Unidos- y el otro un miembro destacado del “eje del mal”- tal como lo identificó el presidente Bush tras el 11-S. Un lenguaje incendiario que esconde, junto a otras motivaciones, el interés de Washington por imponer su autoridad en una zona geoeconómicamente tan importante y, por el otro lado, un intento por aprovechar la ocasión para consolidarse como el líder regional en esa misma región.
En su recíproco juego de confrontación controlada al milímetro cada uno ha ido manejando sus cartas en diferentes ámbitos. Uno de los principales tiene que ver con su actuación en Iraq, en donde desde marzo de 2003 se viene desarrollando un enfrentamiento por intermediación. Mientras EE UU emplea a kurdos y suníes a su favor, Irán lo trata de hacer echando mano de los chiíes (el 65% de la población iraquí) y de distintos grupos insurgentes. Así se ha llegado a una situación en la que ambos constatan que ninguno tiene la capacidad suficiente para doblegar totalmente al contrario e imponer su agenda, y es precisamente ese hecho el que ha ido abriendo paso a otra etapa en la que los contactos de diverso signo van tomando cuerpo.
No es éste un camino inexplorado. Basta recordar, en una graduación difícil de detallar pero evidente en todo caso, que Irán ha permitido y hasta colaborado con Washington en el escenario afgano (para ambos actores, los talibanes resultan indeseables) y en el propio Iraq, con la concesión de un nada desdeñable margen de maniobra a Washington (más visible en este último año, cuando han frenado su apoyo a los grupos violentos chiíes que anteriormente habían azuzado contra los ocupantes).
En resumen se puede entender que la imposibilidad de la victoria, tal como pudieron imaginarla ambas partes en algún momento de esta década, está llevando a un ejercicio de acomodo entre dos regímenes que, aunque no lleguen a amarse nunca, pueden convivir sobre la base de intereses comunes (por lo menos hasta que un cambio de situación les permita volver a las andadas).
En ese proceso de acercamiento sobresalen estos días dos pequeñas, pero significativas, noticias. Por un lado, Washington comienza a filtrar que en breve plazo abrirá una oficina de intereses en Teherán- lo que se entiende como un paso previo a la plena normalización de relaciones-, mientras que incluso el propio presidente iraní Ahmadineyad se muestra positivamente abierto a estudiar la propuesta. Casi al mismo tiempo, se anuncia que este fin de semana, con ocasión de la reunión negociadora sobre el programa nuclear iraní, Washington enviará a un alto representante. Se trata de William Burns, Secretario de Estado Ajunto para Asuntos Políticos, o, lo que es lo mismo, de la más alta autoridad estadounidense que se sienta con representantes iraníes desde aquella crisis de 1979. Aunque ya se adelanta que no habrá ningún contacto bilateral, es obvio que entramos en una nueva etapa en la que ambos asuntos (Iraq y programa nuclear iraní) aparecen directamente ligados.
Aunque a veces pudiera parecer lo contrario, no resulta aventurado sostener que a día de hoy Irán parece llevar cierta ventaja en este acercamiento. Es cierto que Estados Unidos está hoy menos atosigado que hace un año en su intento por doblegar a los insurgentes que se mueven por la histórica Mesopotamia y por consolidar al gobierno de Nuri al Maliki. Si bien no ha logrado dominar con facilidad el país, como creían los promotores de la nefasta “guerra contra el terror”, han conseguido al menos evitar el control directo desde Teherán y, sobre todo, están a las puertas de firmar un acuerdo con Bagdad que les garantice una presencia militar estadounidense a la largo plazo.
Por su parte, Teherán puede pensar que ya ha conseguido debilitar para un largo periodo a su competidor por el liderazgo regional. Si además consigue que no haya un gobierno títere en Bagdad, manejado por Washington, y obtiene garantías de seguridad para preservar su régimen (aun en un contexto tan presionante como el que supone convivir con tropas estadounidenses en Iraq y en Afganistán) puede rebajar temporalmente su aspiración de dominio para concentrarse en resolver algunos de los significativos problemas internos que plantea una población crecientemente descontenta. En última instancia, los dirigentes iraníes buscan ser reconocidos como interlocutores imprescindibles en la zona y evitar el colapso (desde dentro o desde fuera) de su peculiar régimen. En la medida en que mantienen bazas de retorsión muy apreciables (desde el grupo palestino Hamas al libanés de Hezbola, pasando por algunas importantes milicias chiíes iraquíes) gozan de un notable margen de maniobra para retocar su programa nuclear a cambio de sus demandas o para, por el contrario, activar a sus peones (incluyendo sus propias fuerzas armadas y las de los pasdaran). Muchas opciones para un jugador de ajedrez que no tiene tanta prisa como su contrincante para aliviar la presión sobre su frente interno (con unas elecciones a la vista que obligan a Bush a algún gesto populista para ayudar a su candidato) y para poder dedicar más atención a otros escenarios que no hacen más que complicarse (Afganistán y Paquistán).
Lejos del fin de la historia, estaríamos tan solo ante un episodio más de una historia que apunta, simultáneamente, al entendimiento (asumiendo que el arma nuclear no es el objetivo central de Teherán) y a la guerra psicológica (con maniobras militares israelíes y lanzamiento de misiles iraníes que tratan de mostrar la voluntad de utilizar todos los medios disponibles si la ocasión lo demanda). La balanza todavía no se ha inclinado decisivamente hacia ninguno de los dos lados.