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Argelia y Marruecos: dos formas diferentes de enfrentar el pasado

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(Para Civilización y Dialogo)
Las graves violaciones de derechos humanos cometidas en Marruecos durante los denominados «años de plomo» y en Argelia durante la guerra civil, fueron objeto de atención inmediata por parte de Mohamed VI y Abdelaziz Bouteflika. Conscientes de que se trata de una cuestión de primer orden para la construcción democrática de sus respectivos países y de la acuciante necesidad de reforzar la erosionada legitimidad de ambos regímenes, en 1999 el monarca marroquí reconoció la responsabilidad del Estado en la materia y el presidente argelino decretó la Ley de Concordia Civil. 


Marcados por conflictos internos de características diferentes, las soluciones que están arbitrando ambos países sobre la cuestión, derivadas en buena parte de la presión de sus sociedades civiles y de diversos actores internacionales, inciden directamente en sus respectivos procesos socio-políticos y en su estabilidad futura. Los dos países coinciden también en la instrumentalización estatal de los organismos diseñados al efecto, si bien mientras en Marruecos la creación de la Instancia Equidad y Reconciliación (IER) ha supuesto un salto cualitativo respecto a modelos anteriores, el Estado argelino permanece anclado en propuestas que, lejos de ser resolutivas, únicamente contribuyen a diferir la memoria histórica y a incrementar las tensiones.

La IER fue creada en enero de 2004 por Mohamed VI y -con 22.000 expedientes en sus archivos- tiene como objetivo aclarar las desapariciones forzosas y detenciones arbitrarias acaecidas en Marruecos entre 1956 y 1999 (quedan fuera los años del actual régimen y, en especial, los casos de torturas contra islamistas, a partir de los atentados de Casablanca en mayo de 2003, denunciados en varios informes de organizaciones internacionales y nacionales), proponer indemnizaciones a las víctimas y familiares, plantear soluciones y obrar la reconciliación nacional. Presentado como el primer mecanismo de justicia transaccional del norte de África y Medio Oriente, la IER ha organizado una serie de comparecencias televisadas en las que varias víctimas de la represión han volcado su experiencia, desprovista, por exigencias del guión, de cualquier nombre y seña de identidad respecto a responsables o torturadores. En paralelo a dichas audiciones, la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH) decidió por su cuenta organizar otros encuentros públicos en los que dicha identidad pudiese ser revelada, lo que es un buen ejemplo del debate social que se está produciendo y de su calado.

Para liderar la IER, el Estado marroquí ha vuelto a recurrir a su estrategia de «recuperación» de opositores sobresalientes y con un alto grado de legitimidad social, seduciendo al que fuera presidente del «Foro Verdad y Justicia», Driss Benzekri, para que presida el organismo. Una vez más- pero esta vez, de forma especialmente trascendente- se vuelve a plantear la tan debatida cuestión sobre el verdadero margen de maniobra de los denominados «entristas» y su capacidad de influencia sobre el proceso democrático. Pese a que las declaraciones que hiciese Benzekri cuando accedió al cargo, tachando de mafias a las asociaciones de derechos humanos del país, indicaban una clara traición a la causa de éstas (las cuales, pese a sus imperfecciones, no dejan de ser un elemento decisivo en la modernización de Marruecos), la trayectoria política del mismo y de otros compañeros de viaje en la IER, como el poeta Salah El Ouadie y el secretario general de la Federación Internacional de Derechos del Hombre (FIDH), Driss Lyazami, exige un tiempo de espera. No obstante, los demoledores engranajes del Majzén, y su reconocida capacidad para adaptarse a las inclemencias, impiden excesivas ilusiones.

En este sentido, una referencia clave será el informe que dicha instancia tiene que presentar al rey, que debería revelar de forma abierta y completa los hechos objeto de investigación en todas las regiones del país. Ante las advertencias expresadas por las tres principales asociaciones de derechos humanos nacionales respecto a los riesgos de que el expediente de las desapariciones forzosas (cuyo número, según un informe de 2000 de la FIDH, puede oscilar entre 600 y 3.000) se limite a una verdad parcial, y considerando que la IER ni tiene facultades judiciales ni mandato para identificar a los responsables, conviene recordar que una auténtica reconciliación nacional exige la satisfacción de todas las víctimas. Para que éstas puedan, en su caso, perdonar, han de tener primero la posibilidad de acusar o condenar.

El caso de Argelia, con más de 150.000 muertos desde el inicio de la guerra civil en 1992, ofrece unas fracturas sociales más profundas. En un marco de «guerra sucia», en la que la población civil ha sido víctima de masacres tanto por parte de grupos islamistas como de grupos paramilitares, de autodefensa y otras milicias orquestadas por el Estado y sus fuerzas armadas, el número de desaparecidos se cifra en unos 18.000, aunque las autoridades no la acepten como válida. Ninguna de las familias de desaparecidos, cuyas asociaciones han sufrido todo tipo de trabas administrativas, ha recibido hasta el momento información alguna por parte de las autoridades estatales.


El Estado argelino se ha limitado, pues, a reconocer su responsabilidad, que no culpabilidad (oficialmente, ésta sería imputable, de forma individual, a acciones aisladas de determinados agentes estatales), y a alegar una ruptura en la cadena de mando. La Ley de Concordia Civil de 1999- que en lugar de reducir las penas a aquellos implicados en acciones criminales que depusieron las armas, ha derivado en una amnistía de hecho- y la anunciada Reconciliación Nacional en 2004, acompañada de un proyecto de amnistía que el Presidente quiere someter a referéndum, han contribuido sobre todo a añadir mayores dosis de opacidad al proceso y a demostrar la falta de voluntad, y de capacidad, de Bouteflika para enfrentar adecuadamente la cuestión. Tampoco aporta nada apreciable la creación de una comisión «ad hoc» para el caso de los desaparecidos, sin competencias propias de investigación y cuya finalidad más evidente es la de resolver el expediente a base de indemnizaciones. El informe resultante, entregado al Presidente a finales de marzo de 2005, todavía no se ha hecho público.

Cabe por tanto preguntarse qué tipo de reconciliación nacional pretende llevar a cabo el Estado argelino a través de una amnistía que ni siquiera va acompañada de una investigación sobre los crímenes cometidos. Además de contravenir el derecho básico a una justicia elemental- y, para el caso de los crímenes contra la humanidad, de infringir el derecho internacional- el citado proyecto de amnistía va en contra de la experiencia internacional (con el ejemplo reciente de Argentina) y la del propio Estado argelino. Las proclamas de apertura política y mayor libertad que siguieron al paroxismo alcanzado por la represión de las revueltas sociales de 1988 (entre 500 y 800 muertos; precedidas, desde 1980, por una serie de revueltas iniciadas en la Kabilia) y la consiguiente ley de amnistía de 1990 (respecto a los crímenes perpetrados por las cuerpos de seguridad argelinos entre 1980 y 1988), desembocaron pocos años después en la interrupción del proceso electoral, la represión y detención de miles de islamistas y la guerra civil.

Por otra parte, el sentido que tienen los procesos aludidos es que contribuyan a fundar una nueva cultura política. El necesario despliegue mediático que esto requiere exige una libertad de prensa que dista de ser una realidad en ambos países. Así lo atestigua el procesamiento y condena de varios periodistas, tanto en Marruecos como en Argelia, país este último en el que la libertad de prensa ha sufrido un gran retroceso, especialmente a partir de las elecciones presidenciales de 2004, durante las cuales la prensa independiente apoyó al principal adversario político de Bouteflika.

Pese a que Marruecos aventaja claramente a Argelia en las cuestiones tratadas, poco se habrá conseguido si el proceso activado no se traduce en una reforma institucional que desemboque en un auténtico Estado de Derecho y en la imposibilidad de que se repitan los crímenes del pasado. El limitado régimen de libertades y la actuación represiva de las fuerzas de seguridad en ambos países (Marruecos, con recientes acciones violentas y elevadas condenas contra, entre otros, los manifestantes saharauis y rifeños; Argelia, bajo un «Estado de urgencia» desde 1992) lo único que hacen es desacreditar la esencia misma de dichos procesos.

La experiencia demuestra que cada país tiene que arbitrar sus propias soluciones pero, también, que las heridas se reabren, tarde o temprano, si no han sido tratadas adecuadamente. De la forma de mirar al pasado y de la aplicación consecuente de sus enseñanzas depende, por tanto, la capacidad para mejorar el futuro. No se trata, pues, de establecer sin más en la agenda oficial la cuestión sino de hacer un auténtico ejercicio de recuperación de la verdad histórica sobre la base del principio de Justicia.

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