Apunte demográfico de una Europa en declive
(Para Radio Nerderland)
Desde hace ya tiempo se viene advirtiendo de que Europa está sumida en un declive demográfico que pone en cuestión su pretensión de convertirse en un actor de envergadura mundial.
No es, desde luego, el volumen de habitantes la única variable a considerar para aspirar a tal condición; pero es bien sabido que sin brazos suficientes ni se puede atender a la demanda del mercado laboral o a la de los ejércitos, ni se puede garantizar el sostenimiento de las redes sociales que permiten la convivencia pacífica. En Europa llueve, pues, sobre mojado y las últimas referencias estadísticas sobre este particular no hacen más que reforzar la idea de que, tras alcanzar la cima en 2035, se registrará una pérdida neta de población: la División de Población de la ONU prevé que en 2060 habrá 100 millones de ciudadanos europeos menos que hoy. Por su parte, Eurostat pronostica que en ese mismo año solo un 56% de la población total tendrá entre 15 y 64 años de edad, cuando hoy ese porcentaje llega al 67%. Visto de otro modo, para entonces los mayores de 60 años serán el 30% de la población continental (frente al 18% actual).
Esta evolución demográfica es consecuencia directa de un doble fenómeno de caída de la fertilidad (hace mucho que Europa se mueve por debajo de la tasa de reposición, establecida en 2,1 hijos por mujer en edad fértil) y de aumento de la expectativa de vida (fijada hoy en 84,6 años para los hombres y 89,1 para las mujeres). Diferentes factores sociales, políticos y económicos han contribuido a este cambio estructural de la población europea, sin que la actual crisis económica (que se adivina prolongada) permita vislumbrar un cambio de tendencia que evite las consecuencias negativas de un panorama tan problemático.
En efecto, mirando al futuro, todo apunta a un incremento de los problemas. Como un ejemplo más entre muchos posibles, basta con pensar en que esa tendencia a la baja supondrá una pérdida de peso económico, militar y político de Europa frente a otros actores pujantes en la geoeconomía y la geopolítica del siglo actual. Sin que la Unión Europea haya logrado todavía integrar a todos los países del continente y sin que disponga de una verdadera política común en campos tan notables como la economía (como nos muestra a diario la decepcionante respuesta comunitaria a la crisis que arrastramos desde 2008) y, menos aún, en la política exterior, de seguridad y defensa, cabe suponer que habrá menos personas activas por cada una de las que hayan llegado a la edad de jubilación (lo que hace peligrar el Estado de bienestar que nos define como el club más exclusivo del planeta en términos de desarrollo). También habrá menos trabajadores cualificados para impulsar la modernización de las estructuras productivas que permitan competir adecuadamente en un mundo imparablemente globalizado. Lo mismo cabe decir en el ámbito de la defensa, puesto que, a pesar de los avances tecnológicos, el capital humano sigue siendo fundamental para las fuerzas armadas y de seguridad con las que habrá que seguir contando en defensa de los intereses propios.
Por otra parte, el impacto de la caída será desigual, lo que provocará cambios en el balance de poder intraeuropeo. En todas las previsiones sobre el asunto destaca la pérdida de peso demográfico de los países del centro y este europeo, con Rumanía a la cabeza (hasta un 40% de personas activas), pero también con Alemania en una posición de clara desventaja con respecto a Francia o Gran Bretaña.
En este previsible escenario cobra especial relevancia el papel y la importancia de los flujos de población que, desde diferentes regiones del planeta, identifican a Europa como un (ficticio) paraíso en el que se pueden resolver todos los problemas. Hoy es evidente que la política comunitaria de inmigración está dominada por un sesgo policial y represivo, centrado en establecer filtros a la entrada de personas en territorio Schengen. Ahí están los ejemplos de los muros físicos que se levantan por doquier y las normas que refuerzan las barreras para evitar lo que algunos quieren ver como una invasión que pondría en peligro la identidad europea (¿?). Así se explica también que las dificultades que siempre conlleva la integración de colectivos distintos en un mismo territorio están siendo crecientemente aprovechadas por actores políticos populistas, interesados en alimentar la demagogia contra el extranjero, culpabilizándolo de todos los males.
Si tomamos en consideración las actuales previsiones demográficas, lo que cabe esperar es, muy al contrario de lo que hoy ocurre, una notable competencia por hacerse con los servicios de trabajadores cualificados y semicualificados de diversas procedencias foráneas. Sin que los inmigrantes en suelo comunitario puedan ser por sí mismos la solución a la mengua demográfica, significan una aportación muy positiva para sostener el amenazado Estado de bienestar y para intentar recuperar un pulso que Europa corre el peligro de perder si no abre sus puertas de manera más atractiva a lo que hoy está haciendo. Sirva como indicio de la magnitud del reto la previsión de que la fuerza laboral europea será en 2060 un 11,8% menor a la actual (lo que equivale a 27,7 millones de trabajadores menos).
No es de menor importancia, en ese previsible proceso de necesaria apertura al exterior, señalar que el 25% de los franceses y en torno al 40% de los alemanes que habiten sus países en 2050 serán de identidad árabo-musulmana. Esa probable realidad modificará en gran medida las percepciones mutuas de unas sociedades que parecen haber olvidado su pasado emigrante (tanto en España, como en Italia, Irlanda y tantos otros casos). Sin cifras para determinar cuántos serán de origen latinoamericano, subsahariano o asiático, todo indica en cualquier caso que se va a necesitar mucha pedagogía política para concienciar a quienes cabe definir como fundamentalistas europeos de que el futuro es mezcla y de que esa mezcla es inequívocamente beneficiosa. Y que bienvenida sea.