A vueltas con el reconocimiento de genocidios históricos
Para el Equal Times. [FRANÇAIS] [ENGLISH]
¿Es un arma arrojadiza entre Estados? ¿Una moda al hilo del auge identitario? ¿Un intento de extraer lecciones aprendidas para evitar que vuelvan a ocurrir? ¿Una obligación ética con consecuencias reales?
El genocidio es uno de los crímenes que recoge el derecho internacional más difíciles de definir por los expertos y de asumir por sus perpetradores. Sin embargo, en estos últimos tiempos se ha acumulado una inusitada serie de acusaciones directas, junto al reconocimiento explícito de la comisión de un delito que, según el Estatuto de Roma de 1998, supone la destrucción sistemática y deliberada (total o parcial) de un grupo étnico, racial, nacional o religioso llevada a cabo por un gobierno. Una definición que no acaba de satisfacer a todos, dado que, por ejemplo, no concreta lo que pueda ser “destrucción parcial”, no incluye como víctima a un grupo social o político −para el que se ha reservado el término menos conocido de democidio−, ni tampoco contempla acciones contra el medioambiente que puedan acarrear graves riesgos de supervivencia para un determinado grupo.
Se trata de un crimen que no solo incluye las matanzas de personas y las lesiones graves a su integridad física o mental, sino también medidas que afecten directamente a sus condiciones de vida, como destruir sus viviendas u obligarles a abandonarlas, negarles la alimentación o la atención sanitaria, impedir su reproducción mediante políticas de esterilización forzosa o decretar traslados forzosos de sus miembros a otros territorios.
Así se entiende desde que Raphael Lemkin acuñó el concepto en 1944 y así lo recoge el Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio que aprobó la Asamblea General de la ONU en 1948. Actualmente es la Corte Penal Internacional la instancia judicial encargada de perseguir y juzgar esos delitos, aunque en la práctica, desde el inicio de sus funciones en 2002, tan solo ha abierto un caso de genocidio contra el dictador sudanés Omar al Bashir −depuesto en 2019−, por su responsabilidad en las sucesivas masacres de la población local de Darfur, entre 2003 y 2008, cometidas por las fuerzas armadas sudanesas y las milicias locales apoyadas por Jartum.
Un caso que se suma a una corta lista que arranca en el siglo XX en la que, para la ONU, solo se contabiliza el genocidio armenio (1915-1923, con el imperio otomano en la diana), el Holocausto (1941-1945, la Alemania nazi contra los judíos), el Samudaripen (1941-1945, la Alemania nazi contra los gitanos), el de Camboya (1975-1979, el gobierno de los Jemeres Rojos contra su propia población), el de Ruanda (1994, el gobierno hutu contra los tutsis), el de Srebrenica (1995, el gobierno serbobosnio contra los bosnios musulmanes) y el de los yazidíes (2014, el grupo yihadista Dáesh contra esa minoría kurda no musulmana ubicada en el norte de Irak).
Se trata, obviamente de una lista que otras fuentes consideran incompleta, tanto si se mira más atrás del siglo XX como si se toman en consideración casos actuales tan trágicos como el que, desde 2017, responsabiliza al gobierno ultranacionalista birmano de masacrar a la minoría rohinyá.
De nuevo en la agenda internacional: por ética… e intereses
Entre los distintos factores que han propiciado la vuelta de este tema a la agenda internacional no hay seguramente ninguno tan significativo como la campaña del Black Lives Matter. La reacción ciudadana en Estados Unidos a la muerte de George Floyd a manos de un policía, en mayo de 2020, ha tenido un notable eco en muchos otros países, acelerando un proceso que, combinando otras motivaciones, ha llevado a que, por ejemplo, Alemania haya finalmente reconocido el pasado 28 de mayo su responsabilidad en la matanza de al menos 60.000 ovaherero y 10.000 nama, en Namibia, entre 1904 y 1908. En paralelo, Francia acaba de pedir perdón por su “abrumadora responsabilidad” (Macron dixit) en el ya citado genocidio de Ruanda y, por su parte, Bélgica expresó el pasado año su “profundo arrepentimiento” por los abusos cometidos en la actual República Democrática del Congo durante el reinado de Leopoldo II. Más recientemente, el 1 de julio de este mismo año, la alcaldesa de Ámsterdam ha pedido perdón por el papel que tuvo la ciudad en el tráfico de esclavos durante la época colonial.
En esa bien visible aceleración cabe entender que, en términos positivos, hay también un claro intento de hacer frente al inquietante auge de los grupos y partidos supremacistas en muchas sociedades occidentales. Se pretende así frenar dinámicas populistas que siguen alimentando los más deplorables instintos racistas que tanto dificultan la convivencia en un mundo globalizado. Pero eso no permite olvidar, como contrapunto, que la referencia al crimen de genocidio también se sigue usando como un instrumento de las relaciones internacionales cuando un gobierno, como el que preside Joe Biden, decide reconocer formalmente el genocidio armenio para castigar a otro (Turquía en este caso) con el que mantiene crecientes diferencias.
En esa misma búsqueda de las razones que explican esta aparentemente sincera multiplicación de disculpas y asunción de responsabilidades históricas hay, por supuesto, otras motivaciones que tienen menos que ver con la ética y la sinceridad y mucho más con los intereses geopolíticos y geoeconómicos.
Así, en plena competencia por la conquista de mercados cuando la crisis está castigando duramente las estructuras económicas de muchas potencias globales y regionales, es fácil vislumbrar que dichas disculpas pretenden, como mínimo, evitar que se rompan los lazos con antiguas colonias, cada vez más conscientes de sus propias potencialidades y más reivindicativas frente a los abusos que han sufrido. Un buen ejemplo de ello es lo que ocurre con el patrimonio cultural y artístico africano, considerando que, según el resultado de una comisión promovida por Emmanuel Macron en 2018, entre el 90 y el 95% de esas riquezas están actualmente fuera del continente (o, lo que es lo mismo, en manos públicas y privadas de algunos países de Europa occidental). Eso explica que Alemania diga estar dispuesta, por ejemplo, a devolver los impresionantes “bronces de Benín” a Nigeria, convertida actualmente en la primera economía africana.
La misma Alemania que, en un intento por acompañar las declaraciones de autoinculpación en el ya mencionado genocidio de Namibia con hechos, ha cometido el craso error de ofrecer –sin negociación previa– 1.100 millones de euros (unos 1.310 millones de dólares) al gobierno de Windhoek (a entregar en un plazo de treinta años para dedicarlo a proyectos de desarrollo). Una cantidad que ha sido rechazada de inmediato por comunidades locales –que han interpretado que era un intento de comprar su aprobación por una cantidad irrisoria–, y que han exigido compensaciones que rondan los cientos de miles de millones, rechazadas a su vez por Berlín. En definitiva, un ejemplo entre tantos (Países Bajos ofreció igualmente paquetes de ayuda a Indonesia por causas similares) que muestra la enorme dificultad para contentar a todos y para fijar una cantidad concreta en concepto de compensación que sirva realmente para superar un trauma de estas dimensiones.
A esa motivación de las antiguas potencias coloniales se añade, de manera cada vez más clara, el temor a que los sentimientos antioccidentales sean aprovechados por quienes no arrastran ese pasado colonial. Y, obviamente, en ese grupo destaca sobre todo una China que ya se ha convertido en el principal inversor y socio comercial de muchos países africanos y asiáticos. En su esfuerzo por consolidar su hegemonía frente a Washington, Pekín está usando a su favor el resquemor acumulado en sociedades y gobiernos que han sufrido el desprecio y el abuso occidental para lograr posiciones de ventaja.
En definitiva, y visto desde Occidente, un asunto en el que cada uno de los actores implicados emplea los instrumentos que tiene a su disposición para salir lo mejor parado posible de la lectura de un pasado del que no siempre cabe estar orgulloso. Todo ello mirando hacia un presente y un futuro que pretende preservar, al menor coste posible, un statu quo amenazado por la progresiva toma de conciencia de los herederos de las víctimas y por la competencia de nuevos actores externos que ven, sobre todo, una oportunidad para ganar posiciones en la eterna pugna entre aspirantes al liderazgo global o regional. De momento, en todo caso, hay muchas más palabras que hechos.