Wikileaks y el derecho a saber
La información es poder. Así se piensa desde hace siglos, y así quedó evidenciado con la revelación pública y masiva de información que realizó wikileaks recientemente. El impacto que causó tal descubrimiento de información, trajo consecuencias nefastas para los diversos gobiernos implicados, pero sobre todo dejó muy mal parado a Estados Unidos y a su política exterior. Los cables revelados traían su origen de las numerosas embajadas que el gobierno estadounidense tiene diseminadas por el mundo. A través de ellos, se pudo saber, que la política exterior no difiere mucho de un patio de cotilleos, ya que gran parte de los cables que salieron a la luz, mostraban valoraciones subjetivas y personales sobre las diferentes personalidades políticas mundiales. Aún así, por medio de ellos, pudimos ver como quedaban al descubierto algunas de las maniobras y órdenes diplomáticas menos confesables y pruebas del doble discurso de los aliados de Washington en los más diversos asuntos, mientras estos veían estupefactos como los cables del Departamento de Estado les dejaban en evidencia. Poco importa que Silvio Berlusconi sea considerado por los funcionarios de Estados Unidos como un “político débil e incapaz”, siempre “cansado por su tendencia a las fiestas”; o el relato de las curiosas excentricidades de Gadafi, ya que todo ello es un secreto a voces, sólo que hasta ahora nadie se había atrevido a gritarlo a viva voz de la manera en que lo hizo Wikileaks.
Sin embargo, lo más grave de todo el revuelo generado por Wikileaks, no son las repercusiones que haya provocado la información revelada en sí misma, sino el ocultamiento de información al que normalmente los ciudadanos nos vemos sometidos por parte de un gobierno y un sistema que nosotros mismos contribuimos a sostener. Los cables, lo que sí vienen a revelar de manera rotunda, es cómo las clases políticas de occidente han estado engañando sistemáticamente a sus ciudadanos. Así es como no tenemos derecho a saber que opiniones tienen nuestros líderes sobre un determinado país, ni tampoco sobre las políticas que se llevan a cabo en él. Esta situación, al igual que Julian Assange, la considero injusta, y por tanto mantengo la opinión de que debe ser modificada.
En contra de la transparencia informativa, habrá muchos partidarios del secretismo que pensarán que el ocultamiento de información es necesario para no poner en riesgo la “seguridad de los estados o de las personas que los representan”. Sin embargo, son conocidas las incompetencias oficiales en materia de crisis económica, cambio climático o corrupción, -por sólo nombrar algunas- por lo que el poder de mantener los secretos, lo único que logra es evitar a los gobiernos el rendimiento de cuentas ante sus ciudadanos. Además, con la filtración de información de wikileaks, no sucedió nada realmente relevante más allá de la injusta y desmesurada condena del soldado Bradley Manning, presunto divulgador de lo más de 250.000 cables de información, del procesamiento del creador de Wikileaks Julian Assange por la supuesta violación de dos jóvenes suecas y de las contadas renuncias o expulsiones de diplomáticos estadounidenses de sus respectivas embajadas. Es decir, ningún gobierno sucumbió debido a los cables, ni tampoco ninguna guerra se originó, lo que hace aún más valedera la teoría de que la información que generan y utilizan nuestros representantes debe ser pública y accesible. Así, el argumento articulado por los defensores del secretismo se percibe como retrógrado y termina cayendo por su propio peso, siendo más propio de un entorno de la ex guerra fría que de la era global actual. Por tanto, existiendo tantos argumentos a favor de la libertad de información, deviene incomprensible la actuación por parte de los gobiernos al condenar e incluso intentar penalizar la libre divulgación de información.
Al estudiar los cables del Departamento de Estado que salieron a la luz, resalta la enorme falta de respeto, cuando menos, que los diplomáticos estadounidenses muestran hacia las legislaciones, normas y procedimientos de los países en los que ejercen su oficio. Al depositar nuestros intereses en manos de supuestos profesionales, pensamos que éstos serán representados de forma adecuada y eficiente, pero resulta triste darse cuenta que en realidad se trata de personajes trajeados que se dedican a realizar una labor poco menos que de espionaje. Ahora, que lo hagan los estadounidenses, no necesariamente quiere decir que también lo hagan el resto de delegaciones diplomáticas mundiales, aunque la mera sospecha, ya de por sí, causa indignación. La duda que trae a colación esta cuestión, es que si somos nosotros los que sostenemos el sistema, porque no podemos ser los que decidamos lo que se gesta a través de él? Esto sería posible mediante un derecho que permita el acceso a la información de la que se nutren las decisiones políticas, para así corregir a tiempo, y mediante incidencia ciudadana, los posibles errores que consideremos que nuestros gobernantes puedan cometer.
Lo anterior, parece idílico, pero lo curioso es que no precisamos de ninguna novedad legislativa ni voluntad gubernamental para poder conocer lo que se cuece en los despachos y gabinetes de nuestros dirigentes, sino que poseemos derecho a ello desde hace tiempo. Es el derecho a saber, o el derecho de acceso a la información. Como su nombre lo indica, este derecho permite a los ciudadanos de a pie el acceso a la información que manejan los organismos públicos que nos representan. Está reconocido por la legislación internacional y por más de 80 leyes a nivel nacional (aunque no en España) y nos otorga a todos el derecho a saber qué hacen nuestros Gobiernos tanto a nivel nacional, como cuando nos representan a nivel internacional. Por tanto, este derecho, abarca una rendición de cuentas completa y no sólo la que estamos habituados a conocer.
La legislación existente sobre este derecho nos indica que los gobiernos sólo pueden rechazar las solicitudes de información por parte de los ciudadanos si su publicación pudiese causar un daño grave y demostrable sobre ciertos intereses legítimos, tales como la seguridad nacional o la privacidad de las personas. O sea, que el secreto es justificable únicamente si la publicación pudiera desencadenar un daño grave, y la vergüenza pública no se considera uno de ellos. El principio fundamental del derecho a saber es que las autoridades públicas trabajan en nombre de los ciudadanos y que, en consecuencia, la transparencia debe ser la regla y el secreto la excepción.
Justamente a promover y proteger este derecho se dedica Access Info Europe, organización de derechos humanos que utiliza el acceso a la información como herramienta para la defensa de las libertades civiles y para facilitar la participación pública en la toma de decisiones y en la fiscalización de los gobiernos. Access Info, ha sido testigo una y otra vez de cómo cuando los Gobiernos ocultan información clave a una ciudadanía responsable, la presión se acumula y las informaciones son finalmente filtradas. España es un ejemplo perfecto de un país en el que reina la cultura de las filtraciones por este mismo motivo; sin ir más lejos, el mismo proyecto de ley de transparencia tuvo que ser filtrado, ya que el Gobierno negaba a través del silencio el acceso al mismo.
La información nunca debería ser filtrada y Wikileaks no debería ser necesario. Pero hasta que los Gobiernos no apliquen las reglas adecuadas de transparencia e informen a la sociedad sobre lo que hacen con los poderes y el dinero públicos, las filtraciones seguirán llegando. La cantidad de información filtrada no debería ser sinónimo de crimen por parte de los funcionarios o de los periodistas que lo dieron a conocer, sino un indicador del fracaso de los gobiernos en el respeto del derecho de todos a saber.