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Votos a la basura en Siria

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Para El País

Si durante décadas las elecciones no han tenido mucho predicamento en la práctica totalidad del mundo árabe —por puro convencimiento de la inutilidad práctica del ejercicio de un derecho político manipulado hasta el extremo—, lo ocurrido ahora en Siria deja pequeño hasta el artificioso malabarismo electoral de Al Sisi en Egipto. La única ventaja que ofrece la convocatoria electoral siria para elegir un nuevo presidente es que no es preciso esperar a conocer los resultados, porque a estas alturas de la farsa, ¿a quién puede interesarle saber cuál es el nivel de participación o el número total de votos que logre Bachar el Asad para hacerse con un tercer mandato?

De nada sirve que sea la primera vez que los votantes pueden optar por tres candidatos, cuando ni el comunista Maher Hayar ni el exministro Hasan al Nuri han tenido reparo en reconocer públicamente que Asad es la mejor opción. Tampoco cambia las cosas el hecho de que haya amplias zonas del país en las que no se han podido abrir los colegios electorales, y mucho menos que los alrededor de tres millones de refugiados en los países vecinos y los más de 6,5 millones de desplazados internos no hayan tenido la más mínima oportunidad de expresar sus preferencias.

El Asad cuenta con la sustancial ventaja de que son muchos los que, tanto dentro como fuera de Siria, lo siguen viendo como un mal menor

Lo que sí cuenta, y mucho, es que en el campo militar El Asad está recuperando la iniciativa (sin que eso suponga en absoluto que tiene asegurada la victoria) y que dispone de siete años más para limpiar su imagen de paria internacional. Eliminar a sus enemigos internos y volver a ser aceptado como un interlocutor válido en el escenario internacional no va a ser una tarea fácil. Pero cuenta de partida con la sustancial ventaja de que son muchos los que, tanto dentro como fuera de Siria, lo siguen viendo como un mal menor frente a cualquier posible alternativa política, de las muchas existentes en el campo de los llamados «rebeldes».

Así cabe entenderlo cuando se analizan decisiones como las adoptadas por algunos de los actores más implicados en el conflicto. Superados ya los tres años de violencia desatada resulta elemental entender que nadie desea armar seriamente a los rebeldes. Y esto es así porque unos (como Estados Unidos y quienes en Europa se alinean tras él) temen que esas posibles armas puedan caer en manos indeseadas y, por tanto, se limitan a suministrarles armamento de escasa eficacia, a asesorarlos desde la distancia (tapándose los ojos en no pocas ocasiones para no tener que ver la inquietante imagen que presentan algunos de ellos), a poner en pie circunstanciales plataformas de combatientes de cualquier pelaje y a instruir fuera del país a algunos de ellos. Otros porque (como Israel) creen equivocadamente que les conviene que Siria se siga desangrando y debilitando aún más, confiados en que como resultado habrá quedado neutralizado quien ha sido visto durante muchos años como «el líder del frente de rechazo a la existencia del enemigo sionista». Y, quizás peor aún, porque bastantes otros (con EE UU, Arabia Saudí e Irán en cabeza, pero también Rusia) simplemente ven a Siria como una pieza con la que seguir jugando, sea para dirimir allí el liderazgo regional, para contar con bazas de negociación en el progresivo (pero aún incierto) acercamiento que está en marcha entre Washington y Teherán o, por último, para disponer de mecanismos de retorsión con los que hacer frente a la presión occidental sobre una Ucrania que Moscú no está dispuesto a ceder.

En definitiva, por unas razones y por otras los sirios se seguirán matando y el país continuará fracturado mientras El Asad va asomando nuevamente la cabeza. Falta por ver cuál es el primer mandatario que lo felicita por su victoria electoral y quién lo invita como flamante jefe de Estado a salir de su país. A este ritmo, no habrá que esperar demasiado.

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