Una unión del Mediterráneo aún más necesaria
Para Ahora Semanal.
Consecuencias de un rotundo fracaso
La población de esos países, mientras tanto, ha ido acumulando frustración y desesperación, derivadas tanto del desapego a sus fracasados gobernantes como del hastío con una UE que sistemáticamente ha preferido la estabilidad a toda costa por imperativos de su propia seguridad energética. Así, desde hace muchos años era bien visible la existencia de unas deficiencias estructurales que solo estaban a la espera de la gota que colmara el vaso de la paciencia de una población, por otro lado, reprimida en el interior por la fuerza y abandonada en el exterior por una Unión que optaba por encastillarse, con la increíble ceguera de pensar que podría mantenerse invulnerable a los efectos combinados del subdesarrollo y la inseguridad de sus periferias más inmediatas.
¿Podemos decir todavía que el resurgimiento del islamismo radical y del terrorismo yihadista es ajeno a todo esto? ¿Tan poco hemos extraído de la experiencia de jugar con fuego, promoviendo monstruos que creíamos controlar (muyahidines afganos, Sadam Husein, talibanes, rebeldes “moderados” sirios y tantos otros) hasta que comenzamos a quemarnos en nuestro propio juego-fuego? ¿Seguimos creyendo que la demonización del islamismo político y gestos como la bendición del golpe de Estado en Egipto no tienen consecuencias? ¿Nos basta con acusarlos de iluminados y fanáticos para sentirnos a salvo de su innegable atractivo para buena parte de la población árabo-musulmana? ¿Volvemos a apostar nuevamente por una respuesta militar, como si la experiencia cosechada en Afganistán, Irak, Libia y Siria no fuera suficiente para demostrar que ni el islamismo radical ni el yihadismo se pueden neutralizar a base de bombas? ¿Inventamos un nuevo juguete (desde la firma del Tratado de Roma en 1957 ya van siete dirigidos al Mediterráneo) o volvemos a Barcelona con verdadero ánimo de aplicar sus cláusulas?
Dos dinámicas imparables
Desde finales de los años 80 del pasado siglo el islamismo político ha crecido hasta convertirse en la opción preferida de los votantes del mundo árabo-musulmán, siempre que les han dejado expresarse libremente, sea en Argelia, Turquía, Palestina ocupada, Marruecos o Egipto. Y lo ha hecho desarrollando una inteligente estrategia que combina la relectura selectiva de la historia (tratando de mostrar que solo la aplicación de fórmulas islámicas permitirá recuperar el esplendor de las primeras etapas del imperio árabe), la crítica y denuncia contra los gobiernos locales (y los países occidentales que los apoyan) y la atención a las necesidades de los más desfavorecidos, sustituyendo al Estado allí donde este no quiere o no puede llegar.
Por su parte, los yihadistas, irresponsablemente confundidos en muchos círculos de opinión occidentales con los intérpretes del islam, no solo han logrado resistir el envite en sus principales feudos, sino que han podido ampliar su radio de acción tanto con los llamados foreign fighters como con los lobos solitarios y células que se sienten inspirados por sus violentos principios para golpear al que denominan “enemigo lejano”; es decir, nosotros.
Cambiar el rumbo en el Mediterráneo
Es tiempo (si no es tarde ya) de modificar radicalmente el rumbo. Eso significa: a) entender que nuestros intereses no pueden ir en dirección distinta a la de nuestros valores y principios; b) apostar decididamente por el desarrollo social, político y económico de nuestros vecinos, sabiendo que es imprescindible para mejorar nuestro propio desarrollo y seguridad; c) recuperar el espíritu (pero también la letra) del Proceso de Barcelona, combinando los tres capítulos de cooperación al mismo nivel de prioridad y recuperando la idea lanzada en su día por Romano Prodi, durante su mandato al frente de la Comisión Europea, de ofrecer “todo, menos las instituciones” a nuestros vecinos mediterráneos (eso sí es una zanahoria realmente atractiva); d) implicarse (no solo en el terreno de la ayuda al desarrollo, sino también en el político) en la búsqueda de solución para el conflicto árabe-israelí, lo que restaría uno de los más recurrentes argumentos de los yihadistas para intentar justificar sus atrocidades como respuesta a la existencia de una desigual vara de medida a nivel internacional para juzgar los actos de algunos estados; e) establecer canales de comunicación con representantes del islam, entendidos como interlocutores imprescindibles para desmontar el discurso yihadista; f) potenciar los intercambios de actores de la sociedad civil, convencidos de que el conocimiento mutuo es vital para desmontar estereotipos; g) liderar esfuerzos diplomáticos para poner fin a la violencia que asuela hoy buena parte de la región.
Nada de esto quiere decir que, visto lo ocurrido ahora en París y antes en Londres y Madrid, no haya que tomar conciencia sobre la amenaza real y activa del yihadismo en nuestros propios territorios. Tienen capacidad y voluntad para seguir matando y todos nosotros estamos en su lista de objetivos. Dado que nos enfrentamos a una amenaza global, solo cabe responder en común, activando capacidades multidimensionales (de las que la UE está sobradamente dotada). Hay que mejorar el nivel de colaboración entre los servicios policiales y de inteligencia, así como reforzar la cooperación entre las autoridades económicas para cortocircuitar los canales que les sirven para financiar sus acciones y entre las autoridades judiciales para emplear toda la fuerza de nuestro Estado de derecho para cerrar cualquier resquicio por el que puedan imponer su dictado. Asimismo, es preciso poner en común capacidades militares como instrumento de último recurso; sin caer en el error (debería bastar ya con lo visto tras las desventuras militares en Afganistán o Irak) de creer que el islam radical podrá ser neutralizado con armas y que el yihadismo podrá ser derrotado en un inexistente campo de batalla físico.
Mucho más allá (o, más bien, más acá) de todo eso, hay que contrarrestar las causas estructurales que sirven de caldo de cultivo para el florecimiento de opciones radicales y violentas. En esa línea cobran especial relevancia la apuesta por la educación, la eliminación de dobles varas de medida a nivel internacional y las políticas de integración que eviten la discriminación de individuos que terminen por creer que solo la violencia logrará resolver sus problemas. Es, por supuesto, una tarea de largo plazo que inevitablemente implica que seguiremos expuestos durante mucho tiempo a la amenaza, pero no podemos perder otros 20 años. Para todo eso necesitamos más (mucha más) Europa. ¿Estamos listos?