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Una unión del Mediterráneo aún más necesaria

Un bote repleto de migrantes se cruza con un ferri de pasajeros en Sikaminias, Grecia, en aguas del mar Mediterráneo. Carl Corte / Getty Images

Para Ahora Semanal.

Para quienes todavía se aferran al tango, prefiriendo pensar que 20 años no es nada, les vendría bien darse una vuelta por el Mediterráneo, entendido en un sentido estratégico como el espacio que comprende, en su orilla norte, a la Unión Europea y los países balcánicos y, en la sur y este, al territorio que abarca el Magreb, Oriente Próximo y Oriente Medio. En unos días se cumplen 20 años del lanzamiento de la Asociación Euro-Mediterránea, conocida también como Proceso de Barcelona por ser allí dónde se reunieron a nivel ministerial los entonces 15 miembros de la UE y los 12 Países Mediterráneos No Comunitarios (PMNC), tal como se designaban en el argot comunitario (Argelia, Chipre, Egipto, Jordania, Israel, Líbano, Malta, Marruecos, Siria, Territorio Ocupado Palestino, Túnez y Turquía. Posteriormente se incorporarían Mauritania y Libia, mientras cambiaban de bando Malta y Chipre, al convertirse en miembros de la UE, y Turquía pasaba a ser considerado candidato a la adhesión). Y aunque no son pocos los rasgos de aquella época que se han agravado, son muchos más los que han cambiado, configurando un panorama cada vez más inquietante. París nos lo acaba de mostrar de modo brutal.Para valorar la situación actual de la región necesariamente hay que tomar como referencia el objetivo formulado entonces por Bruselas: “Crear un espacio euro-mediterráneo de paz y prosperidad compartida”. Se mire como se mire, nadie se atrevería a calificar hoy al Mediterráneo como una zona de paz, cuando a los conflictos pendientes de resolución desde hace décadas se le añaden otros focos de violencia descontrolada. Ni de prosperidad, salvo que se cierren los ojos al hecho de que es aquí donde se registra la mayor brecha de desigualdad del planeta, con una renta per cápita en la orilla norte que es 14 veces superior a la de quienes habitan la orilla sur y este. Estamos, por tanto, muy lejos de un objetivo que, con diferentes formulaciones, se viene repitiendo desde 1972, cuando se puso en marcha de la Política Global Mediterránea.

Ya desde entonces se entendió la necesidad de articular un esquema de relaciones que combinara las cuestiones políticas y de seguridad con las económicas y financieras, sin olvidar el diálogo social, cultural y humano. Activando el clásico patrón del palo y la zanahoria, Bruselas pretendía incentivar cambios estructurales en unos regímenes manifiestamente mejorables a cambio de ayuda económica y ventajas comerciales. Al mismo tiempo buscaba dar juego a la incipiente sociedad civil, capacitándola tanto para presionar a sus propios gobernantes como para asumir una mayor cuota de responsabilidad en la mejora de sus estándares de desarrollo social, político y económico.Era, por supuesto, una formulación diseñada por la maquinaria europea, a la que solo posteriormente se invitó a participar a buena parte de los países árabo-musulmanes (soñando incluso con crear nuevos esquemas hasta con los países del Golfo). Pero lo que explica su magro balance es, sobre todo, que la UE nunca puso sobre la mesa una zanahoria lo suficientemente atractiva como para vencer la resistencia al cambio de unas élites locales exclusivamente preocupadas por mantener sus enormes privilegios, conscientes además de que la presión comunitaria no se atrevería a poner en cuestión la estabilidad que ellas mismas aseguraban (con una mezcla de clientelismo paternalista y férrea represión de cualquier disidencia).

Consecuencias de un rotundo fracaso

La población de esos países, mientras tanto, ha ido acumulando frustración y desesperación, derivadas tanto del desapego a sus fracasados gobernantes como del hastío con una UE que sistemáticamente ha preferido la estabilidad a toda costa por imperativos de su propia seguridad energética. Así, desde hace muchos años era bien visible la existencia de unas deficiencias estructurales que solo estaban a la espera de la gota que colmara el vaso de la paciencia de una población, por otro lado, reprimida en el interior por la fuerza y abandonada en el exterior por una Unión que optaba por encastillarse, con la increíble ceguera de pensar que podría mantenerse invulnerable a los efectos combinados del subdesarrollo y la inseguridad de sus periferias más inmediatas.

Visto así, tanto las revueltas árabes de estos últimos años como el auge del yihadismo (primero con Al Qaeda y ahora con Dáesh) no son más que la visibilización de un rotundo y múltiple fiasco. En primer lugar, el de los propios gobiernos regionales por desatender sistemáticamente las demandas de una población en sostenido crecimiento, insatisfecha en sus necesidades básicas y sin derechos y libertades plenas. Pero también el de una UE ensimismada y carente de voluntad para aplicar sus ingentes medios para promover seriamente el desarrollo social, político y económico de nuestros vecinos del sur y para integrar plenamente a quienes, entre nosotros, se sienten marginados por el color de su piel o por sus apellidos.Durante demasiado tiempo los gobiernos de la Unión han preferido apoyarse en gobernantes locales contrarios a los valores y principios que decimos defender, atados a un planteamiento perfilado, ya desde la descolonización, por la creación de países artificiales —condenando a vivir juntos a quienes no querían hacerlo y profundizando fracturas internas que dibujan un panorama de inestabilidad permanente—, el sostenimiento de líderes impresentables en todos los sentidos del término (menos en el de aceptar un statu quo que les beneficiaba muy directamente) y la elección de aliados locales tan poco recomendables como el régimen saudí.

¿Podemos decir todavía que el resurgimiento del islamismo radical y del terrorismo yihadista es ajeno a todo esto? ¿Tan poco hemos extraído de la experiencia de jugar con fuego, promoviendo monstruos que creíamos controlar (muyahidines afganos, Sadam Husein, talibanes, rebeldes “moderados” sirios y tantos otros) hasta que comenzamos a quemarnos en nuestro propio juego-fuego? ¿Seguimos creyendo que la demonización del islamismo político y gestos como la bendición del golpe de Estado en Egipto no tienen consecuencias? ¿Nos basta con acusarlos de iluminados y fanáticos para sentirnos a salvo de su innegable atractivo para buena parte de la población árabo-musulmana? ¿Volvemos a apostar nuevamente por una respuesta militar, como si la experiencia cosechada en Afganistán, Irak, Libia y Siria no fuera suficiente para demostrar que ni el islamismo radical ni el yihadismo se pueden neutralizar a base de bombas? ¿Inventamos un nuevo juguete (desde la firma del Tratado de Roma en 1957 ya van siete dirigidos al Mediterráneo) o volvemos a Barcelona con verdadero ánimo de aplicar sus cláusulas?

Dos dinámicas imparables

Desde finales de los años 80 del pasado siglo el islamismo político ha crecido hasta convertirse en la opción preferida de los votantes del mundo árabo-musulmán, siempre que les han dejado expresarse libremente, sea en Argelia, Turquía, Palestina ocupada, Marruecos o Egipto. Y lo ha hecho desarrollando una inteligente estrategia que combina la relectura selectiva de la historia (tratando de mostrar que solo la aplicación de fórmulas islámicas permitirá recuperar el esplendor de las primeras etapas del imperio árabe), la crítica y denuncia contra los gobiernos locales (y los países occidentales que los apoyan) y la atención a las necesidades de los más desfavorecidos, sustituyendo al Estado allí donde este no quiere o no puede llegar.

Por su parte, los yihadistas, irresponsablemente confundidos en muchos círculos de opinión occidentales con los intérpretes del islam, no solo han logrado resistir el envite en sus principales feudos, sino que han podido ampliar su radio de acción tanto con los llamados foreign fighters como con los lobos solitarios y células que se sienten inspirados por sus violentos principios para golpear al que denominan “enemigo lejano”; es decir, nosotros.

Y frente a esas dinámicas, la UE se ha limitado a ir parcheando los rotos y descosidos de un esquema que nunca ha querido aplicar con todas sus consecuencias (creando, por ejemplo, una verdadera zona de libre comercio, aplicando cláusulas de condicionalidad democrática o facilitando el movimiento de personas). Peor aún, el esfuerzo se ha ido diluyendo progresivamente hasta quedarse en una alicaída Unión para el Mediterráneo (UpM) que, en síntesis, solo se centra en las cuestiones económicas y financieras; o, más bien, en estimular la inversión privada para que se dirija hacia la región.Más recientemente, solo con enorme dificultad ha podido disimular su ambigüedad ante unas movilizaciones ciudadanas (reprimidas violentamente por los respectivos gobiernos) que demandaban libertad, dignidad y trabajo, pero que ponían en peligro una estabilidad sacralizada por décadas de sobreentendidos, ante el temor inocultable que producía el crecimiento del apoyo popular a las opciones islamistas. Y así llegamos hasta hoy, con una UE que se ha autoexcluido como tal en la búsqueda de soluciones a los problemas de la zona y que parece tentada de reforzar su apuesta por la estabilidad, de la mano de dirigentes que no se distinguen precisamente por su sensibilidad para atender a las necesidades de sus pueblos.

Cambiar el rumbo en el Mediterráneo

Es tiempo (si no es tarde ya) de modificar radicalmente el rumbo. Eso significa: a) entender que nuestros intereses no pueden ir en dirección distinta a la de nuestros valores y principios; b) apostar decididamente por el desarrollo social, político y económico de nuestros vecinos, sabiendo que es imprescindible para mejorar nuestro propio desarrollo y seguridad; c) recuperar el espíritu (pero también la letra) del Proceso de Barcelona, combinando los tres capítulos de cooperación al mismo nivel de prioridad y recuperando la idea lanzada en su día por Romano Prodi, durante su mandato al frente de la Comisión Europea, de ofrecer “todo, menos las instituciones” a nuestros vecinos mediterráneos (eso sí es una zanahoria realmente atractiva); d) implicarse (no solo en el terreno de la ayuda al desarrollo, sino también en el político) en la búsqueda de solución para el conflicto árabe-israelí, lo que restaría uno de los más recurrentes argumentos de los yihadistas para intentar justificar sus atrocidades como respuesta a la existencia de una desigual vara de medida a nivel internacional para juzgar los actos de algunos estados; e) establecer canales de comunicación con representantes del islam, entendidos como interlocutores imprescindibles para desmontar el discurso yihadista; f) potenciar los intercambios de actores de la sociedad civil, convencidos de que el conocimiento mutuo es vital para desmontar estereotipos; g) liderar esfuerzos diplomáticos para poner fin a la violencia que asuela hoy buena parte de la región.

Nada de esto quiere decir que, visto lo ocurrido ahora en París y antes en Londres y Madrid, no haya que tomar conciencia sobre la amenaza real y activa del yihadismo en nuestros propios territorios. Tienen capacidad y voluntad para seguir matando y todos nosotros estamos en su lista de objetivos. Dado que nos enfrentamos a una amenaza global, solo cabe responder en común, activando capacidades multidimensionales (de las que la UE está sobradamente dotada). Hay que mejorar el nivel de colaboración entre los servicios policiales y de inteligencia, así como reforzar la cooperación entre las autoridades económicas para cortocircuitar los canales que les sirven para financiar sus acciones y entre las autoridades judiciales para emplear toda la fuerza de nuestro Estado de derecho para cerrar cualquier resquicio por el que puedan imponer su dictado. Asimismo, es preciso poner en común capacidades militares como instrumento de último recurso; sin caer en el error (debería bastar ya con lo visto tras las desventuras militares en Afganistán o Irak) de creer que el islam radical podrá ser neutralizado con armas y que el yihadismo podrá ser derrotado en un inexistente campo de batalla físico.

Mucho más allá (o, más bien, más acá) de todo eso, hay que contrarrestar las causas estructurales que sirven de caldo de cultivo para el florecimiento de opciones radicales y violentas. En esa línea cobran especial relevancia la apuesta por la educación, la eliminación de dobles varas de medida a nivel internacional y las políticas de integración que eviten la discriminación de individuos que terminen por creer que solo la violencia logrará resolver sus problemas. Es, por supuesto, una tarea de largo plazo que inevitablemente implica que seguiremos expuestos durante mucho tiempo a la amenaza, pero no podemos perder otros 20 años. Para todo eso necesitamos más (mucha más) Europa. ¿Estamos listos?

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