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Un enemigo dificil de golpear

Tropas

Para EL PAÍS

El «segundo mensaje a EE UU» —difundiendo la ejecución de otro periodista estadounidense— ha debido colocar a Obama al borde de una decisión para activar su maquinaria militar contra el Estado Islámico (EI). Sin embargo, no parece que esa decisión sea inminente. Y no tanto por el prurito moral de un premio Nobel que justificó en su día el uso de la fuerza, sino como resultado de un cálculo racional de costes y beneficios. En términos militares, el análisis del enemigo a batir —unos 50.000 combatientes repartidos entre Siria e Irak— determina una situación muy fluida, sin frentes definidos, en la que muy raramente se identifican concentraciones de fuerzas que supongan objetivos rentables para un ataque en masa (sea terrestre o aéreo). No es tampoco un Estado clásico, con instalaciones, territorio o población que se puedan amenazar o golpear con idea de disuadirle de ejercer la violencia. Además, al confundirse con la población local (rehén y escudo humano) y al contar en sus filas con socios circunstanciales a los que mañana puede interesar recuperar como aliados, se hace mucho más difícil combatirlo.

Para hacerlo con ciertas garantías de éxito es necesario contar con información permanentemente actualizada sobre sus movimientos e intenciones (algo que solo se consigue pisando el terreno e infiltrando agentes desde tiempo atrás). Por otra parte, como nos enseñan las guerras híbridas más recientes, por muy sofisticado que sea el sistema de mando, control y comunicaciones y por muy avanzado que sea el potencial aéreo desplegado, no es posible derrotar desde el aire a un enemigo tan elusivo. Por tanto, también es obligado desplegar unidades terrestres, y eso es algo que actualmente queda fuera de la agenda estadounidense.

En consecuencia, el esfuerzo de Obama —si logra resistir la presión militarista que lo rodea— es articular una nueva modalidad de su ya conocido «leading from behind» [liderar desde atrás]. Así, cabe esperar que continúe utilizando drones y cazas propios para obtener información y destruir algún objetivo ocasional, al tiempo que trata de recabar apoyos de otros socios y aliados (la cumbre de la OTAN que arranca el jueves será un buen test sobre su capacidad de convicción), poniendo en marcha una dinámica que incluye llamativas paradojas. La primera es apoyar a Bagdad, para que sean las tropas iraquíes (junto con los peshmergas kurdos) la carne de cañón que debe encargarse de las operaciones terrestres, como si no fuese un Gobierno débil e influenciado poderosamente por Teherán. La segunda es confiar en que el reforzamiento de los peshmergas (que son milicias partidistas) no termine por afectar a aliados como Turquía, temerosa de las ansias independentistas de los kurdos. A eso se suma una colaboración de facto con Irán, interesado igualmente en un Irak unido bajo control chií para reforzar sus opciones de liderazgo regional. Y, por último, hasta el genocida régimen sirio parece a punto de convertirse en aliado.

Sin tropas propias en el terreno, todo parece valer a corto plazo en una estrategia basada en las armas. Y así no es.

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