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Un año más con el pueblo palestino

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(Para Radio Nederland)
Fue en 1977 cuando la Asamblea General de la ONU fijó el 29 de noviembre de cada año como el Día Internacional de Solidaridad con el Pueblo Palestino. Para entonces, el Plan de Partición- aprobado precisamente ese mismo día de 1947 con la Resolución 181(II)- había quedado ya superado por una historia convulsa en la que se habían registrado las cuatro primeras guerras entre árabes e israelíes. El Estado de Israel era para entonces una realidad innegable, mientras que ningún Estado palestino había surgido en aquella tierra inicialmente administrada por los británicos.

El tiempo transcurrido no puede llevarnos a olvidar unos datos básicos que muestran a las claras el enorme desequilibrio existente cuando se decidió, con Londres en lugar destacado, pasar página en la historia de Oriente Próximo. Además de los reiterados errores cometidos por ambas partes contendientes, el comportamiento británico es en gran parte responsable de lo que ocurrió entonces, en su calidad de potencia administradora de ese territorio. Mientras que, por una parte, venía regalando los oídos de los dirigentes árabes, con infundadas promesas de apoyo a la creación de un Estado unido, por otra, se comprometía (Declaración Balfour, 1918) a respaldar la instauración de un “hogar nacional judío”. La evolución de los acontecimientos, con crecientes episodios de violencia entre británicos, palestinos y judíos (no cabe hablar de israelíes hasta el 14 de mayo de 1948), llevó a Londres a la ONU para forzar una decisión de esta nueva organización que le permitiera desentenderse de la situación de la zona.

Fue así como se llegó al desequilibrado Plan de Partición. Un Plan que tiende a considerarse como una solución salomónica, pero que oculta de hecho un insoportable (al menos para los palestinos) sesgo projudío. Las cifras no dejan lugar a dudas: frente a una realidad que indicaba que los palestinos representaban en aquel momento el 70% de la población de la Palestina administrada por Londres (los judíos eran, por tanto, el 30%) y eran propietarios del 92% de aquella tierra (por el 8% en manos judías), el Plan concedía a los judíos el 54% de Palestina (y solo el 46% a los palestinos). ¿Se puede tomar ésa como una base sólida para construir la paz en el área? Aunque se dejara fuera del reparto a Jerusalén (con un corpus separatum que trataba de garantizar la libertad de culto y acceso a los creyentes de las tres religiones del Libro), la desigualdad del reparto y la fragmentación del resto del territorio era tan insostenibles que, más bien, cabe entenderla como una macabra broma de los funcionarios de la ONU, por cuanto constituía una tentación irrefrenable para unos y para otros a ganar más territorio por la fuerza (como así ocurrió de inmediato, bajo el impulso de las fuerzas armadas israelíes).

Desde entonces, tanto por vías violentas como de negociación, los palestinos no han hecho más que alejarse del sueño de contar algún día con un Estado propio que sea viable en sí mismo. No cabe confundir ese sueño con lo que hoy representan la Franja de Gaza (la mayor prisión del planeta) y Cisjordania (convertida ya en un queso de gruyere, en el que las localidades palestinas han derivado en bantustanes impracticables), donde malviven más de 3,5 millones de frustrados y desesperados palestinos. Mucho menos cabe presumir que la situación actual satisface a los más de cuatro millones de refugiados que se agolpan en los campos de Líbano, Jordanía o los propios Territorios Ocupados. Tampoco tiene sentido identificar a la Autoridad Palestina o a sus representantes como auténticos gobernantes, sino más bien como meros gestores de las migajas que Israel les ha concedido en el marco del Proceso de Paz iniciado en Madrid en octubre de 1991 y ahora irremediablemente difunto.

El sueño no ha sido eliminado…, pero su plasmación sigue siendo hoy una entelequia ausente, por otra parte, de la agenda internacional. Entretanto, podemos seguir recordando los hechos y lamentarnos de que todavía haya en ambos bandos quienes crean que las armas les permitirán convertir en realidad sus planes de poder. También podemos criticar los errores de unos y otros cuando han rechazado los más de sesenta planes de paz puestos sobre la mesa en estas últimas décadas. En todo caso, y por muchas que hayan sido las equivocaciones cometidas por este pueblo (y sobre todo por sus dirigentes), siguen vigentes las mismas preguntas. ¿Alguien puede creer, en el lado israelí, que por la fuerza acabarán siendo aceptados por sus vecinos, dentro de fronteras seguras y reconocidas internacionalmente, y consolidando su posición como un país democrático y desarrollado? ¿Alguien puede confiar, entre los palestinos, que quienes entre ellos han optado por la violencia van a garantizarles un mejor bienestar y seguridad, e incluso un Estado aceptado por la comunidad internacional? ¿Alguien, en esa comunidad internacional, puede estar convencido acaso de que el tiempo todo lo cura y de que basta con seguir pasivamente la evolución de los acontecimientos, a la espera de que el hartazgo mutuo imponga la calma?

Un año más (realmente es algo que ocurre todos los días) tomamos conciencia de que el conflicto que azota a la Palestina histórica es mucho más que una pelea local. Es el núcleo central de la inseguridad en Oriente Próximo, en el Mediterráneo y, por extensión, en el planeta (en la medida en que su permanencia contamina poderosamente muchos otros escenarios de violencia). No debería bastar con el recuerdo y la compasión por los que sufren en ambos bandos. Es imprescindible la activación de una voluntad política que coloque nuevamente este asunto en la agenda. ¿Alguien lo tiene anotado en la suya?

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