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Turquía en la diana del terrorismo internacional

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(Para Radio Nederland)
Hasta hace unos días, las noticias que llegaban de Turquía confirmaban la recuperación de una gravísima crisis económica- se espera terminar el año con un alto crecimiento del 5% y una inflación del 20%, muy por debajo de los niveles habituales hasta ahora- y la consolidación de la apuesta del gobierno de perfil islamista moderado, encabezado por Recep Tayyip Erdogan, por llevar a cabo las reformas necesarias para facilitar algún día la ansiada entrada en la Unión Europea. Ahora, en el escaso margen de una semana, la violencia terrorista desatada sobre Estambul ha modificado drásticamente el panorama. Además del golpe que supone la pérdida de vidas humanas y el daño psicológico a una población amedrentada, la campaña de terror desencadenada en estos días no sólo recuerda la fragilidad del proceso de modernización turca sino que ensombrece aún más sus posibilidades de superar los retos internos a los que se enfrenta.

Los violentos, y todo indica que han sido militantes de grupos de raíz islámica bajo la inspiración de la red Al Qaeda, han elegido Turquía por diversas razones. En primer lugar porque debe entenderse que el terrorismo busca golpear allí donde le resulte más fácil y en este caso, en su calidad de país mayoritariamente musulmán, Turquía ofrece mayores posibilidades para estos individuos para encontrar refugio y apoyo logístico por parte de sectores de la población que, por el motivo que sea, se perciben a sí mismos como marginados o discriminados. Además, para quien, como Bin Laden, plantea su estrategia del terror como una lucha global contra Occidente, le interesa impedir que el modelo de convivencia entre Islam y los valores occidentales que se está tratando de desarrollar en Turquía pueda llegar a tener éxito.

Por otra parte, cabe recordar que para los promotores de esa misma visión del mundo, se convierten en enemigos a batir todos los gobiernos que den la espalda a los fundamentos que ellos consideran más puros e inamovibles del Islam y que colaboren con Occidente. En este caso, Turquía es un país miembro de la OTAN, candidato a la Unión Europea y, por si eso no fuera suficiente, aliado especial de Israel (con acuerdos que incluyen la cooperación en materia de defensa). Todo ello lo convierte en un objetivo central para abrir un nuevo frente en una guerra que no se ajusta necesariamente a los ritmos y a los modos que tratan de imponer EEUU y los gobiernos que colaboran con Bush en la guerra contra el terror (con Afganistán e Iraq como escenarios más llamativos). Al Qaeda, a quien todas las señales apuntan como responsable último de estos actos injustificables, maneja un ritmo más pausado, con períodos de hibernación que no sólo no debilitan su capacidad operativa sino que la refuerzan, al tiempo que va ampliando la red de contactos y grupos interesados en actuar violentamente en distintos escenarios. Todo sirve a su estrategia de guerra asimétrica, sabiendo que no sirve contra ella la disuasión clásica (dado que no tiene un territorio que defender ni una opinión pública ante la que dar cuenta) y que le basta con que sus actos, independientemente del carácter específico del objetivo destruido, logren una amplia repercusión mediática que le permita dar a entender que su capacidad operativa se mantiene y que, con ello, consigue tener en vilo a los gobiernos más poderosos.

Tampoco es casual, desde la perspectiva del «cuanto peor, mejor», que los terroristas hayan elegido Estambul. Al igual que ya ocurrió hace unos años en Egipto, cuando los atentados contra turistas occidentales buscaban ahogar una de las principales fuentes de ingresos de divisas del país, lo que se pretende es abortar la recuperación económica creando un clima que disuada a los potenciales visitantes de Turquía (el turismo representa en torno al 5% del PIB nacional) y a los posibles inversores internacionales. Si eso se consigue, habrá un mayor descontento social en una población ya duramente castigada por la crisis desatada en 2000 y, por consiguiente, mayores dificultades para la gestión de un gobierno que tiene que lidiar al mismo tiempo con unas fuerzas armadas vigilantes del modelo secular instaurado por Mustafa Kemal Ataturk.

Erdogan se enfrenta a una situación endiablada. Si decide cargar contra los violentos puede producirse un nuevo retroceso en los evidentes, pero aún insuficientes, avances en las reformas legales que se están desarrollando para garantizar el ejercicio de los derechos y libertades propios de un Estado de derecho. Pero, además, también puede producir un alejamiento de sus propias bases electorales, en la medida en que interpreten que esa política represiva y de fuerza se define contra su identidad islamista. Si, por el contrario, no reacciona en esa línea no hará más que incrementar el descontento de unas fuerzas armadas que se sienten maltratadas por los nuevos gobernantes y que todavía conservan un significativo papel en la política turca. En consecuencia, podrían verse tentadas, una vez más, a tomar las riendas para erradicar esa amenaza.

Tiempos difíciles, en definitiva, que no pueden dejar impasible a la Unión Europea. Sin rebajar el nivel de exigencia, Bruselas debe reforzar ahora las señales positivas a un gobierno y a una sociedad que pretenden mayoritariamente integrarse sinceramente en el club comunitario. Esas señales serían importantes tanto por su significación simbólica de apoyo, como por el hecho de demostrar que la manera más eficaz de luchar contra el terrorismo internacional pasa preferentemente por la cooperación internacional en materia económica, legal y de inteligencia y no por el protagonismo de las fuerzas armadas, tal como Afganistán e Iraq nos están enseñando.

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