Tras la Cumbre, el bajón
El penoso incidente entre el Presidente venezolano Hugo Chávez y el monarca español Juan Carlos durante la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile ha ocultado, lamentablemente, los logros que en ella se habían alcanzado, pero ha servido, también lamentablemente, para abrir nuevos frentes entre España y Venezuela, y más en general entre España y América Latina, cuya evolución es difícil de prever. Hasta ese momento la Cumbre transcurría con relativa normalidad, se había avanzado mucho más que en ocasiones anteriores en temas concretos como el convenio de seguridad social, o los proyectos en materia de agua potable, y las discusiones sobre cohesión y justicia social parecían más retóricas que otra cosa. Y, sin embargo, la trifulca entre Chávez y Juan Carlos pone en cuestión muchas cosas.
La primera, la existencia de las propias Cumbres Iberoamericanas y su utilidad. Surgidas, no lo olvidemos, al calor de las conmemoraciones del llamado Quinto Centenario, estas reuniones han tenido históricamente un perfil político relativamente bajo, sólo animado, en ocasiones, por la discusión sobre si el Presidente cubano Fidel Castro participaría o no, y más recientemente por la presencia –considerada «éxótica» por ciertos sectores españoles- de los nuevos mandatarios latinoamericanos como el presidente boliviano Evo Morales, el ecuatoriano Correa, el brasileño Lula da Silva, o el propio Chávez. La creación de la Secretaría General Iberoamericana en la XV Cumbre celebrada en Salamanca en 2005, y el nombramiento como Secretario General de la misma de una persona de la talla de Enrique Iglesias, trataban de establecer un instrumento de continuidad entre las Cumbres que diera algún contenido real a lo acordado, pero hasta el día de hoy los resultados son escasos.
En cualquier caso, en foros de este tipo, es preciso acostumbrarse a participar junto a líderes políticos que estén en las antípodas ideológicas. Podría uno preguntarse qué hubiera pasado si hubiera ganado las elecciones en España el Partido Popular y Mariano Rajoy hubiera participado junto a Chávez. O, aún peor, si hubiera triunfado el golpe de Estado contra el líder venezolano y hubiera asistido, por ejemplo, el golpista Carmona. España ha puesto muchas energías en el mantenimiento de unas relaciones privilegiadas con América Latina que le resultan beneficiosas en el concierto internacional. Sin embargo, la existencia de una comunidad iberoamericana de naciones con intereses comunes no es tan evidente, y la diplomacia española debiera sacar algunas lecciones ahora que se comienzan a preparar las conmemoraciones por los 200 años de la independencia de las naciones de América Latina.
Por otro lado, es evidente que, a menos de un mes del referéndum venezolano en el que Chávez aspira a reformar la constitución y concederse poderes aún más amplios, el comportamiento del líder bolivariano hay que explicarlo en clave interna. A Chávez le viene muy bien agitar el viejo antiimperialismo español y si, además, lo hace con la figura del Rey de España, el carácter simbólico de sus proclamas tiene aún mayor fuerza. Ahí sí que se siente Bolívar.
El problema es que pese al carácter oportunista o demagógico que él le dé, algunas de sus quejas tienen una base real. Es cierto que el gobierno de Aznar estaba al tanto del golpe de Estado contra Chávez en el año 2002 y lo saludó, y no es menos cierto que el ex presidente español está ejerciendo toda su influencia como asesor del grupo de comunicación de Rupert Murdoch y su imperio mediático, para atacarle. No obstante, eso no le autoriza a interrumpir a quien se le antoje, en este caso al presidente Zapatero, para atacar a Aznar. Pero defender a éste porque había sido elegido democráticamente por el pueblo español es un pobre argumento. Ser elegido en las urnas no legitima para injerencias en asuntos de otros Estados o para incumplimientos del derecho internacional. Defender a alguien por ser compatriota también se nos antoja un argumento débil. Entre los compatriotas habrá seres admirables y otros que no lo son tanto, y un gobernante honesto deberá defender a todo su pueblo sin apoyar actuaciones ilegales o delictivas que algunos ciudadanos hayan podido cometer. ¿No es lo mismo que intentaba el presidente Sarkozy tratando de sacar de Chad a los implicados en el escándalo de la ONG Arca de Zoé porque eran franceses? La defensa de los nacionales de un país del que se es mandatario no está por encima de las leyes nacionales o internacionales.
En ese mismo sentido, tampoco la defensa a ultranza de todos los empresarios españoles en América Latina y de sus intereses parece que sea la respuesta adecuada a los ataques de Chávez y otros mandatarios latinoamericanos. Muchas empresas españolas han contribuido, sin duda, al desarrollo de muchos países del continente, transfiriendo tecnología, realizando grandes inversiones de capital, o creando puestos de trabajo. Pero también es cierto que entraron en momentos de crisis y, analizando riesgos, pudieron tomar posiciones en sectores estratégicos clave a precios muy bajos, reflotándolos y obteniendo después grandes beneficios. Y también es cierto que algunas de estas empresas se han visto envueltas en prácticas poco éticas y, en algunos casos, están siendo investigadas o en procesos judiciales por ello. Los cantos a la seguridad jurídica que ahora entonan, olvidan que muchas de ellas se beneficiaron de ciertos vacíos e inseguridades jurídicas, como han señalado algunas ONG. Y por parte de Zapatero, una elemental diferenciación entre intereses públicos e intereses privados hubiera sido de agradecer.
En todo caso, la mayor parte de los analistas coinciden en que ni los «faroles» de la patronal española CEOE, en el sentido de retirarse de Venezuela, ni las amenazas de Chávez de «meter el ojo a ver qué hacen las empresas españolas», van a poder ponerse en marcha en el corto plazo con la contundencia que sus promotores sugieren. Tal vez Chávez tense la cuerda en el periodo previo al referéndum y por ello la diplomacia española debería insistir en su labor de apaciguamiento y vuelta a la normalidad de las relaciones. Y los empresarios españoles, aunque en el medio plazo se replanteen sus negocios en Latinoamérica, no pueden dar, sin más, la espantada, máxime cuando sectores estratégicos como energía, telecomunicaciones o banca están en juego. El pragmatismo se impone. Al menos, por ahora.
Evidentemente Chávez y su pretendida revolución bolivariana no son del gusto de la mayor parte de los países de occidente y son vistos como un riesgo y un foco de tensión en el continente latinoamericano. Sin embargo, en algunas cuestiones, ya sea la mediación con las FARC colombianas para un intercambio humanitario, o en la negociación de intereses empresariales españoles, su papel sigue siendo necesario. Y él lo sabe. Vaya que sí lo sabe.