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Actualidad | IECAH en los medios

Trabajo de héroes… ¿hasta dónde?

Mº Antonia Sánchez-Vallejo (El País)

En 2002, 85 trabajadores humanitarios murieron, resultaron heridos o fueron secuestrados en ataques violentos en todo el mundo. En 2010, la cifra casi se había triplicado: 225 cooperantes fueron atacados mientras desempeñaban su labor. El caso de las dos trabajadoras de Médicos sin Fronteras (MSF) secuestradas la semana pasada en Kenia, o la francesa muerta esta semana en poder de sus captores -los mismos en ambos casos-, es el último de una larga serie de atentados contra los profesionales que ejercen la acción humanitaria, una de las patas de la cooperación (la otra es la ayuda al desarrollo) y, por sus características, la más peligrosa.

En los conflictos bélicos contemporáneos, el frente de batalla es una mancha de aceite que gana terreno a costa de la población civil, y en la volátil línea de fuego se mueven, ofreciendo blanco, todos aquellos que asisten a las víctimas. En el medio centenar de conflictos en curso en el mundo -olvidados la mayoría de ellos-, decenas de miles de cooperantes, tanto expatriados -extranjeros enviados al lugar- como trabajadores locales, conviven a diario con el riesgo.

Trabajar en una situación extrema supone la asunción de riesgos extremos, y la guerra es el escenario que los reúne todos, por lo que las medidas de seguridad para minimizar situaciones de peligro son elevadas. Los trabajadores humanitarios tienen prohibido hacer desplazamientos de noche; conducir (como en el caso de las misiones militares en zonas de contienda, los accidentes son la causa más frecuente de muerte); permitir el acceso a las sedes o sus vehículos de hombres armados (la pegatina No Weapons es lo primero que se ve en cualquier todoterreno o ambulancia de una ONG)… También deben comunicarse con la base, planificar los desplazamientos, estar permanentemente localizables… Pero, por muchas que sean las medidas, y dada la complejidad de los conflictos bélicos actuales -con multiplicidad de actores armados: fuerzas regulares, guerrillas, milicias, señores de la guerra-, ¿son suficientes para garantizar la seguridad de los trabajadores expatriados? ¿Cómo mejorarla y reducir el número de incidentes? Es más, ¿conviene dar marcha atrás y, ante la imposibilidad de ayudar, evacuar el lugar?

No hay ningún protocolo internacional unificado, sí infinidad de manuales y recomendaciones. El asunto de la seguridad es, pues, competencia directa de la organización. «Cada ONG adapta esas recomendaciones a su estructura organizativa y a sus funciones. Es decir, establece una política de gestión de riesgos y luego el protocolo de medidas correspondiente», explica Angelo Pirola, responsable de Logística de Proyectos y experto en seguridad de Médicos del Mundo (MDM), una ONG que perdió a tres trabajadores en 1997 en Ruanda. «La seguridad en acción humanitaria es sobre todo la prevención de riesgos, y esa prevención se basa en cuatro pilares: el primero, desplazamientos lo más seguros posibles (nada de improvisar movimientos), con vehículos en condiciones y unas provisiones básicas obligatorias (tanques de gasolina, agua, comida, teléfono satélite). El segundo, las telecomunicaciones: hay que estar en todo momento localizable y a la vez poder localizar. En tercer lugar, un adecuado manejo de la visibilidad de la ONG: igual que en contextos de ayuda al desarrollo el logo de la ONG abre mil puertas, en situaciones de guerra puede ser una diana; la conveniencia o no de mostrarlo se evalúa en cada contexto, incluso por regiones dentro del mismo país. Por último, el cuarto punto sería evitar hacer alarde de iPads, dinero, teléfonos, etcétera», concluye Pirola. En consecuencia, la gestión de la seguridad de los cooperantes, según el experto de MDM, podría resumirse en «manejar información y datos, procesarlos y ponerlos en común con los colegas de otras organizaciones humanitarias: tal carretera cortada, un ataque no sé dónde, etcétera».

En este punto incide Francisco Rey, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH): «Los protocolos no lo resuelven todo e incluso pueden ser demasiado rígidos. Debe hacerse un análisis cotidiano de toda la información que se recibe, e intercambiarla con otras organizaciones, por lo cambiante del entorno. Parece que en el campo de Dadaab (Kenia) se había notado la presencia de gente sospechosa en los días previos al secuestro [de las dos trabajadoras de MSF]. Porque quien protege a las ONG es la gente, los propios beneficiarios de la ayuda, e incluso a veces los actores armados, que saben que pueden recurrir a ellas si necesitan asistencia».

Para el responsable del IECAH, la seguridad no depende solo de los protocolos, «sino del grado de neutralidad con que la ONG es contemplada por todos los actores del conflicto». Es decir, cuanta más confianza y aceptación logren las organizaciones humanitarias, más protección natural obtendrán para desarrollar su misión sin sobresaltos.

Stephanie Sturzenegger, de la Célula de Seguridad Operativa del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), un organismo presente en 55 conflictos (y que en 1996 perdió a seis enfermeras en un ataque armado en Chechenia), explica desde Ginebra por correo electrónico que la seguridad, «mucho antes de convertirse en un asunto de protección técnica o física, es una cuestión de aceptación y confianza. Las regulaciones de seguridad del CICR se basan en los denominados pilares de seguridad, que son: aceptación, identificación, información, regulaciones de seguridad, comportamiento personal, telecomunicaciones y medidas de protección, tanto las activas como las pasivas: no recurso a escoltas armadas, refuerzo de edificios».

La neutralidad que enarbola el CICR es la línea divisoria entre este organismo y las ONG de acción humanitaria que, como MSF, optan explícitamente por la denuncia (el término inglés es advocacy, testimonio) más allá de la respuesta humanitaria clásica. Cabe recordar que el CICR es el valedor de las convenciones de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales de 1977, que protegen a las personas que no participan en las hostilidades (civiles, corresponsales de guerra incluidos; personal sanitario, miembros de organizaciones humanitarias) y a los que ya no pueden seguir participando en los combates (heridos, enfermos, náufragos y prisioneros de guerra, incluidos los periodistas empotrados en algún Ejército si caen en manos del enemigo). Empero, la desconfianza hacia la neutralidad inquebrantable del CICR por parte de las ONG humanitarias más activistas es legendaria.

A las tradicionales partes en conflicto se ha añadido en los últimos tiempos una nueva, espuria, cuyo principal propósito es cobrar un posible rescate y obtener publicidad: los terroristas somalíes de Al Shabab, secuestradores de las dos trabajadoras de MSF en Kenia, o la rama magrebí de Al Qaeda en el Magreb. Aunque podrían parecer casos similares, Rico establece una diferencia clara entre el caso de las cooperantes de MSF y otros recientes: «Las dos compañeras de MSF no han sido imprudentes; solo han asumido unos riesgos inherentes a su trabajo. Los [tres cooperantes] de Acció Solidària

[secuestrados en Mauritania en 2009] sí fueron imprudentes; no conocían el sector ni el contexto». El Gobierno español pagó un rescate por su liberación.

El alto grado de profesionalidad de los cooperantes -en ayuda humanitaria casi todos los trabajos, desde operar a suministrar agua, son a vida o muerte- es una condición necesaria, pero no suficiente. Para Soraya Rodríguez, secretaria de Estado de Cooperación Internacional, las medidas de seguridad empiezan «en el minuto cero, el de la contratación. No todo el mundo tiene el perfil requerido: pueden ser espléndidos profesionales, pero sin aptitudes para un contexto crítico, de tensión insostenible».

Hay una línea roja que las ONG -y las agencias internacionales- en teoría nunca cruzan, la controvertida «militarización de la ayuda humanitaria»: el recurso a escoltas armadas (desde cascos azules a fuerzas regulares, o incluso a compañías privadas de seguridad), para asegurar la distribución de la ayuda. Un arma cerca de una ONG es anatema por motivos éticos, pero también operativos. «Un arma no garantiza la salud a la población, ni siquiera nuestra propia seguridad. Y éticamente, estaríamos transmitiendo un mensaje contrario a nuestros propósitos. Su presencia es contraproducente», afirma Angelo Pirola, porque convierte a quien la lleva en parte del conflicto. Esa es la teoría, y la práctica en el 90% de los casos, pero… ¿no hay excepciones? «Las organizaciones anglosajonas suelen recurrir a las escoltas armadas», informa Rey. «Es más, en contextos críticos, como Somalia, el CICR y MSF han tenido guardias armados en sus almacenes». O en Afganistán, donde la secretaria de Estado de Cooperación reconoce que resulta imposible moverse sin protección: «Son casos de extrema necesidad: Somalia, Irak, Afganistán, Kivu Norte (República Democrática de Congo)», recuerda Rodríguez. Las prolongadas guerras de Irak y Afganistán han dejado también un buen número de ejemplos.

MSF ha declinado la invitación de este periódico para ofrecer su punto de vista sobre la seguridad, y remite a unas declaraciones en rueda de prensa de su presidente, José Antonio Bastos, el día posterior al secuestro: «MSF lleva 40 años trabajando sin escolta en países en guerra y el número de incidentes sufridos es similar al de organizaciones que trabajan con ella. Es parte de nuestro abordaje, de poder demostrar a la población y a los actores armados que no tenemos nada que ver con el conflicto y que somos una institución puramente humanitaria y médica». Pero Manuel , extrabajador de esta y otras ONG con dilatada experiencia en Sudán, sostiene que sobre el terreno se impone el pragmatismo: «Se te hace de noche volviendo de una aldea, y te ves perdido en el desierto. En la carretera encuentras a un grupo de hombres armados que se ofrecen a sacarte de allí. Les pides que dejen las armas para subirse al coche, pero ellos se niegan. ¿Qué vas a hacer? ¿Exponerte a pasar la noche al raso, rodeado de armas? Miras para otro lado, y no es hipocresía, son situaciones que se plantean a menudo».

Como regla general, el CICR evita el recurso a guardias armados, «pues cuestiona la neutralidad y la independencia de la organización. Pero en circunstancias excepcionales, una delegación puede usar escoltas armados para proteger al equipo y el material. Así ha sido en el norte del Cáucaso y en Somalia, como último recurso contra la actuación de bandidos y criminales, y nunca para imponer una operación humanitaria a una parte del conflicto contra su voluntad», señala Sturzenegger.

Desde principios de la década de los noventa, con la eclosión de las crisis humanitarias de los Grandes Lagos y los Balcanes, se ha multiplicado el número y la duración de las mismas: algunas se han enquistado, como el propio campamento de refugiados de Dadaab, el mayor del mundo, o el mudo desplazamiento por la fuerza de poblaciones indígenas cautivas en el fuego cruzado de grupos paramilitares y Ejércitos regulares (Colombia, por ejemplo). El escenario de seguridad, por tanto, es variable y puede revestir distintos niveles. Soraya Rodríguez establece una gradación, entre el riesgo cero y la retirada: «La aceptación [de los trabajadores humanitarios] y la clara neutralidad con las autoridades o las partes en conflicto, ese sería el escenario más seguro. Cuando esto no es posible, hay que establecer medidas de protección que no supongan una amenaza para la población a la que asistes, ni para las partes contendientes. En tercer lugar, estaría la disuasión: en el terreno, medidas como el uso de blindados, chalecos antibalas, etcétera, y en el plano diplomático, sanciones, resoluciones de la comunidad internacional, etcétera. El cuarto escenario es el peor imaginable: cuando no hay ninguna posibilidad de garantizar la seguridad ni el suministro de ayuda a los afectados, es decir, la imposibilidad de asistir».

Cuando la balanza entre seguridad y eficacia de la ayuda queda lastrada por el peligro, la única opción es la retirada. La práctica totalidad de las ONG de ayuda humanitaria tienen muy ensayados los planes evacuación antes incluso de desplegarse. «Cuando asumiendo importantes riesgos, no tienes ninguna garantía de prestar servicios» es el momento de dar marcha atrás, apunta la secretaria de Estado. Pero incluso en el peor de los casos, «aunque llegues solo a una parte de los afectados, como en Mogadiscio (Somalia), el riesgo que se asume compensa». Lo demás entraría ya en la categoría del sacrificio, y los trabajadores humanitarios solo son profesionales, no héroes. 

 
 
 
 
 

 

Víctimas de guerra

Cientos de trabajadores humanitarios, tanto de ONG como de las agencias de la ONU y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), han muerto en ataques violentos desde los años noventa del pasado siglo, cuando hicieron eclosión las grandes crisis humanitarias de los Grandes Lagos y los Balcanes. Estos son algunos de los episodios más graves.

– En mayo de 1995, durante la guerra de Bosnia, un individuo desequilibrado irrumpió en la sede de Médicos del Mundo (MDM) en Mostar y mató a la logista Mercedes Navarro.

– En diciembre de 1996, seis enfermeras del CICR fueron asesinadas en un hospital de Novye Atagi, a 20 kilómetros al sur de Grozni (Chechenia). El emplazamiento había sido elegido por la seguridad que ofrecía.

– En enero de 1997, tres cooperantes españoles de MDM fueron asesinados en Ruanda. El fotógrafo Luis Valtueña, la enfermera Flors Sirera y el médico Manuel Madrazo murieron mientras trabajaban en un proyecto de la ONG en Ruhengeri.

– En septiembre de 2000, cinco miembros de ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, resultaron muertos en el ataque de un grupo armado en Atambua (Timor Oriental).

– En febrero de 2001, seis miembros de la Cruz Roja Internacional murieron asesinados al este de la República Democrática de Congo.

 

 

 

 

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