Terrorismo en Europa, ¿hasta cuándo?
Para Ahora Semanal.
Aunque no sea el escenario principal, la lista de países europeos golpeados por el terrorismo yihadista aumenta sin cesar. Cambian el lugar y las víctimas pero se refuerzan algunas pautas —indiscriminado, contra objetivos blandos y suicida—, lo que hace aún más difícil defenderse. También se repite el manoseo de palabras —unidad, coordinación, cooperación—, que corren el riesgo de perder sentido ante la falta de voluntad política para ponerlas en práctica. Todo ello mientras nos abruma la sensación de que muy pronto volveremos a sufrir la misma experiencia.Cunde el desánimo mientras nuestros gobernantes, por una parte, se desgañitan como loros proclamando que «nunca más» o que lo ocurrido supone «un antes y un después» y, por otra, parecen imitar a la caprichosa e ineficiente reina de corazones de Alicia (¡que le corten la cabeza!), ordenando el despliegue de unos exiguos medios militares en Siria e Irak (y pronto en Libia) que solo sirven para remontar momentáneamente en las encuestas. No existe, desde luego, ningún bálsamo de Fierabrás que sirva de remedio definitivo frente a una lacra que nos acompañará durante mucho tiempo, pero es posible al menos identificar algunos elementos que deben orientar la respuesta. Entre ellos destacan:
La necesidad de ir más allá del enfoque policial. La amenaza no se va a conjurar desplegando únicamente más efectivos de las fuerzas de seguridad en las calles (y mucho menos construyendo muros más altos o apelando a los ejércitos). En paralelo a la crítica por el deficiente rendimiento de la Policía y la inteligencia belgas, conviene reiterar que vivir en una sociedad abierta es incompatible con una militarización de todos los ámbitos de la vida, sabiendo además que ni siquiera así podríamos garantizar plenamente la seguridad ciudadana. La experiencia acumulada en Afganistán, Irak, Somalia o Nigeria debería ser prueba suficiente para entender que la guerra —es decir, el protagonismo de los medios militares— no es la vía adecuada, como tampoco lo es eliminar nuestra privacidad o hacernos acompañar permanentemente por un policía.
El convencimiento de que, en buena parte, el problema ya lo tenemos en casa. Y eso obliga a reconsiderar nuestras políticas de integración, asumiendo que lo hecho hasta ahora —sea siguiendo el modelo asimilacionista francés o el de respeto estricto a las distintas identidades presentes en el territorio nacional, por el que ha optado tradicionalmente Londres— se ha saldado con un estrepitoso fracaso. Estamos condenados a un permanente ejercicio de prueba y error, moviéndonos de nuestros esquemas habituales—con frecuencia más basados en la tradición que en la ley— para lograr una convivencia entre distintos que evite la discriminación de partida, tanto en el terreno educativo como en el social y en el laboral. Ahí está el gran reto para evitar que se genere un caldo de cultivo en el que germine la radicalización y la violencia.
La insostenibilidad de una política exterior con nuestros vecinos árabo-musulmanes, que subordina cualquier consideración al mantenimiento de un statu quo fijado hace décadas para garantizar nuestra seguridad energética. Una apuesta que ha alimentado un antioccidentalismo del que bien sabe aprovecharse el yihadismo. Los actuales miramientos con el régimen golpista egipcio son una desgraciada muestra de que seguimos atrapados en un esquema que ya crea muchos más problemas de los que puede resolver. La coherencia de políticas —entendiendo que la defensa de valores y principios es también defensa de intereses— sigue siendo una desafiante asignatura pendiente.
La falta de cooperación efectiva en el marco de la UE entre los servicios de inteligencia, las fuerzas de seguridad, las autoridades económicas y los aparatos judiciales se traduce directamente en ventajas para los terroristas. Resulta inquietante comprobar que, viviendo en un mundo globalizado, todavía hay gobiernos nacionales que creen poder hacer frente en solitario a cualquier amenaza. O peor aún, que el problema no les afecta. Parece que solo aprendemos a golpes y que, por tanto, solo habrá respuesta común cuando todos hayamos sido golpeados.
La urgencia en hacer frente a la islamofobia que se propaga con fuerza en nuestras sociedades. En primer lugar, eso implica cumplir con nuestras más elementales obligaciones (desatendidas diariamente con los refugiados que se desesperan a nuestras puertas ante nuestra indiferencia). Además, supone activar una imprescindible labor pedagógica gubernamental para hacer frente a posturas populistas, xenófobas y crecientemente racistas, que aprovechan en su favor una crisis que está cuestionando las bases de nuestros modelos de bienestar y desarrollo.
Si cada uno de los Veintiocho no se mueve rápidamente en esa dirección, lo que demostraría que prefieren ser cabeza de ratón a cola de león, solo nos queda jugar a adivinar la fecha y el lugar del próximo golpe. Y eso sería el reconocimiento final de una derrota en toda regla.