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Termina el año ¿y?

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(Para Radio Nederland)
Sólo la necesidad humana de establecer ciertos marcos referenciales que den sentido a su deambular por este mundo explica la inclinación a elaborar balances cuando un año llega a su fin. En la realidad, los procesos y acontecimientos que determinan las relaciones internacionales y la seguridad mundial siguen ritmos que poco tienen que ver con estos parámetros. Desde esa perspectiva nada permite suponer que el próximo 1 de enero vaya a marcar un cambio drástico en la marcha de los asuntos planetarios, inmersos en una dinámica escasamente esperanzadora. Eso muestra de forma obvia la situación en Oriente Medio y en Oriente Próximo

Si se echa una ojeada a Estados Unidos, únicamente quienes confundan sus deseos con la realidad pueden imaginar que el presidente Bush- que ya ha mostrado su interés por rebajar las expectativas generadas a partir del reciente informe del Grupo de Estudios sobre Iraq, al anunciar que no dará a conocer su reacción hasta principios del año próximo- va a desdecirse de su estrategia tras el traspiés sufrido en las elecciones legislativas del pasado noviembre. El resultado cosechado en Iraq en este último año difícilmente puede ser más negativo. Se ha incrementado notablemente el número de actos violentos diarios y el de víctimas, sin que ni el gobierno de Al Maliki ni las fuerzas extranjeras lideradas por Washington den sensación de controlar el país. Suponer, a partir de esta realidad, que ahora Washington va a modificar los fundamentos de su estrategia en Iraq, es olvidar que EE. UU. está allí para quedarse. Tanto si, como parece más probable, decide aumentar sus tropas sobre el terreno, como si opta por una reducción, siempre cosmética, no cabe esperar un cambio de rumbo drástico, tanto por sus propios postulados de partida como por el hecho de que los demócratas estadounidenses tampoco tienen una alternativa clara al empantanamiento actual. Dado su interés por controlar una región geoeconómicamente tan vital y considerando que todo cambio de postura sería entendido como una derrota para Bush y sus compañeros de viaje en esta desventura (Cheney incluido), lo previsible es que no quepa asistir a modificaciones sustanciales, al menos hasta que la Casa Blanca cuente con un nuevo inquilino, ya a principios de 2009.

Mientras tanto, Afganistán presenta una imagen altamente preocupante. La OTAN se está jugando gran parte de su prestigio, empeñada en una operación que cada vez tiene menos de reconstrucción que de combate. Los talibanes, lejos de convertirse en actores irrelevantes, han recuperado fuerzas hasta el punto de que se teme, con razón, su nuevo envite violento en la próxima primavera. Por su parte, el gobierno de Karzai ni ha logrado asentar su poder ni ha conseguido poner en marcha un proceso de normalización y reconstrucción nacional. Todo ello equivale a reconocer a este país como el único narcoestado del planeta sustentado por la comunidad internacional, sin que se adivinen tiempos mejores a corto plazo.

Irán, convertido ya en un tema central de la agenda de seguridad internacional, ha sostenido sin grandes problemas la presión para que abandone su programa nuclear. El año se despide con un gobernante como Ahmadineyad envuelto en un discurso incendiario que no augura nada bueno; con unas elecciones municipales y para la importante Asamblea de Expertos que sigue dando margen de maniobra a quienes rigen los destinos nacionales; con unos gobernantes israelíes temerosos de que Washington pueda reducir su presión sobre Teherán y, por tanto, decididos a solucionar por la fuerza lo que consideran su principal amenaza de seguridad. En resumen, se ha ido consolidando de facto el liderazgo iraní en Oriente Medio, sin que el inminente castigo de la ONU vaya a provocar ningún cambio sustancial en un proceso que apunta a mayores niveles de tensión.

El conflicto árabe-israelí, termina un año más (y ya van al menos 58), como la gran asignatura pendiente de la agenda. Ni la victoria electoral de Hamas (en enero) ni la del partido Kadima (en marzo), con un líder circunstancial como Olmert, han servido ni para mejorar la situación en los Territorios y en el propio Israel, ni mucho menos para avanzar en la resolución del problema palestino-israelí. La estrategia de bloqueo diseñada por Tel Aviv, con el respaldo estadounidense y europeo, sólo ha servido para provocar una auténtica crisis humanitaria entre los casi 4 millones de palestinos de Gaza y Cisjordania. El anuncio del debilitado presidente de la Autoridad Palestina de nuevas elecciones presidenciales y legislativas (algo que no ocurrirá en ningún caso antes de cuatro meses) y el inmediato rechazo de Hamas a participar en ellas (al considerar que se trata de una medida inconstitucional), prefiguran un escenario de mayor confrontación interna, en un proceso que sólo beneficia a los que apuestan por el “cuanto peor, mejor”.

Si al bloqueo del tema central en Oriente Próximo se le añade el enorme deterioro interno de la situación en Líbano y las consecuencias del enfrentamiento violento del pasado verano entre Hezbola y las fuerzas armadas israelíes, debemos asumir que las señales de paz se alejan en el horizonte. Lo que se impone, por desgracia, son las señales de un próximo y más grave choque violento que vuelva a tener prácticamente a los mismos actores como protagonistas, con el respaldo interesado de otros como Siria o Irán.

Al margen de lo que ocurra en otras latitudes, los apuntes provisionales de estos escenarios sirven, a modo de ejemplo, para mostrar la inquietud sobre la marcha de un orden internacional en franca descomposición. La “guerra contra el terror” se demuestra como un marco equivocado para hacer frente a las amenazas de hoy. La actitud unilateralista y militarista de Washington no le sirven ni para defender mejor sus propios intereses ni para mejorar el clima de inseguridad y subdesarrollo que caracterizan a muchas regiones del planeta. A la hora de buscar otros referentes que pudieran modificar estas tendencias y enfoques, la vista apenas puede detenerse en una Unión Europea que termina el año sumida en un bloqueo político que lo sigue convirtiendo en un actor de segundo orden en los asuntos internacionales. ¿Puede esperarse en estas circunstancias que el nombramiento de un nuevo secretario general de la ONU se traduzca en un renovado protagonismo de quien, formalmente, tiene el mandato de preservar a las generaciones futuras de la guerra?.

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