Sudán, la tormenta perfecta
(Para Radio Nederland)
Lejos de la atención mediática, Sudán está viviendo un momento de gran significación para su futuro. Tras una guerra de 22 años, la firma en 2005 del Acuerdo Global de Paz (CPA, en sus siglas inglesas) situaba a sus 39 millones de habitantes ante la posibilidad de dejar atrás definitivamente la violencia, como forma de vida, y el subdesarrollo, como característica principal de un país que figura en la cola de todas las estadísticas internacionales, convertido en uno más de los que no han logrado traducir sus riquezas naturales (petróleo en este caso) en bienestar para todos.
Si se atiende al tiempo transcurrido desde su independencia (1956), el balance acumulado es inequívocamente negativo. En ese tiempo nadie ha logrado cohesionar alrededor de una misma visión a su fragmentada sociedad- con una clara mayoría árabo-musulmana en los dieciséis estados del norte y una minoría negra fracturada tanto religiosamente- entre cristianos, animistas y también musulmanes- como étnicamente- con una dominación dinka apenas disimulada sobre nuer, yur, shiluk y el resto de las numerosas tribus repartidas en los diez estados del sur. Más bien al contrario, la violencia se ha enseñoreado del paisaje sudanés, añadiendo a las profundas huellas de sufrimiento y desconfianza que ha dejado el largo conflicto norte-sur los las derivadas de los que han afectado en estos últimos años al este del país y al oeste (Darfur).
El CPA tampoco ha servido para alumbrar un país que pueda soñar con la unidad. Por un lado, las autoridades de Jartum- encabezadas por el golpista Omar al Bashir, apenas inquieto por la demanda presentada contra él por la Corte Penal Internacional- están forzando hasta el extremo las reglas de juego para poder seguir ejerciendo su abusivo poder. Por otro, las del sur- con un Salva Kiir que está muy lejos en carisma y en capacidad personal del malogrado John Garang- apuntan claramente a su escisión del norte. Mientras tanto, no solo no se han cerrado las heridas de la guerra, sino que se abren continuamente otras relacionadas con la indefinición de las fronteras entre norte y sur (con el foco centrado en las llamadas Tres Áreas- Abyei, Kordofan Sur y Nilo Azul) o con las crecientes rencillas por el uso del agua en zonas muy afectadas por la sequía.
En ese escenario de continua degradación la principal víctima es la población sudanesa, maltratada por unos y por otros hasta límites que solo pueden desembocar, si no se corrige rápida y profundamente el rumbo actual, en más inestabilidad y subdesarrollo. Aunque no haya que descartar de raíz tal posibilidad, las señales más directas que emite actualmente el país van en una dirección completamente distinta. En primer lugar, no se ha hecho pedagogía alguna del CPA (ni siquiera se ha traducido a todas lenguas significativas del país), por lo que siguen siendo pocos (sobre todo en el sur) los que defienden algo que apenas conocen. Además, las autoridades de Jartum no han dudado en aprobar leyes-como las que afectan a los medios de comunicación o a los servicios de seguridad- claramente discriminatorias, en su intento por cerrar espacios a cualquier tipo de oposición. Al mismo tiempo, han llevado a cabo un proceso de censo (2008) y registro electoral (2009) que deja fuera a amplios colectivos de potenciales votantes (por lo que cabe suponer que ni los darfuríes ni gran parte de la población desplazada por el conflicto van a poder ejercer su derecho). Con esa misma filosofía- en la que se mezcla la corrupción con la prepotencia de quienes se creen propietarios del Estado- se han impuesto unas condiciones para la realización de la campaña electoral que directamente va a impedir que muchos candidatos puedan darse a conocer a sus posibles votantes.
La situación es chocante para quienes estos días nos aventuramos a recorrer la capital o cualquier otro rincón del país. Se ha puesto en marcha una campaña electoral al más puro estilo de actos populistas, compra de voluntades y eliminación política de los adversarios, sin que ni siquiera se haya establecido la fecha de unas elecciones previstas en todo caso para abril, que cerrarían el paréntesis abierto tras las celebradas en 1986. En estas condiciones resulta sarcástico seguir hablando de las elecciones en términos de «fiesta de la democracia». Puede que para Bashir y sus adláteres vaya a ser así, pero no lo es para la gran mayoría de los sudaneses ni debería serlo para la comunidad internacional.
Mientras que los sudaneses tienen escasas posibilidades de modificar a corto plazo este previsible rumbo hacia la forzada legitimación de un régimen que ha mostrado sobradamente su desprecio por las necesidades de su propia población y por el derecho internacional, los actores externos sí tienen aún opciones en sus manos. Bastaría con que dejaran de inclinarse por la defensa del mantenimiento del statu quo, entendiendo que Bashir no puede ser el futuro de Sudán. Unas elecciones celebradas en las condiciones actuales se saldarían con la inevitable victoria de un interlocutor indeseable. Pero, además, crisparían de tal modo el clima sociopolítico que arruinarían cualquier posibilidad de que llegue a celebrarse el prometido referéndum de autodeterminación para el sur de Sudán (2011). Recordemos que estas elecciones- que incluyen a las presidenciales y a las legislativas en el norte y sur del país, así como a las de gobernadores- son realmente el resultado de la presión internacional- sobre todo de Washington-, con la idea en su origen de afianzar el CPA y relegitimar a los actores políticos que debían trabajar por un Sudán unido. La muerte- aún por esclarecer- del entonces vicepresidente Garang, dio al traste con la última posibilidad real de aspirar a tal objetivo. Desde entonces, Bashir está haciendo todo lo posible para quedarse con la tarta en su totalidad y el gobierno del sur de Sudán- que gasta no menos del 40% de sus limitados recursos en armarse para poder hacer frente mañana a Jartum- solo contempla como horizonte la independencia total.
En definitiva, las señales de tormenta son cada vez más visibles y no sirve, como en tantas ocasiones anteriores, con lamentarnos si luego los resultados de las urnas no se ajustan a nuestros deseos. Si no se actúa ahora- demandando, como mínimo, un juego limpio que puede llevar a posponer la convocatoria hasta finales de este año o incluso a su suspensión si no se logra convencer a sus promotores- la vuelta a la guerra vuelve a convertirse en una posibilidad bien probable. ¿Seguiremos mirando hacia otro lado, con una misión de paz ONU/UA poco dispuesta a implicarse más allá de lo formalmente necesario para cubrir las apariencias, junto a unas agencias de cooperación que tienen que cubrir infructuosamente el hueco que la voluntad política de los gobiernos no es capaz de llenar?