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Sin salida a la vista

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(Para El País)
Las señales que emite Afganistán refuerzan diariamente la percepción de que el país sigue adentrándose en un túnel en el que no se adivina la salida. El panorama no hace más que oscurecerse con los datos del creciente número de víctimas y del atrevimiento de los distintos grupos violentos en presencia que, al mismo tiempo que rechazan el enfrentamiento directo con unas fuerzas superiores en términos convencionales, han ampliado su radio de acción a prácticamente todo el país. El Gobierno de Hamid Karzai es percibido, en el mejor de los casos, como un mal menor al que hay que seguir apoyando a pesar de su probada ineficacia y su implicación en la endémica corrupción afgana. Asimismo, la ofensiva contra Marjah demuestra que ni la ISAF ni mucho menos las fuerzas afganas tienen medios militares suficientes para cambiar el signo de la guerra. En esas condiciones la prevista contra la provincia de Kandahar sigue retrasándose, mientras se intenta completar el despliegue de los 30.000 soldados estadounidenses que Obama ha decidido, al tiempo que algunos países comienzan a hacer pública su decisión de retirar sus contingentes.

En paralelo, aumenta el cuestionamiento sobre el proceso de «afganización» de la seguridad (transferencia de responsabilidad a las fuerzas armadas y policiales afganas), tanto en términos cuantitativos (los talibán pagan mejor que el Gobierno) como cualitativos (dado el escasísimo nivel de formación del personal). A esto se une el notable temor (del que el atentado de ayer contra los dos guardias civiles españoles sería una buena muestra) de que sean infiltradas por los talibán y, por tanto, vean muy limitada su operatividad.

En resumen, los planes diseñados por Washington y sus cada vez menos convencidos aliados hace aguas por demasiados sitios. Aferrados a una estrategia que ya ha rebajado el nivel de sus objetivos, nada invita al optimismo. Abandonado el maximalismo que inspiraba a su predecesor, ahora Obama tan solo aspira a la estabilización de este territorio, contentándose con establecer una situación que impida a Al Qaeda volver a ser lo que fue en tiempos del régimen talibán y que no desestabilice a Paquistán. Washington necesita imperiosamente recuperar margen de maniobra en otros escenarios que le demandan cada vez una mayor presencia (desde Rusia hasta China), y para ello apuesta por un temporal incremento de su contingente militar (hasta 102.000 soldados de los 140.000 de ISAF a partir de septiembre) que, al tiempo que permita la aceleración de la «afganización», convenza a los talibán de que no lograrán todo el poder que ansían, pero que podrán compartirlo si están dispuestos a negociar con las autoridades actuales mientras se deshacen de sus elementos más irreductibles. Todo ello con agosto de 2011 como fecha para encajar todas las piezas de un rompecabezas que Washington está muy lejos de dominar.

De hecho, los talibán ya han puesto sus cronómetros en hora, a la espera de que se produzca la tan anunciada como improbable retirada de ISAF.

Conscientes de que el tiempo corre a su favor, se afanan en imposibilitar que ISAF y las fuerzas afganas puedan acumular medios suficientes para lanzar ofensivas decisivas y sostener el dominio del territorio que pudieran conquistar. También se encargan de eliminar físicamente a quienes colaboran de cualquier modo con el Gobierno o los extranjeros y de dar golpes (cada vez más notables) a esas mismas fuerzas extranjeras y a los que (más por necesidad que por convicción) se alistan en las nuevas fuerzas de seguridad afganas. Consideran, en consecuencia, que no es necesario negociar para lograr una parte de la tarta del poder cuando, si logran resistir el actual envite, pueden quedarse con toda.

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