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Sahara Occidental: tétrica vuelta a la escena

imgarticulo

(Para El Correo)

Treinta y cinco años después de que España abandonara a su suerte a los habitantes de la hasta entonces provincia española y casi veinte después de que se pusiera en marcha el llamado Plan de Paz de la ONU (1991), con el referéndum de autodeterminación como punto central, el Sahara Occidental apenas era uno más de los denominados conflictos olvidados, al que solo un reducido grupo de especialistas y una amplia red de solidaridad civil prestaban atención. Ahora, con la activación de la mayor movilización social de los saharauis de El Aaiun y el ejercicio de fuerza desatado por Marruecos para desmantelar el campamento de Agdaym Izik, el conflicto vuelve tan repentina como tristemente a la escena internacional.

A la espera todavía de que se aclaren los pormenores del asalto realizado en la madrugada del 8 de noviembre por las fuerzas marroquíes contra los alrededor de 20.000 saharauis alojados provisionalmente en unas 7.500 jaimas, es posible ya establecer algunos hechos y formular alguna hipótesis. En el análisis de lo ocurrido desde el 10 de octubre, cuando arrancó la movilización de carácter socioeconómico de quienes se sienten claramente discriminados por Marruecos, confluyen dos dinámicas estrechamente interrelacionadas.

En la primera, y por lo que respecta a la población saharaui de este territorio ocupado por Marruecos (lo que se conoce como «el Sahara útil»), es bien evidente que las manifestaciones y el levantamiento del campamento responden al descontento de una población discriminada, consciente de que las riquezas de su tierra (pescado, fosfatos y, tal vez en un futuro aún por determinar, petróleo/gas) no revierten en su propio beneficio. Además de reclamar a Rabat que dedique un mayor esfuerzo a atender sus necesidades, la activación de este movimiento popular muestra asimismo la pérdida de representatividad del Frente Polisario, crecientemente agotado a los ojos de su propia población tanto en su discurso como en su gestión diaria. Cabría establecer en este punto un paralelismo con la primera Intifada palestina, que se puso en marcha por iniciativa de los líderes del interior de los territorios ocupados, ante la pasividad y descrédito del liderazgo clásico de la OLP (localizado en aquellos momentos en Túnez).

Por lo que respecta a Marruecos, la primera señal que cabe extraer de su comportamiento militarista es la de que se siente lo suficientemente fuerte como para soportar las puntuales críticas que puedan producirse por esta nueva demostración de desprecio a los derechos humanos. Difícilmente puede sorprender esta idea cuando la relación de fuerzas es tan ventajosa tanto en el terreno militar como en el diplomático. En el primero, es evidente que el Polisario no dispone de capacidades militares para compensar en modo alguno las que Marruecos ha desplegado en el terreno (con unos 150.000 soldados y fuerzas de seguridad controlando cada rincón del territorio). Hace ya mucho tiempo que los principales aliados de la causa saharaui (Libia hace tiempo y Argelia hasta prácticamente hoy) han renunciado a armar a los saharauis, y ningún otro ha llegado recientemente para cubrir ese hueco. El propio Polisario, como el resto de la población saharaui, vive de la caridad internacional y está fuera de su alcance financiar un rearme que haya que pagar en divisas.

En el terreno diplomático, también es obvio que Marruecos cuenta con el apoyo de todos los países que configuran el Grupo de Amigos del Sahara (España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Rusia) para acabar imponiendo su bandera en esta zona. Incluso Argelia- valedor central en la región y hogar (forzado) de los saharauis que continúan malviviendo en la hamada de Tinduf- ha entendido (a pesar de sus protestas formales) que le rinde más beneficios alinearse con Washington que seguir apostando por una causa perdida.

En la confluencia de estas dos dinámicas aún cabe preguntarse si el Polisario intentó capitalizar una revuelta que no lideraba, provocando así (según la versión marroquí) la intervención de las fuerzas marroquíes para proteger a los saharauis alojados en el campamento o si, como parece más plausible, Rabat actuó para abortar de raíz un proceso que no podía consentir sin debilitar su ventaja en la partida.

Sea como fuere- y sean cuántos sean los muertos, heridos y detenidos de una operación que aún continúa abierta- el hecho que mejor demuestra que nada sustancial ha cambiado es que el mismo día en que se inició el violento desmantelamiento del campamento, los representantes del gobierno marroquí y los del Polisario celebraron la tercera ronda de conversaciones informales que viene impulsando el enviado de la ONU para el caso, y acordaron volver a verse en diciembre. En otras palabras, el Polisario, dada su extrema debilidad interna y externa, se ve condenado a seguir sentado a una mesa que le garantiza cierto protagonismo y apoyo económico para seguir «comprando» la menguante lealtad de su pueblo. Rabat, por su parte, comprueba que, más allá del ruido momentáneo, puede mantener el rumbo diseñado hace tiempo para someter al Sahara.(Para El Correo)

Treinta y cinco años después de que España abandonara a su suerte a los habitantes de la hasta entonces provincia española y casi veinte después de que se pusiera en marcha el llamado Plan de Paz de la ONU (1991), con el referéndum de autodeterminación como punto central, el Sahara Occidental apenas era uno más de los denominados conflictos olvidados, al que solo un reducido grupo de especialistas y una amplia red de solidaridad civil prestaban atención. Ahora, con la activación de la mayor movilización social de los saharauis de El Aaiun y el ejercicio de fuerza desatado por Marruecos para desmantelar el campamento de Agdaym Izik, el conflicto vuelve tan repentina como tristemente a la escena internacional.

A la espera todavía de que se aclaren los pormenores del asalto realizado en la madrugada del 8 de noviembre por las fuerzas marroquíes contra los alrededor de 20.000 saharauis alojados provisionalmente en unas 7.500 jaimas, es posible ya establecer algunos hechos y formular alguna hipótesis. En el análisis de lo ocurrido desde el 10 de octubre, cuando arrancó la movilización de carácter socioeconómico de quienes se sienten claramente discriminados por Marruecos, confluyen dos dinámicas estrechamente interrelacionadas.

En la primera, y por lo que respecta a la población saharaui de este territorio ocupado por Marruecos (lo que se conoce como «el Sahara útil»), es bien evidente que las manifestaciones y el levantamiento del campamento responden al descontento de una población discriminada, consciente de que las riquezas de su tierra (pescado, fosfatos y, tal vez en un futuro aún por determinar, petróleo/gas) no revierten en su propio beneficio. Además de reclamar a Rabat que dedique un mayor esfuerzo a atender sus necesidades, la activación de este movimiento popular muestra asimismo la pérdida de representatividad del Frente Polisario, crecientemente agotado a los ojos de su propia población tanto en su discurso como en su gestión diaria. Cabría establecer en este punto un paralelismo con la primera Intifada palestina, que se puso en marcha por iniciativa de los líderes del interior de los territorios ocupados, ante la pasividad y descrédito del liderazgo clásico de la OLP (localizado en aquellos momentos en Túnez).

Por lo que respecta a Marruecos, la primera señal que cabe extraer de su comportamiento militarista es la de que se siente lo suficientemente fuerte como para soportar las puntuales críticas que puedan producirse por esta nueva demostración de desprecio a los derechos humanos. Difícilmente puede sorprender esta idea cuando la relación de fuerzas es tan ventajosa tanto en el terreno militar como en el diplomático. En el primero, es evidente que el Polisario no dispone de capacidades militares para compensar en modo alguno las que Marruecos ha desplegado en el terreno (con unos 150.000 soldados y fuerzas de seguridad controlando cada rincón del territorio). Hace ya mucho tiempo que los principales aliados de la causa saharaui (Libia hace tiempo y Argelia hasta prácticamente hoy) han renunciado a armar a los saharauis, y ningún otro ha llegado recientemente para cubrir ese hueco. El propio Polisario, como el resto de la población saharaui, vive de la caridad internacional y está fuera de su alcance financiar un rearme que haya que pagar en divisas.

En el terreno diplomático, también es obvio que Marruecos cuenta con el apoyo de todos los países que configuran el Grupo de Amigos del Sahara (España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Rusia) para acabar imponiendo su bandera en esta zona. Incluso Argelia- valedor central en la región y hogar (forzado) de los saharauis que continúan malviviendo en la hamada de Tinduf- ha entendido (a pesar de sus protestas formales) que le rinde más beneficios alinearse con Washington que seguir apostando por una causa perdida.

En la confluencia de estas dos dinámicas aún cabe preguntarse si el Polisario intentó capitalizar una revuelta que no lideraba, provocando así (según la versión marroquí) la intervención de las fuerzas marroquíes para proteger a los saharauis alojados en el campamento o si, como parece más plausible, Rabat actuó para abortar de raíz un proceso que no podía consentir sin debilitar su ventaja en la partida.

Sea como fuere- y sean cuántos sean los muertos, heridos y detenidos de una operación que aún continúa abierta- el hecho que mejor demuestra que nada sustancial ha cambiado es que el mismo día en que se inició el violento desmantelamiento del campamento, los representantes del gobierno marroquí y los del Polisario celebraron la tercera ronda de conversaciones informales que viene impulsando el enviado de la ONU para el caso, y acordaron volver a verse en diciembre. En otras palabras, el Polisario, dada su extrema debilidad interna y externa, se ve condenado a seguir sentado a una mesa que le garantiza cierto protagonismo y apoyo económico para seguir «comprando» la menguante lealtad de su pueblo. Rabat, por su parte, comprueba que, más allá del ruido momentáneo, puede mantener el rumbo diseñado hace tiempo para someter al Sahara.

Aunque así descrito todo pueda parecer bien atado por Marruecos- con el consentimiento explícito o implícito de todos los actores, España incluida, que tienen voz en el asunto-, queda por ver si la población saharaui abandona definitivamente su causa, aceptando finalmente las migajas que le conceda mañana un país escasamente creíble en términos de respeto a los derechos humanos, los valores democráticos o la descentralización en el ejercicio del poder. En el horizonte queda la inquietante opción por el terrorismo (inexistente hasta hoy en la agenda saharaui) o por nuevas movilizaciones que arrastren igualmente a los refugiados en Argelia. Solo nos queda confiar en que no elijan la primera.

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