Sáhara Occidental, donde la vida sigue igual… o peor
Para elperiódico.com
Alejado del foco mediático desde que, en noviembre pasado, Marruecos rompió el alto el fuego acordado en 1991 y el Frente Polisario declaró la “guerra total”, el Sáhara Occidental ha vuelto a la palestra como una trama apenas semioculta de la crisis política desencadenada por Rabat esta semana. Una crisis que demuestra tanto la pésima situación en la que se encuentran millones de marroquís (de otro modo, los varios miles de personas que han llegado a Ceuta no habrían arriesgado sus vidas) como la falta de escrúpulos del régimen marroquí para jugar con la suerte de su propia gente. Pero también hace bien visible el fracaso del modelo de gestión migratoria de España (y la UE) y la incapacidad para escapar al chantaje al que Marruecos nos tiene ya acostumbrados.
Mientras tanto, apenas sabemos nada de lo que está ocurriendo en ese Sáhara Occidental, del que Marruecos controla ya un 80%. Cuenta, para ello, con su abrumadora superioridad militar y con un creciente apoyo internacional, reforzado aún más tras el regalo de última hora que Donald Trump tuvo a bien hacerle, en diciembre pasado, sin que nada indique que Joe Biden vaya a desairar a quien, desde 2004, figura como aliado preferente no-OTAN. Un Estados Unidos que también destaca como el principal suministrador de material de defensa para las Fuerzas Armadas Reales.
Por su parte, y por mucho que los partes de guerra del Ministerio de Defensa de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) pretendan dar una imagen contraria, es inmediato reconocer que las menguadas y anticuadas fuerzas del Frente Polisario no tienen la más mínima posibilidad de lograr que Rabat cambie de rumbo en su pretensión por consolidar su soberanía en lo que suele llamar “provincias del Sur”. Sin presencia de observadores independientes sobre el terreno, es materialmente imposible determinar el verdadero alcance de cada una de las acciones de fuerza que realizan contra los más de 100.000 efectivos militares desplegados por Marruecos a lo largo de los 2.700 km de muro. En todo caso, es bien obvio que no han logrado mover el frente un milímetro y que, por la vía militar, lo máximo que pueden conseguir no va más allá del daño que una avispa pueda hacer a un elefante.
Eso significa que, mientras que los habitantes de los campamentos ubicados en la hamada argelina siguen malviviendo y alimentando unas esperanzas cada vez más debilitadas y mientras sus precarias fuerzas chocan impotentes contra el muro defensivo marroquí, Rabat, de hecho, ni siquiera tras haber quebrantado el alto el fuego, ha tenido que sufrir ninguna consecuencia. No solo Trump le ha dado un nuevo impulso a su causa, sino que, en el plano diplomático, la ONU continúa paralizada y sin ser capaz tan siquiera de nombrar un nuevo enviado especial (el último abandonó el puesto en mayo de 2019). Y lo mismo cabe decir de la Unión Africana, en cuyo seno Rabat se afana, ya como miembro de pleno derecho desde 2017, para sumar apoyos y, abiertamente, restárselos a una RASD por la que ya nadie parece dispuesto a jugársela hasta el fin.
Marruecos se siente, en definitiva, crecientemente fortalecido en sus pretensiones soberanistas y cree estar en condiciones de imponer su criterio, tanto en el terreno diplomático como en el militar. En el primero ya ha logrado fijar las condiciones de juego, impidiendo que la MINURSO pueda encargarse de vigilar el cumplimiento de los derechos humanos, haciendo que disminuyan los apoyos políticos internacionales a la RASD y limitando el marco de negociación a una mera oferta de descentralización administrativa, bajo soberanía marroquí. En el segundo, se atreve incluso a matar con un dron al jefe de la guardia nacional saharaui, sabiendo que la respuesta es perfectamente asumible en el campo de batalla.
Visto desde la perspectiva de quien lleva tiempo sometida a un chantaje en toda regla, una de las pocas opciones que le quedan a España sería el reconocimiento de la RASD. Pero un paso de ese calado supondría adentrarse en una senda de imprevisibles consecuencias, no solo para nuestro vecino del sur sino también para España. Sería un paso que, cabe suponer, arruinaría por mucho tiempo las relaciones bilaterales y supondría la pérdida de un socio que, en última instancia, necesitamos tanto para reprimir el narcotráfico y gestionar (mejor que hasta ahora) los flujos migratorios, así como para hacer frente a la amenaza común del terrorismo yihadista. Todo ello sin olvidar los talones de Aquiles que representan Ceuta y Melilla.