Sadam Husein detenido, punto y seguido
(Para Radio Nederland)
Ante todo, la detención de Sadam Husein es una buena noticia tanto para los iraquíes que han sufrido maltratos innumerables durante sus largos años de control dictatorial como para sus vecinos kuwaitíes o iraníes, atacados militarmente en función de sus ansias expansionistas por convertirse en el líder regional. También lo es, aunque desde otra perspectiva, para la administración estadounidense y para sus socios en la cada vez más cuestionada aventura militarista en Iraq. Para George W. Bush, más en su calidad de candidato que de presidente, lo ocurrido es un magnífico regalo navideño que aclara, aunque no determina definitivamente, su reelección en el próximo mes de noviembre.
Sin embargo, la alegría que embarga a los portavoces de las fuerzas ocupantes parece arrastrarles a realizar comentarios que pueden volverse inmediatamente en su contra. Tal vez la necesidad de presentar una versión optimista de lo que es, sobre todo, un escenario mucho más complejo y preocupante del que preveían los promotores de la intervención militar, justifique ese comportamiento, pero en ningún caso sirve para ocultar las evidencias.
La primera de ellas es que esos mismos portavoces llevaban meses tratando de demostrar que la detención del tirano no era realmente relevante (como tampoco lo sería la de un mulah Omar, que está recuperando capacidad de maniobra en el siempre inestable Afganistán, o la del propio Osama Bin Laden). Ante las enormes dificultades para capturarlo se decidió enfatizar su irrelevancia en el nuevo Iraq, tratando de desviar la atención hacia otros objetivos. Se apostó primero por la aparición inmediata de los arsenales de armas de destrucción masiva, que habían justificado en gran medida la guerra. Se prefirió después acentuar las supuestas implicaciones de Sadam con el terrorismo internacional, sin reparar que hasta entonces Iraq no era un campo de actuación relevante en este ámbito o que existía una notable incompatibilidad entre un régimen laico como el liderado por Sadam y una organización como Al Qaeda. Se continuó, posteriormente, con la idea de que la operación militar estaría justificada por el objetivo primordial de lograr la liberación del pueblo iraquí, en una repentina conversión sobre las bondades de la democratización de la región (algo que la historia de estas últimas décadas demuestra que nunca ha estado en la agenda de Washington). Ahora- cuando ni han aparecido las armas de destrucción masiva, ni se han constatado las conexiones con el terrorismo, ni se ha mejorado la situación del pueblo iraquí- existe una tentación irrefrenable de volver al principio, argumentando que la captura de Sadam significa el inicio de una nueva era para Iraq.
Según esa argumentación, el detenido sería la cabeza visible de lo que se insiste en calificar como actividades terroristas (sin querer entender lo que significa una guerra de resistencia contra el ocupante). Su caída supondría automáticamente (aunque el discurso oficial asume que todavía pueden producirse algunos episodios violentos de tipo esporádico) la victoria definitiva que Bush anunció prematuramente el pasado 1 de mayo.
Frente a esta visión interesada de los acontecimientos, que corre además el peligro de verse desmentida por los hechos en muy pocas semanas, cabe una interpretación distinta. Las primeras imágenes de Sadam- intencionadamente difundidas para contribuir a su desprestigio entre su pueblo y para eliminar el miedo que todavía provoca en muchos iraquíes- presentan a un individuo asediado, que a buen seguro habrá tenido que refugiarse en numerosas ocasiones del acoso al que estaba siendo sometido. No transmite en ningún caso la sensación de ser el líder que coordinaba y ordenaba las numerosas y crecientes acciones violentas que se registran diariamente en diversas zonas del país.
Interesa recordar ahora que cuando se produjo la eliminación de sus dos hijos también se afirmó que eso supondría una mejora sustancial de la seguridad para las tropas ocupantes y para los iraquíes. Igual que entonces, cabe pensar que hoy siguen activos muchos actores, en gran medida desconectados entre sí, con planes y objetivos muy diversos, aunque con un interés común por complicar la gestión de la ocupación a la Autoridad Provisional de la Coalición y al instrumento local que han creado, el Consejo de Gobierno Iraquí.
En términos de probabilidades, por tanto, nada indica que se vaya a producir de inmediato una reducción significativa del alto nivel de inseguridad que sufre Iraq. Ni se ha producido una normalización de la vida social, política y económica para una gran mayoría de los ciudadanos iraquíes, ni se ha avanzado en la reconstrucción nacional, ni se atisba con claridad un calendario de transferencia del poder político. Antes al contrario, los líderes shiíes están mostrando su creciente descontento ante un proceso que no les garantiza de momento el esperado control del país, en función de su peso demográfico. Esto puede inclinar a algunos de ellos a activar también a sus milicias para desarrollar acciones violentas, añadiéndose así a las de obediencia sunní o a los frustrados y desmovilizados miembros de las fuerzas armadas del anterior régimen, o a los nacionalistas que interpretan la presencia de tropas extranjeras como una ocupación intolerable, o a los ahora marginados por su conexión anterior con Sadam. Demasiados actores, en definitiva, interesados en instrumentalizar la violencia al servicio de sus objetivos políticos. La detención del sátrapa, desde esa perspectiva, llevaría a pensar que estamos más bien ante un punto y seguido en una historia de la que todavía quedan muchos capítulos por conocer.
En lo que afecta a su propia suerte personal, y una vez que ha logrado no ser eliminado físicamente en el momento de su detención (lo que probablemente hubiera ahorrado futuros dolores de cabeza a algunos gobiernos occidentales), todo apunta a un largo proceso. Por una parte, EEUU está mucho más interesado en someterlo a interrogatorios sistemáticos de los que pueda obtener información relevante para resolver temas pendientes (desde las armas de destrucción masiva hasta sus posibles conexiones terroristas), que en entregarlo para ser sometido a un juicio. En este último caso, Sadam Husein será un acusado muy molesto, puesto que puede sentirse tentado a contaminar a actores muy poderosos que contribuyeron a consolidar su poder y a dotarlo de armas como las utilizadas para castigar a su pueblo o a sus vecinos. Sadam, en consecuencia, dispone todavía de ciertas bazas para negociar con sus captores. Si Washington trata de evitar esa posibilidad, y se convence de que no logrará nada sustancial en sus interrogatorios, puede inclinarse por entregar al detenido a las actuales autoridades iraquíes (no legitimadas más que por el propio EEUU), para que sean ellas quienes lo juzguen, condenándolo a la pena capital. De otro modo, sería muy difícil evitar las críticas internacionales para ser sometido a juicio en EEUU o habría que enfrentarse a un tribunal internacional (sea la Corte Penal Internacional o uno creado ad hoc), menos manejable desde Washington.