Rusia, entre la nostalgia y el temor
El presidente francés, Nicolas Sarkozy, lo ha dejado claro en su reciente visita a Moscú: «el lugar de Rusia está junto a los grandes países». Una afirmación de este tipo genera, sin embargo, reacciones encontradas, por cuanto a unos les lleva a soñar nuevamente con un estatuto de superpotencia y a otros a temer un rebrote imperialista con ansias de dominio mundial. Demostrando sus grandes dotes de equilibrista y jefe de pista, Vladimir Putin parece cómodo a la hora de manejar los hilos que alimentan ambas opiniones.
Por una parte- y en un marco claramente preelectoral, que intenta aprovechar para consolidar su poder, aunque ahora sea desde la previsible posición de primer ministro- cuida preferentemente a su propia opinión pública. A caballo de su innegable popularidad, se encarga de reforzar a diario su imagen de salvador nacional y hombre fuerte, capaz no sólo de frenar la caída sufrida desde la implosión de la Unión Soviética sino, además, de volver a colocar a Rusia entre los que cuentan en el mundo. Que en paralelo se vaya librando de adversarios (políticos y empresariales) y de actores incómodos (como las ONG) no le va a plantear graves problemas internos, siempre que pueda hacerlos pasar por enemigos de Rusia (Chechenia ha sido una buena escuela) y sea hábil para ocultar las sombras y huecos de un sistema crecientemente autoritario y represivo.
En el exterior el esfuerzo se dirige, al menos, en cuatro direcciones, utilizando de manera preferente los dos instrumentos principales con los que hoy cuenta Moscú: su potencial en hidrocarburos y su innegable rearme militar. Por un lado, intenta recuperar y garantizar un área de influencia próxima a sus fronteras, que sea aceptada por todos. Ahí cabe encajar desde los chantajes en el suministro energético a Ucrania y Bielorrusia hasta el episodio militar contra Georgia del pasado 9 de agosto, pasando por la promoción de revueltas en Estonia o la presión en diferentes países del Asia Central para que dejen de mirar hacia Washington. Por otro, en el marco europeo, sigue mostrando su insatisfacción con el trato recibido por Bruselas, al tiempo que, como en la Guerra Fría, procura ampliar la brecha trasatlántica al hilo de los planes estadounidenses por desplegar parte de su sistema antimisiles en suelo de la UE.
En tercer lugar, busca alternativas que le permitan ser visto como un actor relevante con opciones para manejar agendas globales. Así, trata de mejorar sus relaciones con China (con maniobras militares conjuntas reiniciadas, tras décadas de parálisis, en 2005 y con acuerdos para incrementar aún más la venta de armas a Pekín) y de dotar de contenido a organismos regionales como la Organización de Cooperación de Shanghai.
Por último, aspira a liberarse del sentimiento de inferioridad que sufre con Washington y a sacudirse lo que percibe como un asedio insoportable. Las señales, todas ellas de carácter militar, son evidentes: sobrevuelo de dos bombarderos TU-95 sobre la base estadounidense de Guam; anuncio del reinicio de patrullas aéreas en el Atlántico, «izado» de la bandera en las profundidades del Polo Norte; movimientos para acordar con Siria la disponibilidad de facilidades en una base naval mediterránea; entrada en servicio de nuevas armas en prácticamente todos los campos posibles (submarinos de la clase Borei, misiles -como el ICBM SS-NX-30 Bulava-M o el antiaéreo S-400 Triumf-, cazas… y hasta «el padre de todas las bombas»); amenazas de reinstalación de armas nucleares en Kaliningrado; suspensión de la aplicación del Tratado de Armas Convencionales en Europa; replanteamiento del marco de acuerdos sobre armas estratégicas (empezando por el START-I) y de alcance intermedio (INF); identificación del escudo antimisiles estadounidense como objetivo militar…
La explicación de este proceso, que está provocando un alarmismo que lleva a algunos a vislumbrar una nueva confrontación mundial, puede encontrarse simultáneamente en la mayor liquidez financiera rusa, en su necesidad de recuperar el orgullo nacional de ser alguien en el mundo y, no en menor medida, en la oportunidad que se abre a Moscú de aprovechar el empantanamiento creciente de Washington (sea en Afganistán, en Iraq o en Irán). Con el líder mundial al límite de sus capacidades, parece llegado el momento esperado por Moscú para recuperar un cierto espacio de maniobra que Washington le había ido «robando» ante sus propias narices durante su largo proceso de debilitamiento. De hecho, muchas de las medidas anunciadas sólo persiguen obligar a Washington a diversificar aún más su esfuerzo militar, reasignando medios para cubrir tareas que creía innecesarias mientras los rusos estaban postrados.
Putin responde al pie de la letra a la imagen de un realista puro que conoce bien sus fuerzas y las de sus adversarios. En consecuencia, no sería propio de él que se embarcara ahora en una competencia por el liderazgo mundial, cuando se sabe claramente inferior, aunque pueda jugar esa baza discursiva para movilizar a su favor a una población rusa necesitada de palabras que les hagan recuperar la autoestima. Dado que no puede aspirar a tanto, lo previsible es que se dedique a seguir rearmándose (siguiendo, por otro lado, el mismo patrón que EE. UU., Gran Bretaña o Francia aplican a diario), ahora que puede dedicar sustanciales fondos a esta parcela. Visto desde una óptica estrictamente militar, Rusia no está haciendo nada radicalmente nuevo, que no pueda ser contrarrestado en los mismos términos por otros, ni en cantidades tan desproporcionadas que inclinen la balanza de poder a su favor. En todo caso, hay una novedad en el panorama internacional: Rusia ha vuelto.